Calderón
Maestro de las contradicciones, de los imposibles, sigue siendo un poeta mal conocido y poco representado
Hace más de 20 años, Eugenio Trías, una de las mejores cabezas de la transición fatalmente muerto demasiado joven, nos escandalizaba a sus amigos con unos artículos, conferencias y un librito en alabanza de Calderón de la Barca. Nos escandalizaba porque no había personaje literario más alejado de la modernidad que aquel dramaturgo teólogo, pero Trías lo había apreciado gracias a la cultura alemana (tanto Goethe como Schlegel) y lo tenía por un precursor del existencialismo: “El asombro que la ...
Hace más de 20 años, Eugenio Trías, una de las mejores cabezas de la transición fatalmente muerto demasiado joven, nos escandalizaba a sus amigos con unos artículos, conferencias y un librito en alabanza de Calderón de la Barca. Nos escandalizaba porque no había personaje literario más alejado de la modernidad que aquel dramaturgo teólogo, pero Trías lo había apreciado gracias a la cultura alemana (tanto Goethe como Schlegel) y lo tenía por un precursor del existencialismo: “El asombro que la existencia produce, o la emergencia de ésta de la nada, o del no ser que siempre le antecede”, ese era “el gran tema del teatro calderoniano”. Y citaba estos versos de El pintor de su deshonra: “¿Qué soberano poder/ hoy ser al no ser ha dado/ que yo conmigo he pasado/ sin mí del no ser a ser?”.
Este es un misterio propiamente filosófico, ¿cómo es posible que yo venga de la nada y me encamine de nuevo a ella, sin dejar de ser yo mismo? Es el desconcierto existencial lo que permitía a Trías comparar a Calderón con lo mejor del teatro griego e isabelino. Y en otro orden de valores, como el más grande imaginista o creador de imágenes, de la literatura barroca, comparable a Goya como pintor de la maldad: “Calderón de la Barca, como quizás únicamente Goya en el contexto hispano, es un artista de raza revelador del mal: el mal moral que mancilla el alma con el crimen; el mal público, político, que desgarra el cuerpo de la nación con la desatada violencia fratricida, la guerra civil”.
Hay, en efecto, una doble pulsión en el teatro de Calderón, de una parte, el afán filosófico, siempre disimulado tras la obediencia teológica, pero también una imaginación, como dice Trías, próxima a la de Goya. Y cita estos versos de El médico de su honra: “A pedazos sacara con mis manos/ el corazón y luego,/ envuelto en sangre desatado en fuego,/ el corazón comiera/ a bocados, la sangre me bebiera”. Estampa tremenda que está próxima al Saturno de las pinturas negras en la Quinta del Sordo.
No es un autor fácil. El personaje que profiere estas terribles palabras enloquecido por los celos, es, sin embargo, un calculador incapaz de matar a su mujer por temor al castigo de la justicia, así que ocultará el asesinato mediante un sangrador, un barbero en el idioma de la época, que desangra a la pobre e inocente Leonor con una excusa médica. Por un lado, el violento monstruo sanguinario con impulsos asesinos, que es también, de otra, un cobarde calculador el cual deja taimadamente en manos ajenas la venganza de un honor perdido, que es sólo fruto de su desequilibrio mental.
Poeta de las contradicciones, de los imposibles, de lo que es viniendo del no ser y de lo que va hacia el no ser sin dejar de ser lo que es, el extraordinario Calderón sigue siendo un poeta mal conocido y poco representado.
Quizás para compensarlo, la Biblioteca Castro publica, con su finura habitual, un volumen titulado Calderón esencial con ocho de sus más famosas piezas y una introducción de Ignacio Amestoy. Y quienes quieran leer el drama del demente que quiere comerse el corazón de su falsamente infiel esposa, pero luego retrocede con astucia para que culpen a otro del asesinato, vean la edición de la Real Academia de El médico de su honra.