Esa pregunta que creíamos necia
¿Dónde se originan las ideas? ¿Le vienen al autor de fuera o surgen de su cabeza?
Es una pregunta, por lo general, denostada y ridiculizada por los narradores. Denigrada por tópica, y quizás por incómoda también, porque suele llegar en primer lugar de las entrevistas y parece de lo más rutinaria y hasta necia, aunque algo hay en ella que por un rato puede dejar desequilibrado al entrevistado, sobre todo si se formula así: “¿De dónde salió la idea de su libro?”
¿La idea? Puede que ese concepto provoque que el ambiente entre entrevistador y entrevistado se enrarezca enseguida. Sin embargo, llevo tiempo comprobando que la pregunta tiene en realidad una gran carga de pro...
Es una pregunta, por lo general, denostada y ridiculizada por los narradores. Denigrada por tópica, y quizás por incómoda también, porque suele llegar en primer lugar de las entrevistas y parece de lo más rutinaria y hasta necia, aunque algo hay en ella que por un rato puede dejar desequilibrado al entrevistado, sobre todo si se formula así: “¿De dónde salió la idea de su libro?”
¿La idea? Puede que ese concepto provoque que el ambiente entre entrevistador y entrevistado se enrarezca enseguida. Sin embargo, llevo tiempo comprobando que la pregunta tiene en realidad una gran carga de profundidad, porque de hecho es como preguntar de dónde salen las ideas, o qué es una idea, o de dónde salió la escritura misma, actividad de origen indiscernible.
Fue Siri Hustvedt quien me hizo ver de otro modo la pregunta cuando dijo que los narradores se trastornaban cuando entreveían que, en lugar de tópica o rutinaria, la pregunta era incontestable. ¿Lo es? Tanto como la respuesta a la pregunta de qué es una idea. Para Plutarco, una idea era por sí misma naturaleza incorpórea. Quizás eso explicaría que en las contadas veces que me he sentido en pleno éxtasis de escritura, la aparición repentina de una oportunísima idea pueda haber llegado a parecerme de naturaleza incorpórea, como viniendo de fuera, tan externa y extranjera que hasta me he visto incapaz de buscarla más allá del insensato ordenador, como si, entre formas inconstantes, pudiera alcanzar a ver el fugitivo humo de la silueta de una musa.
Conozco a alguien que, ante una borrosa aparición de este estilo, se ha calmado diciéndose que todo ha surgido de la nada, y punto. Y a otro que, cuando ha visto que en su escritura irrumpía, repentina, una idea inesperada, ha preferido creer que había surgido de su tejido cerebral y del texto que en aquel momento escribía.
Ahora bien, si nos atrevemos a suponer que la idea imprevista ha venido de fuera, ¿de dónde creemos que procede? Es la pregunta de las preguntas. ¿Debemos pensar que la idea llega de un lugar imperceptible, transformada en un ángel con una trompetilla soplándonos la frase que nos permitirá avanzar en el texto?
Si aceptamos que es difícil saber de dónde viene una idea, no tan extraño habrá de parecernos que la pregunta, al catapultar hacia la filosofía al novelista interrogado, trastorne tanto a éste que acabe negándose a ir en busca del origen oscuro de todo. He presenciado casos en los que, para eludir la pregunta incontestable, el trastornado, antes de recurrir a una idea, ha apelado a una imagen cualquiera (una mujer alemana aburrida en un balcón, por ejemplo) para explicar el origen de su novela, pues sabido es que, en nuestro tiempo, la palabra “imagen”, a diferencia de la palabra “pensamiento”, no solo triunfa, sino que, además, tranquiliza a todo habitante de la sociedad del espectáculo.
Concluyo pensando en Roland Barthes, al que le preguntaron por qué escribía: “Porque la escritura descentra el habla, el individuo, la persona, y realiza un trabajo cuyo origen es indiscernible”.