David Rubín, el dibujante que arrasa con todo
El historietista lanza ‘El fuego’, su novela gráfica más ambiciosa, de la que publicamos el prólogo. “Madrid es como un tebeo de Frank Miller, pero sin la parte fascinante”
Algo ardía en la cabeza de David Rubín. Le inflamaba cuando aguardaba en el aeropuerto, a la espera de un avión. Sufría un incendio creativo en cada tren, rumbo al siguiente destino. Y sus noches en el enésimo hotel se encendían, hasta terminar en vela. El dibujante viajaba y viajaba. Se desplazaba para promocionar un cómic, pero por dentro le quemaba otro. La primera chispa había sido “un desamor posapocalíptico”. Aunque, poco a poco, fue cuidando y aumentando las brasas del proyecto: la fama, el cambio climático,...
Algo ardía en la cabeza de David Rubín. Le inflamaba cuando aguardaba en el aeropuerto, a la espera de un avión. Sufría un incendio creativo en cada tren, rumbo al siguiente destino. Y sus noches en el enésimo hotel se encendían, hasta terminar en vela. El dibujante viajaba y viajaba. Se desplazaba para promocionar un cómic, pero por dentro le quemaba otro. La primera chispa había sido “un desamor posapocalíptico”. Aunque, poco a poco, fue cuidando y aumentando las brasas del proyecto: la fama, el cambio climático, el hundimiento personal o el legado de la humanidad. Una idea apuntada aquí, un boceto dibujado allá. Las llamas nunca se apaciguaban. Al revés, crecían y devoraban libretas. Hasta que, después de una década, por fin ha estallado El fuego (Astiberri).
“Creo que es mi libro mejor y más difícil hasta la fecha”, afirma el creador (Ourense, 45 años). Y lo dice uno de los historietistas más conocidos y respetados, tanto en España como al otro lado del océano; un tipo que logra vender novelas gráficas en un sector dominado por mangas y superhéroes; un artista que vive solo de su talento —con la preciada colaboración de sus dibujos para EE UU—, privilegio de solo un puñado de nombres en el cómic español. Y una voz que, tanto en su obra como en sus opiniones, se expresa con libertad y entrega absolutas. Unos le aplauden. Es probable que otros le rehúyan.
Ahora, sentado en una librería madrileña, el artista casi agradece que El fuego se hiciera de rogar. Empezó a concebirla después de El héroe, su anterior novela gráfica en solitario, pero considera que todos estos años le han capacitado para realizarla como quería. “Entre medias hay 3.000 o 4.000 páginas de los trabajos que he ido haciendo. Ayudan, igual que colaborar con grandes guionistas que te empujan a ser más ambicioso y superar tu pereza mental. Me he movido sin mapa. A veces escribía cosas que no sabía ni cómo iba a dibujar después”, defiende Rubín. En el tiempo transcurrido, también ha sido padre. Y la humanidad ha sufrido una pandemia. Ambos aspectos importan, mucho, en El fuego.
El cómic se centra en un futuro más o menos remoto y en Alexander Yorba, un arquitecto estrella. Rico, adorado y feliz junto a su mujer y su hija, hasta que se conoce que un asteroide ha puesto rumbo a la Tierra para destruirla. Mientras el planeta entero vislumbra el fin de su existencia, la de Yorba se va reduciendo a cenizas. Y de tan envidiado y sólido castillo, pronto no quedan ni los naipes. Rubín dibuja miedos y traiciones, amargura y sueños truncados, la soledad más aterradora y el deseo desesperado de amor. El apocalipsis es global, pero también íntimo. Como resume otro peso pesado del tebeo español, Fernando de Felipe, en un apéndice de El fuego: “Imagino que alguien la definirá como una ecodistopía de tintes dantescos. Y razón no le faltará. Aunque se quedará corto. Muy corto”.
Porque El fuego también quiere irradiar todo el poderío del cómic, a partir de su enorme formato o de viñetas gigantescas sin una sola palabra. Los colores, el despliegue gráfico, lo bello y lo salvaje de un mundo que colapsa. El Coliseo de Roma convertido en centro comercial y, además, cerrado. Cada una de las 250 páginas de Rubín pretende quemar mentes y corazones. “Sé que el tono o la violencia pueden echar atrás a ciertos editores, o a gente que se sienta agredida, pero esa es la idea. La cultura que me gusta es la que te remueve y te deja preguntas”, afirma. Algunos ejemplos de sus inspiraciones pueblan la novela gráfica. Otro lo reitera él en cuanto puede: el cineasta Andréi Tarkovski.
También por eso, el creador ha lanzado a la hoguera todas las inquietudes que rondan por su cabeza. “El fuego requiere un acercamiento pausado, es un juego de muñecas rusas. Te puedes quedar en la superficie, pero si rascas descubres un montón de ideas. Considero que es exigente con el lector, mi trabajo más experimental, pero también el más sencillo en la estructura narrativa”, agrega Rubín. Ahí se encuentran el temor de no estar a la altura, la crueldad del capitalismo, la decepción pandémica —”creí que saldríamos mejores, pero ha sucedido lo contrario”— o la herencia que dejamos atrás: “Me gusta pensar que, ahora o incluso el día que ya no esté, mi hija pueda encontrar en mis obras un mapa marcado de lo que pensaba o le preocupaba a su padre en el momento de cada libro, y hasta le cuente cosas de mí que no muestro, o de las que ni soy consciente”.
Cuando escribió El héroe (Astiberri, 2011), por ejemplo, andaba entusiasmado con el movimiento 15-M y la esperanza de que otro mundo sería posible. Hoy su mirada está más curtida, pero también más teñida de pesimismo: “Vivir en Madrid es como un cómic de Frank Miller sin la parte fascinante. Afrontamos una distopía a la que le han quitado los aspectos guays”. Contra ella, Rubín batalla cada día con sus palabras, sus acciones y su cuenta en la red social Twitter. Desde ahí critica a la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, a Vox, a cualquiera que merezca su ira, del machismo a la privatización de la sanidad o la industria cultural que explota a los creadores. A la vez, durante el confinamiento por el coronavirus, dibujó una breve historieta que la editorial ECC regaló a los lectores para animarles a volver a las librerías: la protagonizaban Superman y una cajera de supermercado, pero la heroína verdadera resultaba ser ella.
Sus opiniones no temen desatar incendios, a veces quizás demasiado: llamó “subnormal” al expresidente del Gobierno Mariano Rajoy o “repugnante” al presentador Pablo Motos. Pero él niega que se excediera y vuelve a encender la mecha: “Sufrimos una mentira tras otra, y la política ya no tiene decoro. Dicen burradas de tal calibre y al día siguiente todo sigue como si no hubiera pasado nada. O sueltan una incluso mayor. Me da igual si hay gente que deja de leerme por esto. Son mis opiniones y al final también se ven reflejadas en mi trabajo”.
En su obra también se vislumbra su amor por el tebeo. Rubín innova y arriesga, pero siempre homenajea a los clásicos, ya sea con un guiño a los superhéroes o una elección de estilo y de intención: “Cada vez salen menos las onomatopeyas, están en desuso, y yo las incluyo a menudo. Me parece importante aprovechar los recursos autóctonos del cómic”.
En realidad, Rubín los ha desplegado incluso más allá de las páginas. Quien compre la edición en gallego de El fuego en determinadas librerías recibirá de regalo una lámina dibujada por el creador. Y otro cómic suyo publicado recientemente (Cosmic Detective, con Jeff Lemire y Matt Kindt) salió gracias al micromecenazgo y solo después fue vendido a las editoriales (Astiberri, en España), con las condiciones que establecieron sus autores. He ahí, al fin y al cabo, el eslabón a menudo más débil. Y el que Rubín siempre intenta reivindicar.
Por eso quiso publicar El fuego primero en el mercado español; y por eso, además, invita a un diálogo que incluya a toda la cadena del libro en busca de fórmulas sostenibles para todos pero que protejan a los artistas. “No podemos tener una industria sin creaciones locales. No es viable que puedan conseguir vivir del cómic el que lo edita, lo maqueta o lo distribuye pero prácticamente nunca el que lo hace. Los autores deben tener toda la información sobre sus obras y sus derechos, para saber dónde fallan y negociar mejores condiciones. Y eso genera mejores tebeos, que venden más”, reflexiona.
En su caso lo cierto es que funciona. Empezó justo cuando las revistas cerraban y las editoriales eran pocas, y recién nacidas. Pero logró salir adelante hasta vivir del cómic. Ni él acaba de explicarse todavía por qué. Quizás, apunta, la clave sea la constancia: “He seguido sacando un libro al año, pese a mis altibajos. No he dado el brazo a torcer, no me he rendido”. Eso también es fuego.