De ese mundo a este mundo
Así empieza ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120 y concebido por Martín Caparrós
Necesitamos entenderlos. Todos sabemos por qué aquellos años ahora volvieron al centro del debate. Hablamos y hablamos de ellos, pero, a menudo, muchas de sus características principales nos escapan. Por eso, para poder debatirlos con propiedad, para dibujar sus grandes rasgos y no perderse en sus detalles menores, me han encargado elaborar este manual de historia que reconstruya y analice cómo era el mundo hace 100 años, en 2022.
Así, a la distancia, lo primero que queda claro es que en esos días acababa una era.
El fin de una edad siempre se fija en un...
Necesitamos entenderlos. Todos sabemos por qué aquellos años ahora volvieron al centro del debate. Hablamos y hablamos de ellos, pero, a menudo, muchas de sus características principales nos escapan. Por eso, para poder debatirlos con propiedad, para dibujar sus grandes rasgos y no perderse en sus detalles menores, me han encargado elaborar este manual de historia que reconstruya y analice cómo era el mundo hace 100 años, en 2022.
Así, a la distancia, lo primero que queda claro es que en esos días acababa una era.
El fin de una edad siempre se fija en una fecha convencional: los historiadores del pasado suponían que la Edad Antigua terminó con la caída de Roma en manos germanas en 476, la Edad Media con la de Constantinopla en manos turcas en 1453. Pero eran estados territoriales en tiempos de guerras territoriales, donde la rendición de sus capitales redibujaba el mapa. En el siglo XXI ese criterio ya no tenía sentido. Por eso pareció razonable adoptar, para marcar el corte, uno más acorde con la economización del mundo: el momento en que la economía del nuevo gigante superó por fin a la del viejo.
El método tenía sus problemas: no era tajante como la conquista de una ciudad, y el dato podía basarse en cálculos diversos. Pero a fines de 2021 una de las grandes consultoras económicas globales de entonces, la norteamericana McKinsey, examinó los balances de los 60 países principales y llegó a esa conclusión que algunos aceptaron de inmediato –y otros fueron confirmando en los años siguientes–: la China ya era más rica que los Estados Unidos. No cuando se lo medía por persona, por supuesto: en esos días Estados Unidos y China tenían exactamente la misma superficie, 9.500.000 kilómetros cuadrados –y en ese espacio Estados Unidos distribuía 330 millones de ciudadanos, mientras China amontonaba 1.400 millones. Pero en valor global, China era, por primera vez en muchos siglos, la primera. Muchos, sabemos, insistirían después en que ese fue el principio de la nueva época. Otros, por supuesto, lo dudamos –era solo una victoria del dinero–, pero no podemos menos que tomarlo en cuenta: si bien esas cifras y marcas son convenciones opinables, el cambio era real más allá de cualquier opinión.
Se acercaba el fin de la Edad Occidental.
(Durante mucho tiempo los historiadores dividieron las edades de la humanidad en aquel esquema cuatripartito de Edad Antigua, Media, Moderna –hasta la Revolución Francesa de 1789– y, desde entonces, la Edad Contemporánea –que es, de algún modo, un renuncio epistemológico: cualquier presente es una edad contemporánea. Ahora, un siglo más tarde, la revisión más aceptada consiste en concluir la Edad Moderna en 1858, con la anexión de la India al Imperio Británico, porque allí empezaría la Edad Occidental: menos de dos siglos en que dos o tres naciones del Occidente cristiano dominaron el planeta, impusieron sus modelos políticos, lideraron la ciencia y la técnica, definieron el arte y el ocio, llevaron su forma de vivir a todos los rincones).
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Aquel sorpasso económico pudo haber sido el indicador de un nuevo orden que empezaba. Pero mi trabajo de historiadora no debía ni quería limitarse a esos datos globales: se proponía entender cómo vivían en esos días nuestros antepasados, qué deseaban, qué temían, cómo se casaban o no se casaban, cómo parían o no parían, cómo se mataban, qué esperaban, quién odiaba a quién y por qué y cómo. Quería saber qué imaginaban del futuro –de nosotros– y cuáles eran las ideas dominantes de esos días; quería saber cómo eran sus casas y sus máquinas y sus transportes y su ocio y sus trabajos, sus comidas, sus gobiernos, sus países, sus enfermedades: quería saberlo todo sobre ellos.
El trabajo se anunciaba largo y complicado: debería dedicarle años. No entendí por qué el Saber Central decidió encargárselo –a la manera antigua– a una persona humana: yo. Cuando lo pregunté me contestó con vaguedades, algo sobre la sensibilidad y las maneras de mirar: esas cosas que se dicen para no decir nada.
Emprendí la búsqueda. Lo primero que me llamó la atención fue el barullo, el amontonamiento. Ha quedado, bajo tantas formas, sobre tantos soportes, tanta “información” de aquella época que la mayoría de nosotros solo tenemos imágenes confusas, contradictorias, inútiles. Frente a tal masa, mi trabajo parecía casi imposible. Hasta que entendí que para ser profunda tendría que ser superficial: mirar toda la superficie, intentar una mirada abarcadora. Para entender cómo era el mundo en 2022 era básico saber elegir, entre la infinidad de datos, los que realmente nos lo contaran, descubrir las cuestiones centrales y sus grandes rasgos, sus novedades y desapariciones, las líneas más generales y los detalles más reveladores.
Y saber que, por más esfuerzos que hiciera, nunca podría verlo con la cercanía y la naturalidad de los que lo vivieron: que la mirada de la historiadora siempre es ajena, extraña, extrañada. Eso, que en ciertos casos es una pérdida importante, en este podía volverse una gran ventaja: mirar de lejos, a veces, te muestra cosas que de cerca ni siquiera sospechabas. Te permite entender.
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Debía sintetizar cómo era el mundo entonces y la idea de “mundo” me resultaba incómoda. ¿Cómo hablar de un mundo cuando las diferencias entre sus regiones eran tan abismales, cuando ese “mundo” era un revoltijo tan desintegrado que, ahora, cuesta imaginarlo?
Decir “mundo” siempre es un abuso de lenguaje, pero entonces más. Había mundos, había diferencias entre mundos, había recelos y envidias y copias y transferencias entre mundos. Ninguna palabra tiene más fuerza, para reseñar aquella época, que esa que ahora suena arcaica: la desigualdad. Si tuviera que definir la característica principal del mundo en esos días, podría decir que era que no había uno: era un espacio radicalmente dividido, varios mundos coexistiendo en el planeta. Era el mundo más integrado que había existido hasta entonces; sin embargo, las vidas de aquellas personas no podían ser más diferentes.
Debía desconfiar, entonces, de la noción de “mundo”: de las generalizaciones, los promedios. Debía restituir las diferencias entre las partes que formaban aquel todo –y, al mismo tiempo, encontrar sus rasgos comunes para no transformar mi síntesis en un largo catálogo de diferencias. La tarea se complicaba más.
Si el espacio era confuso, el tiempo estaba claro: cien años atrás, el fin de aquella era. Era, por supuesto, como cualquier otro momento, uno donde sus habitantes se sentían en el punto más avanzado de la historia –porque cada minuto lo es: así es el tiempo. Y era, como cualquier otro momento, uno que los que vivimos después pensamos como un período de transición hacia nosotros.
Pero, más allá de esas generalidades, fue una época que no se pensaba como una fase de progreso, sino como un momento de una fragilidad extrema, en que todo podía irse al diablo sin más trámite –tras vivir varias décadas en que la posibilidad era concreta: cuando las dos superpotencias nucleares estuvieron más de una vez a un botón de distancia de borrarse mutuamente de la superficie de la Tierra.
Aquel era un mundo paranoico, asustado por la falta de futuro, que veía el futuro como una amenaza. Era cierto que se acababa uno de esos períodos largos que marcaron nuestra historia: el Atlántico, que durante 500 años había sido el espacio del poder, lo perdía a manos del Pacífico, y Estados Unidos a manos de China, el Occidente a manos del Oriente. Y era cierto, como sabemos, que el hiperconsumo y el descuido de las décadas anteriores habían puesto al ecosistema global en una situación límite que urgía remediar –so pena de, pensaban entonces, una catástrofe absoluta.
Así empezó a imponerse, gracias a la difusión del discurso ecologista, la conciencia de la imposibilidad. Era la clásica paradoja del éxito: un sistema que funcionó lo suficiente como para que cada vez más personas quisieran integrarse a él demuestra que solo funcionaba porque excluía a la mayoría de las personas. Quedó claro, en esos años, que la Tierra no alcanzaba para que todos comieran carne o anduvieran en coche o volaran de vacaciones o se torraran en invierno o tiritaran en verano. De allí el comienzo de la búsqueda de las alternativas y todo el desarrollo posterior.
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Pero, sobre todo, mi trabajo consistía en encontrar las claves, contestar a la pregunta más trillada: ¿qué cuestiones o temas o problemas definieron la época?
¿Fue la marcha incontenible de la China y la decadencia norteamericana?
¿Fue la falta de proyectos políticos significativos y la supremacía de la economía?
¿Fue el gran momento de poder de las corporaciones globales?
¿Fue el fracaso de los estados nacionales cuando intentaron controlarlas?
¿Fue el principio del fin del ciclo neoliberal instaurado a fines del siglo anterior?
¿Fue la desilusión y el desánimo, la retirada del “mundo occidental”?
¿Fue el aumento sostenido de las migraciones, la mezcla de culturas?
¿Fue el pico de desigualdad que culminó la revolución conservadora –y sus brutales consecuencias?
¿Fue la cifra, apenas rozada, de los ocho mil millones de personas?
¿Fue la persistencia intolerable de los mil millones de hambrientos?
¿Fue la aparición de los nuevos alimentos?
¿Fue la rareza de las guerras?
¿Fue el retorno de la guerra a Europa?
¿Fue la producción de más objetos que nunca en la historia?
¿Fue la conciencia ambiental y sus efectos?
¿Fueron los primeros desarrollos importantes de las energías que reemplazarían a los combustibles fósiles?
¿Fue la habitual inadaptación de los más jóvenes?
¿Fue la pérdida del prestigio de la edad y la experiencia?
¿Fueron los avances hacia la igualdad de género?
¿Fue el surgimiento de identidades sexuales nuevas o ignoradas?
¿Fue la cultura global cada vez más común, más homogénea?
¿Fue la hegemonía de los grandes programas de aquellas redes primitivas, que reunían y controlaban a miles de millones?
¿Fue el crecimiento de la inteligencia artificial?
¿Fue el principio de la robotización del trabajo industrial?
¿Fue el fin de la centralidad del trabajo?
¿Fue el paso de la materialidad a la virtualidad?
¿Fue el miedo, siempre el miedo?
¿Fue, sobre todo, lo mal que terminó?
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Todos fueron, sin duda, puntos importantes. Y había uno que, en su importancia, había pasado inadvertido. Quizá por su carácter extremadamente simbólico: porque marcaba el final de una era que había durado milenios. Quizá porque, para poder verlo, se precisaba la distancia que ofrecen los años.
Lo cierto es que a veces pasan esas cosas: algo cambia, que había existido tanto tiempo, y muchos ni siquiera lo perciben. En esos días el final de la Era del Fuego se acercaba y casi nadie parecía notarlo. Por supuesto, no hay una fecha que pudiera determinar esa terminación: fue un proceso de años, de décadas, que no tuvo un remate preciso. Pero fue la síntesis de tantas cosas –y un cambio realmente radical: desde el principio de su historia, los hombres se habían basado en el fuego y entonces, al fin, no. Se cerraba así el ciclo más decisivo, más prolongado, más fértil de la historia de la humanidad –y empezaba algo nuevo.
El fuego hizo a los hombres. De todas las maneras: para empezar, no hay relato del origen que no se haya cocinado al calor de una llama. El griego, por ejemplo, cuenta cómo un hombre decidió dar a los suyos el saber de los dioses: para hacerlo, Prometeo se robó el fuego del Olimpo y se lo trajo. Lo mismo hizo Mātariśvan en los cuentos védicos, Azazel en los hebreos, Loki en los vikingos, la Abuela Araña en los cherokees. Con fuego, los hombres empezaron a ser lo que serían: los dueños de este bajo mundo. Con fuego, por el fuego, desde el fuego.
No eran solo historias para contar alrededor de un fuego: todo cambió realmente hace menos de un millón de años, cuando aquellas bandas de carroñeros frágiles que vagaban asustados por pampas y colinas aprendieron a manejar las llamas. Con ellas se calentaron, se iluminaron, se defendieron de las fieras, convirtieron bosques impenetrables en planicies de caza, la noche en día, el frío en calorcito, cocinaron: transformar sus alimentos con fuego les permitió comer tantas cosas que antes no, mejorar sus cuerpos, desarrollar sus cerebros, encontrar un lenguaje, volverse más y más personas. El fuego fue una de las primeras herramientas; gracias a ella, los hombres se distinguieron de los animales: pudieron hacer mucho más que lo que sus cuerpos les permitían, ser más que lo que eran. Multiplicar sus fuerzas y, así, multiplicarse.
(Lo cual, por supuesto, produjo a su vez sus problemas: gracias a la “revolución neolítica” y los primeros poblados y los cambios en la alimentación, los hombres se volvieron más frágiles y efímeros, aparecieron las grandes enfermedades y los parásitos, se instituyeron los estados y las religiones y demás sistemas de control. Pero también nos lanzamos al mundo y empezamos a ser lo que somos.)
Después, durante todos estos milenios, el fuego fue el centro de nuestras vidas. Por algo el hogar se llamó hogar, el lugar de las llamas. Todo venía del fuego: la cocina, por supuesto, pero también la calefacción, la agricultura, las armas, los cultos, las historias, la luz, las formas de transformar el metal y la madera y las demás materias. Con el tiempo, otras funciones fueron agregándose: las máquinas que crearon las grandes industrias funcionaban a vapor, los transportes que achicaron el mundo también se movían por combustión de carbón o petróleo, las bombas que lo devastaron también eran de fuego; el fuego llevó a aquellos hombres a la Luna. Y entonces se estaba terminando.
En esos años el fuego se fue retirando de las vidas. Fue, por supuesto, un proceso gradual, tan desigual: entre Estocolmo y Uagadugu las diferencias se midieron por décadas. Los países más ricos lideraron el movimiento, que desbordó poco a poco hacia los otros. Lo cierto fue que a fines del siglo XX toda casa tenía todavía sus espacios para el fuego: la cocina solía usarlo, la calefacción, el calefón, algunas velas. En 2022, en cambio, en los países ricos, las casas ya no lo tenían: cocinas de vitrocerámico, calefacciones a aire o agua, calefones de electricidad, lámparas de emergencia; los coches también empezaron a volverse eléctricos, los trenes ya lo eran. El fuego sobrevivía en la pobreza, donde era necesario todavía, y revivía cada tanto como error, como venganza de la naturaleza: esos “incendios forestales” que se multiplicaban por el aumento de las temperaturas se habían transformado, en muchos países, en amenaza grave.
Pero en la riqueza ya tenía un lugar suntuario, nostálgico: aparecía de tanto en tanto en una vela o una chimenea o una paella o un asado, memorias de cómo fueron esas cosas. Y la rara costumbre de meterse brasa en los pulmones se esfumaba: fumar ya era cuestión de “perdedores” y, si acaso, sobrevivía disminuida en esos cigarros eléctricos sin fuego: la última razón para llevar una herramienta de hacer fuego –cerillas, mecheros– en el bolsillo también iba cayendo en el olvido.
Así llegó el final de la etapa más larga de la historia humana: la Edad del Fuego se deshizo en silencio, sin que nadie la llorara como se merecía. Fue curioso: mientras millones se desgañitaban intentando registrar los más mínimos cambios culturales, sociales, ese, que sería el mayor en milenios, pasó perfectamente inadvertido. Sus consecuencias tardaron mucho en terminar de concretarse; quizá recién ahora estemos entendiéndolas del todo.
Pero sucedió, se afirmó, se confirmó. Si el fuego fue el mejor instrumento para doblegar la materia, una época donde la materia importaba cada vez menos pudo empezar a prescindir del fuego. Lo notorio del fuego era que actuaba, que consumía sin ficción sus materiales: no había engaño, ilusión de permanencia. El fuego sabía comerse la materia; la falta de materia se fue tragando al fuego.
Al desdeñar el fuego, el hombre empezó a prescindir de la naturaleza.
Y ahora, cien años después, ya hemos visto las consecuencias –buenas y malas– de tamaña osadía. De eso, entre tantas otras cosas, se ocupa este trabajo
Próxima entrega 1. Un mundo lleno
Ya rozaban los 8.000 millones. ¿La explosión demográfica fue un éxito, un fracaso, una amenaza? El triunfo de Asia.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.