Paco Cabezas: “Sigo trabajando para demostrarle a mi padre que soy director de cine”

El cineasta, criado en un humildísimo barrio de Sevilla y catapultado a Hollywood, donde ha dirigido series de éxito, firma la adaptación a la televisión de la novela superventas ‘La novia gitana’. “Hacer bella la muerte es mi forma de luchar contra ella”, confiesa

Paco Cabezas, director de cine.Bernardo Pérez

La oficina de Diagonal, la productora donde Paco Cabezas y su equipo maquinan ya la segunda temporada de La novia gitana mientras se acaba de estrenar la primera, se halla en el mismísimo capullo de la flor y nata del distrito pijo madrileño. Fuera, estupendas señoras y señores, y chicos y chicas divinísimos toman la caña de la una de la tarde de este espléndido día de oto...

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La oficina de Diagonal, la productora donde Paco Cabezas y su equipo maquinan ya la segunda temporada de La novia gitana mientras se acaba de estrenar la primera, se halla en el mismísimo capullo de la flor y nata del distrito pijo madrileño. Fuera, estupendas señoras y señores, y chicos y chicas divinísimos toman la caña de la una de la tarde de este espléndido día de otoño. Dentro, un tipo alto y desgarbado que confiesa que se ha puesto vaqueros en vez de su habitual chándal como deferencia al fotógrafo, parece de verdad interesado en hablar de lo suyo. Ese tipo, Cabezas, ha rodado con Nicolas Cage y Eva Green y le dijo que no a Spielberg en Los Ángeles para rodar en Sevilla Adiós, la película que le devolvió a sus orígenes en el sevillano barrio de las 3.000 viviendas. Un viajazo.

Después de rodar en Hollywood, ¿cómo se lo tiene de creído?

Pues mira, sigo trabajando para demostrarle a mi padre que soy director de cine. Él nunca pensó que pudiera serlo. Mi madre, que murió hace un año y era mi mayor fan, sí lo creía. Fui un chaval de barrio que no podía comprase una cámara de vídeo y liaba a algún amigo para que me dejara la suya para hacer de Hannibal Lecter en el balcón de su casa. Eso me hizo trabajar más duro que nadie y dar el 300% para demostrarle al mundo, a mi padre el primero, que merezco un lugar en esto. Me queda lo más difícil, disfrutarlo.

¿No lo disfruta?

Es complicado. El mejor consejo de mi vida me lo dio Benicio del Toro: tómate muy en serio tu trabajo y no a ti mismo, me dijo. Sigo currándomelo. Sigo siendo un chico de barrio.

¿Por qué insiste tanto en eso?

Porque siempre seré un desclasado, está en mis genes. Por eso me interesan los personajes que sobreviven, que no tienen dónde caerse muertos, que les pasan las putadas más gordas de la vida. Por eso, a veces, me cuesta hacer películas de policías, porque me siento más identificado con los ladrones. De pequeño robé en El Corte Inglés. Bueno, lo intenté, porque me pillaron, me metieron en un cuarto oscuro y lo pasé fatal. Mis colegas eran auténticos profesionales, pero yo era el peor ladrón del mundo.

¿Qué robaba?

Un DVD de Barton Fink, de los hermanos Coen. Adoraba el cine y no tenía para comprar pelis.

Ahora que está forrado y puede comprar de todo, ¿qué es el lujo para usted?

Vivir de lo que adoro. Lo más difícil de la vida es encontrar una pasión y yo la he encontrado: contar historias. Y luego, poder ver el talento de los demás, como el de José Rodríguez, el guionista de Adiós y, ahora, de La novia gitana, o el de Zeltia Montes, la voz de la banda sonora, y darles la oportunidad de desarrollarlo conmigo. Cuando José escribió su primer guion, vendía pasteles en una furgoneta por los pueblos de Sevilla y hoy es uno de los mejores. Poder haberle ayudado a demostrarlo es, para mí, un lujo.

¿Tiene ojo para detectar el talento?

Sí. Odio la palabra casting o prueba. Para mí no se trata de probar a nadie, sino de captar su energía. Y yo la capto. Tengo una parte femenina en eso. Soy autodidacta e intuitivo al 200%. Claro que se aprende a casi todo, pero hay que tener algo. He intentado, a veces, ser profesor de guion, por ejemplo, pero hay una cosa injusta en el talento: se tiene o no se tiene.

No suena muy democrático.

Es que no lo es. Ni un rodaje tampoco. El director tiene que ser un dictador; si no, las cosas no salen. Creo que como director soy un dictador simpático. Vengo de Estados Unidos, donde el tiempo es pasta. Curro mucho antes de rodar, y cuando ruedo, sé lo que quiero. Y el equipo está contento: esto funciona como un atraco a un banco: si el atracador sabe lo que está haciendo, todo el mundo va detrás. Creo que los actores me quieren porque les dejo volar.

¿Esos son sus poderes?

Mi poder es darle belleza a lo feo. Tengo la gran suerte de contar historias, porque la vida es una puta mierda, no tiene primer, segundo y tercer acto, luego aparece el The End y el caballo va hacia el crepúsculo. No. En la vida pasan corras terribles, no se aprende nada y acaba mal. Entonces, el poder de la ficción es tratar de darle sentido a este sinsentido. Dar belleza al mundo, aunque sea a través del horror y la violencia.

En su cine está muy presente la muerte. ¿Tanto le obsesiona?

Es largo de contar. El hermano de mi mujer, Juan, que se llamaba como el protagonista de Adiós, murió de cáncer a los 37 años y algo me hizo un clic interno, luego murió mi madre, y no pude estar con ella. Es que nos vamos a morir y no sabemos cuándo, hostia. Sé que es infantil, pero el tratar de hacer bella la muerte es mi forma de luchar contra ella. Cuando cuento una historia, tengo el control, mientras fuera es todo caos.

Ha trabajado con mitos como Nicholas Cage y Eva Green. ¿Se le ha caído alguno?

Los actores no dejan de ser niños que quieren jugar. Son gente sensible y creativa. Cuando les quitas todo el circo que llevan alrededor, son gente currante, encantadora. Normalmente, los más endiosados y más malajes son los que, sin ser estrellas, se han quedado a medias. Esos son los peores.

En su podcast, Casa Paco, habla con colegas de las miserias de su oficio. ¿Es su forma de desahogarse?

Es mi terapia. Esta entrevista está siendo interesante [guiña el ojo], pero el 90% son un coñazo. Me di cuenta de que, cuando me entrevistan, me repetía como un loro y pensé: “Qué bonito sería hablar con otros directores, guionistas, actores, sobre los que nos pasa por dentro”. Sobre nuestros aciertos y nuestras cagadas. Tenemos una tendencia muy ridícula a endiosar nuestra profesión y, en realidad, somos como una familia, un equipo, y, como a Scorsese, a veces te sale una mierda y, a veces, Uno de los nuestros.

¿Scorsese es su referencia?

Una grande. De pequeño, vi Malas calles y quería ser él. Cuando me fui a Estados Unidos, empecé a imitarlo. A él, a Tarantino, a otros. Hasta que, de repente, necesito volver a Sevilla, a mis orígenes, y ruedo Adiós, porque me doy cuenta de que ya no quiero ser Scorsese, ya no lo imito, porque quiero ser yo. Veo que puedo coger una historia de aquí, el flamenco de Camarón, o de Morente, y contar algo propio con la estética del cine de Scorsese. El click fue darme cuenta de que puedo hacer lo mismo o mejor sin abandonar lo mío.

¿Se le habían subido los humos?

Creo que no. Cuando me meto con los críticos, me acusan de que estoy muy crecido. Tengo una especie de cruzada personal con eso. Siempre he dicho, medio en broma, medio en serio, que, antes de criticar algo creativo, tendrías, por lo menos, que haber hecho un cenicero de escayola. Es ridículo ponerle estrellitas a una película. Me parece un sistema obsoleto. La experiencia de cada espectador es única, y no me vale solo la opinión subjetiva de un señor que igual tiene un mal día o almorranas. Prefiero ver 10.000 comentarios en Twitter y tener una opinión más promediada.

Usted que ha estado en chabolas y en mansiones, dígame: ¿somos todos iguales en el fondo?

Lo que tengo claro es que me encuentro muy incómodo en las mansiones. En Hollywood, cuando iba a una fiesta, acababa hablando con los camareros, con la gente que está currando. Estoy infinitamente más cómodo en las 3.000 viviendas o Los Pajaritos de Sevilla que en el barrio de Salamanca.

Estamos justo en ese barrio madrileño.

Por eso te digo. Todas esas señoras con perros de lanas y ropa de marca. Todo es una representación. A mí me interesa el otro lado, que puede estar justo a la vuelta de la esquina. El lado que tendemos a llamar oscuro. El bar de mala muerte a diez metros del glamur. Ese es el universo de La novia gitana. Ahí también hay belleza y dignidad.

¿Eso no es romantizar la pobreza?

En la pobreza también hay orgullo. Victoria Abril, en mi primer corto, Carne de neón, hacía de prostituta. Había que hacer la foto del cártel, y ella me preguntó: “¿Qué cara pongo?” Le dije: “Cara de ‘soy pobre, pero estoy orgullosa”. No se trata de romantizar nada. Es todo más complejo. No es que me esté colocando en una de las dos Españas. Pero hasta en el barrio más deprimido, donde no entra ni la policía, hay belleza. Eso lo he visto, lo he vivido.

Está rodando la segunda parte de La novia gitana y vuelve a Estados Unidos a seguir con sus proyectos de presupuestos millonarios. ¿Qué será lo siguiente?

Es gracioso: todo el mundo te mete en cajas y te pone la etiqueta. Todo el mundo espera de mí pelis complejas, oscuras, trepidantes, con infiernos emocionales y tal. Me encantaría pillar a la gente a traspiés y, de repente, hacer un musical zombi. Con flamenco, eso sí. El flamenco va a seguir conmigo para siempre.

ESTO NO ES HOLLYWOOD

Paco Cabezas (Sevilla, 44 años) se crió en el humilde barrio sevillano de Los Pajaritos. Consumidor voraz de cine, de niño, rodaba cortos con la cámara de vídeo que le prestaban los padres de alguno de sus amigos: "Hacíamos de Hannibal Lecter en el balcón acristalado de casa y lo pasábamos de miedo", recuerda. Después de estudiar algún curso de teatro, llegó a Madrid, donde cantó en el Metro y trabajó en un videoclub antes de rodar Carne de neón, (2011), una película que alguien le recomendó a alguien en Los Ángeles y que fue llave de entrada a la industria audiovisual americana. Tokarev, con Nicolas Cage, Mr. Right, con Tim Roth, o la serie Penny Dreadful son algunos de los títulos que ha firmado y filmado desde entonces. Ahora estrena La novia gitana, la adaptación televisiva de la novela homónima, donde vuelve a exhibir su personal visión de la muerte, el honor y la violencia. Nada, dice, es gratuito.

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