Iggy Pop: la iguana más salvaje hace temblar los cimientos del Teatro Real
El padrino del punk revienta los tímpanos de la afición apelando, a sus 75 años, al catálogo de The Stooges
Las iguanas son reptiles longevos que a menudo sobrepasan los 20 años de vida sobre la faz de la tierra. Pero a la singular e irrepetible iguana homínida que se personó este martes por la noche sobre las tablas del Teatro Real le contemplan tres cuartos de siglo, y el vigor de sus movimientos espasmódicos permite confiar en su condición de especie protegida. Porque el hombre que inventó el punk casi sin proponérselo conserva el pundonor y el hambre de escenario de un pipiolo, una circunstancia tan poco acorde con los dictados biológicos que solo puede explicarse apelando a algún pacto diabólic...
Las iguanas son reptiles longevos que a menudo sobrepasan los 20 años de vida sobre la faz de la tierra. Pero a la singular e irrepetible iguana homínida que se personó este martes por la noche sobre las tablas del Teatro Real le contemplan tres cuartos de siglo, y el vigor de sus movimientos espasmódicos permite confiar en su condición de especie protegida. Porque el hombre que inventó el punk casi sin proponérselo conserva el pundonor y el hambre de escenario de un pipiolo, una circunstancia tan poco acorde con los dictados biológicos que solo puede explicarse apelando a algún pacto diabólico.
Existía curiosidad por saber cuánto esperaría Iggy Pop en este Universal Music Fest para mostrar su torso lampiño y esquelético, ese que le ha convertido en icono de la transgresión no textil. La respuesta fue sencilla: 10 minutos exactos, lo que tardó en sonar TV Eye, el primero de sus asilvestradísimos clásicos de los tiempos de The Stooges. Primero se desabotonó la americana, sin nada por debajo. Dos minutos más tarde, James Newell Osterberg era una fiera vocinglera, salvaje y desmadrada a pecho descubierto. Y el público de platea, que a duras penas había mantenido el asiento y el decoro, se arremolinó ya sin más protocolos al pie del escenario.
Aquellos jovencísimos y brutales Stooges albergaban a finales de los sesenta la insensata pretensión de infligir daño físico, literalmente, al público. El plan era sencillo: subir el volumen de los instrumentos hasta extremos atroces, casi insoportables. Medio siglo más tarde, a Iggy le arropa un brutal septeto de músicos, entre ellos un par de metales, para abordar el asalto a nuestros tímpanos. Resultaba divertido contemplar a un tipo con semejante aspecto de malhechor en unas tablas tan distinguidas como las del Real, un templo del bel canto cuyos cimientos quizá nunca hubieran soportado semejante sobrecarga de decibelios en su ilustre y centenaria historia. Superada esta severa prueba de estrés, hoy solo cabe felicitarse: si no se ha resquebrajado nada, las vetustas instalaciones aguantarán con creces hasta los tiempos de nuestros tataranietos.
La efusividad es una actitud felizmente expansiva, aunque todavía nos cueste asignar valores positivos en ese campo semántico de los contagios. Lo cierto es que Iggy Pop tuvo la habilidad de concentrar los dos mayores zambombazos de su carrera, Lust For Life y The Passenger, en el primer tercio del repertorio. Y cuando la segunda desemboca en su eufórico tarareo, ese “La la la la” que en 1977 berreaba su gran amigo David Bowie (y que con los años ha terminado inmortalizando hasta la industria del automóvil), el otras veces circunspecto teatro se convierte en una incontrolable riada de endorfinas.
El muro de sonido del que hablaba Phil Spector era otra cosa, pero lo que el septeto del veterano lagarto edifica se parece bastante a un dique de hormigón armado. No hay piedad no ya con nuestros pabellones auditivos, sino tampoco con la boca del estómago, ahí donde acaba concentrándose la sensación física de que estamos siendo sometidos a un descomunal tornado de rock sin paliativos. Osterberg repite mucho “fucking” en las escasas ocasiones en que abre la boca, en torno a una vez cada tres o cuatro palabras, pero en un fugaz instante de sentimentalismo parece desmoronarse ante nuestros ojos. “Me habéis hecho afortunado, me siento jodidamente bien. Soy un chico jodidamente viejo y sé que tengo que morir”, anota con la gravedad propia de las certezas metafísicas. Pero todo resulta ser una hábil añagaza para imprimirle mayor carga colérica a Death Trip, otra vez de The Stooges, una nueva constatación de que nadie fue tan borrico como aquellos cuatro chavales de Detroit que parecían buenecitos pero se comportaban como auténticos demonios.
Iggy ha hecho muchísimas cosas más —y hasta puede que cada vez más interesantes— después de aquellos discos indómitos y nada civilizados. De entre las piezas recientes, Free aúna trompeta y sintetizadores como en las bellas bandas sonoras de Mark Isham, y James Bond podría ser una joyita casi de crooner en alguna noche más atinada con la afinación. Pero es él mismo quien parece agrandar, quién sabe si en un arrebato de implícita nostalgia, el mito de su juventud irredenta. “Yo fui joven, pobre y sucio. Aún hoy sigo siendo sucio”, se carcajea antes de recuperar I’m Sick Of You, una declaración de adhesiones obsesivas que parte de un tono engañosamente pausado y confidencial antes de enloquecer. Y entrados ya en faena, nada como I Wanna Be Your Dog, que prescinde ya de toda musicalidad para erigirse en grito, esputo y jadeo. En apoteosis de pura irracionalidad animal.
Ese final es tan ardoroso, con la iguana incluso reptando por el suelo, que cualquier bis está condenado a sufrir un severo eclipse. Hace por eso bien Iggy en regresar al escenario al compás de Page, uno de los argumentos más conmovedores en el catálogo de su por ahora último álbum, ese Free (2019) en el que por momentos, y este es uno de ellos, parece aproximarse a la retórica del Johnny Cash más crepuscular. Pero hay más de amago que de convicción en ese septuagenario austero, trascendental y comedido, porque para sus tres últimas instantáneas reincide en aquellos primeros padrinos del punk.
Quizá se haya hecho fuerte en Iggy Pop ese Peter Pan que todos llevamos dentro. O quizá la explicación sea más sencilla: habiendo sobrevivido a todo, incluso a los excesos desaforados y a los amigos que, en términos comparativos, parecían Hermanitas de la Caridad, Iggy pretende llegar hasta el último aliento con las botas puestas y a grito pelado. Busca y Destruye, rezaba su último misil sonoro de la noche, a las puertas de la hora y media de recital. Y era verdad: más de uno regresaría a casa como si le hubiesen reventado la cabeza.