Herbie Hancock: la juvenil tercera edad de un maestro del jazz
El icónico pianista despidió la 57 ªedición del Jazzaldia en San Sebastián mostrándose como un músico por el que casi no pasa el tiempo
Ver a Herbie Hancock sobre un escenario en 2022, en envidiable estado de forma a sus 82 años, es emocionante por diferentes motivos. El pianista y compositor lleva tiempo siendo más que un músico venerable: es una auténtica institución independientemente de la música que haga hoy. Como ocurre con los más grandes exponentes de una forma creativa, es imposible abstraerse de su enorme legado, de lo que representa Hancock en la música popular del siglo XX, y particularmente en el jazz. El devenir ...
Ver a Herbie Hancock sobre un escenario en 2022, en envidiable estado de forma a sus 82 años, es emocionante por diferentes motivos. El pianista y compositor lleva tiempo siendo más que un músico venerable: es una auténtica institución independientemente de la música que haga hoy. Como ocurre con los más grandes exponentes de una forma creativa, es imposible abstraerse de su enorme legado, de lo que representa Hancock en la música popular del siglo XX, y particularmente en el jazz. El devenir de esta música no se puede explicar, ni comprender, sin sus aportaciones.
Su condición de último hombre en pie redondea este estatus aún más: el retiro forzoso de Keith Jarrett y los fallecimientos de McCoy Tyner y Chick Corea en los últimos dos años ha dejado a Hancock al frente de la herencia del piano de jazz moderno, elevando aún más su condición de leyenda viva. Verlo aparecer en el escenario del Auditorio Kursaal durante la jornada de clausura del Donostiako Jazzaldia de este año, con una mascarilla negra que se quitó justo antes de saludar, sirvió para recordar que, aunque nos hayamos acostumbrado rápidamente a la vida sin restricciones, los años precedentes han sido devastadores. Detrás de su fortaleza y su carisma en escena, Hancock es un hombre muy mayor que sigue actuando, suponemos, por puro placer, y tal vez por el ánimo de mantenerse en pie hasta el final, de llevar lo más insignemente posible su responsabilidad como embajador del jazz. En el ámbito discográfico hace ya mucho tiempo que no ofrece nada relevante, pero escucharlo en directo es siempre una ocasión para ponerse frente a frente con la historia del género. Como ver a los Rolling Stones, pero en jazz.
El pianista está girando con un quinteto de primera formado por músicos de diferentes generaciones, empezando por el extraordinario trompetista y compositor Terence Blanchard; acompañantes habituales de Hancock como el guitarrista Lionel Loueke y el bajista James Genus; y una joven incorporación al universo del pianista: el portentoso Justin Tyson, baterista regular de artistas como Robert Glasper o Esperanza Spalding, entre otros. Juntos arropan la música de Hancock, que en directo es el líder absoluto, sin restar en ningún momento protagonismo a sus músicos cuando se tercia. Todos tienen espacio para expresarse —aunque la presencia de Blanchard se antoja poco aprovechada—, pero la enorme presencia del pianista marca todo lo que ocurre y, aunque hay una evidente espontaneidad en las interpretaciones, da la impresión de que todo está relativamente medido. Hancock es muy consciente de su posición y de su trayectoria, y todo está al servicio de ambas cosas en cada aspecto de su concierto.
Con todos esos elementos a su disposición —su mera presencia, su bagaje, el excelso grupo que lo acompaña y su propia capacidad musical, aún superlativa a pesar de su edad— lo cierto es que en algunos momentos se echó en falta algo más de frescura en su concierto en San Sebastián. “¡Cada noche es diferente!”, aseveró Hancock en un par de ocasiones, haciendo alusión a la gira del quinteto, y no hay duda de que en los pasajes solistas es así, pero en general todo en el show daba la sensación de estar bien atado. Esto tampoco es malo en sí: a estas alturas del partido, un tipo como Hancock no necesita hacer alardes, y es evidente que sabe manejar a una audiencia para tenerla en el bolsillo desde el minuto uno, como demostró en sus extensos —demasiado extensos, quizá— parlamentos entre tema y tema.
El repertorio, también medido y similar a los que lleva interpretando en sus últimas giras, hizo lo demás: desde el tema inicial en el que amalgamaron diferentes hitos de la obra del líder, al mítico Footprints de Wayne Shorter en arreglo de Blanchard, o los ineludibles Actual Proof, que brindó algunos de los mejores momentos del espectáculo, y Come Running To Me, vehículo para que Hancock se explayase con el vocoder, como hizo de forma pionera hace casi 45 años en Sunlight, el álbum que incluía la versión original del tema. En su momento era música modernísima y rompedora, como todo lo que hizo Hancock durante muchos años, pero hoy es un homenaje, un recuerdo de la apabullante trayectoria del líder, que impregna todo el concierto. Todo en San Sebastián fue una celebración de su figura.
Y luego está Hancock el intérprete, el solista. Suyos fueron los vuelos instrumentales más interesantes del concierto, tanto en sus brillantes acompañamientos como en sus solos, que nos mostraron a un pianista que mantiene un discurso elocuente y dinámico. Si ya no es lo que era no es la cuestión, porque Hancock, uno de los pianistas más influyentes del siglo XX, sigue ofreciendo momentos escalofriantes ante el teclado, que es más que lo que cabría esperar a su edad. En directo parece incombustible y se mantiene en una forma asombrosa, y a pesar de todos los peros que podamos poner a sus conciertos, mientras lo tengamos en los escenarios seguiremos sintiendo que la era dorada del jazz no queda tan lejos aún, después de todo. Y lo mismo ocurre con el propio Festival de Jazz en San Sebastián, que con Hancock despedía su 57.ª edición, nada menos: mientras siga brindando ediciones tan ricas y variadas como la presente, no hay duda de que el jazz, en sus muchas ramificaciones y acercamiento, sigue teniendo mucho que ofrecer.