Dinero, milagros, fetichismo y robos: las pasiones que desataron las reliquias en la España de la Edad Media
Historiadores del arte analizan en un curso la devoción en los reinos cristianos por los restos sagrados, que se convirtieron en fuente de ingresos y de poder para los templos que los atesoraban
“¿A cuántos aficionados les gustaría tener el balón con el que España ganó el Mundial o la camiseta que llevaba Iniesta en la final?”. Se lo pregunta el sacerdote e historiador Miguel C. Vivancos para demostrar cómo pervive en los humanos el deseo por adorar objetos con un significado especial. Un fervor que viene de la Antigüedad, salvando las distancias, para conservar despojos “de héroes como Eneas o Hércules, y en la Alta Edad Media sucede con los cuerpos de santos que habían muerto martirizados”. Del...
“¿A cuántos aficionados les gustaría tener el balón con el que España ganó el Mundial o la camiseta que llevaba Iniesta en la final?”. Se lo pregunta el sacerdote e historiador Miguel C. Vivancos para demostrar cómo pervive en los humanos el deseo por adorar objetos con un significado especial. Un fervor que viene de la Antigüedad, salvando las distancias, para conservar despojos “de héroes como Eneas o Hércules, y en la Alta Edad Media sucede con los cuerpos de santos que habían muerto martirizados”. Del culto, protección, comercio y arte creado en relación con esos restos sagrados se ocupó el curso reciente Románico y reliquias. Arte, devoción y fetichismo, organizado por la Fundación Santa María la Real, en Aguilar de Campoo (Palencia).
Vivancos, en conversación telefónica con este periódico, define reliquia como “el cuerpo entero o cualquiera de sus partes de alguien venerado como santo por la Iglesia”. “También lo eran los objetos que habían pertenecido a esa persona”. Esas partes, la cabeza, un brazo, un dedo, una uña, un diente, un cabello… “se usaban para consagrar altares cuando se construía una iglesia, y se solían guardar en unas cajitas, llamadas lipsanotecas”, añade.
El primer testimonio conocido de reliquias “es el de Policarpo, obispo de Esmirna, que murió en la hoguera en torno al 155″, señaló en su intervención Isidro G. Bango Torviso, autor de más de 30 libros, un sabio que hasta su jubilación fue catedrático de Arte Antiguo y Medieval en la Universidad Complutense de Madrid. “Fue un discípulo de Policarpo quien escribió: ‘Sus huesos estimamos más que el oro puro y los depositamos en lugar conveniente”.
Esos espacios pertinentes eran los monasterios, iglesias o santuarios, que así se prestigiaban y se convertían en centros de peregrinación y, por ende, de ingresos económicos. “Al que acudía desesperado a esperar el bien de una reliquia, se le abría la bolsa”, explicó Bango. Los peregrinos tenían que comer, dormir y quién sabe si comprar un recuerdo.
En una sociedad tan creyente, los fieles querían rezar ante las reliquias y tocarlas porque, además de sentir a Dios, esos restos “poseían un poder taumatúrgico, hacían milagros”, lo que, reconoce Vivancos, derivó en ocasiones en “supercherías”. “En el monasterio de Silos [Burgos], el polvo que se acumulaba en el sepulcro de Santo Domingo se echaba al vino para dárselo a los enfermos”, añadió quien fue archivero y bibliotecario de esta comunidad religiosa.
“Piadoso latrocinio”
¿Cómo se conseguían las reliquias? “Lo normal era solicitarlas a los encargados de su custodia a cambio de una limosna. Las solían pedir emisarios de los obispos”. Sin embargo, el afán por poseerlas abrió también el apetito para incumplir el séptimo mandamiento. “En España, la Iglesia alertó en el 633 de que había clérigos con una actuación indecorosa, que robaban y troceaban reliquias”, apuntó el historiador del arte José Alberto Moráis, de la Universidad de León. Uno de los casos más famosos lo protagonizó en 1102 nada menos que el obispo Diego Gelmírez, el impulsor de la catedral de Santiago. Lo perpetró en una iglesia de Braga [Portugal], aunque sus cronistas dulcificaron el hecho como “un piadoso latrocinio”.
Bango explicó en su ponencia del curso (que se celebró del 22 al 24 de abril y se repetirá en julio) que para combatir a los sisadores, que aprovechaban las aberturas de los sepulcros para llevarse hasta una uña, “se limitó el acceso a esos lugares, se pusieron verjas de hierro e incluso se llegó a cerrar a cal y canto la confessio”, el lugar destinado a sepulturas de santos en una iglesia. Más truculento resultaba que “a través de esas oquedades salían líquidos del difunto que, mezclados con aceites, se usaban como ungüentos sanadores”, apuntó Moráis.
Junto a los robos y el próspero comercio legal de reliquias había también falsificaciones. “En España hubo menos extravagancias que en otros sitios, aunque hubo, como un peine de María Magdalena o una tinaja de la boda de Caná”, señaló Vivancos. Fuera de la Península citó los casos de dos prepucios del Niño Jesús o el de dos iglesias que aseguraban tener la cabeza del mismo santo. Al final se decidió que una era la que había portado en su juventud y la otra la de su madurez. Bango citó al reformista Calvino, que recogió el caso de una reliquia que se creyó durante mucho tiempo que era un brazo hasta que se descubrió que era el falo de un ciervo. Más chocarrero fue lo acaecido en Gascuña, donde a un noble le dieron el torso de un santo para besarlo, pero el hombre quiso aprovechar la ocasión y acabó mordiendo un dedo del difunto y se lo zampó.
Pero no eran solo carnales, sino también textiles. “Las había directas, como los santos sudarios o sábanas santas, o por contacto, las que envolvían los huesos o sepulcros de santos”, dijo la conservadora de museos Ana Cabrera Lafuente. Esos trozos de tela, que nos han llegado casi siempre en tamaño muy pequeño, “solían llevar una etiqueta en latín que los catalogaba también como reliquias”. Los tejidos más grandes han desaparecido en su mayoría, aunque hay excepciones, casullas y capas de más de dos metros.
“En España hubo gran riqueza de materiales, como lino, lana o seda, y podían tener bordados e hilos metálicos de oro y plata”, destacó esta experta en tejidos medievales. “Hay periodos en los que, por moda, predominaba un color, como el azul, el morado o el rojo”. Asimismo, contó que como cada cierto tiempo había que abrir el sepulcro para ver el estado de las reliquias, se solía añadir una tela. Esas sucesivas capas fueron un alivio en tiempos de escasez porque se podían recortar y vender. “Como los tejidos de la iglesia de Santa Librada, en Sigüenza, vendidos por los canónicos tras la Guerra Civil para restaurar el templo”.
De la misma manera, fueron apreciados recipientes islámicos en que se guardaban reliquias de santos cristianos. ¿Una paradoja en época de guerras contra el infiel? Noelia Silva, historiadora del arte en la Complutense, destacó que “por encima del contexto de enfrentamiento, había transferencias culturales y artísticas”. Estos exquisitos contenedores, en marfil, cristal de roca, oro o sedas con hilos de plata, “proporcionaban un prestigio social a quien los adquiría, normalmente llegaban a las iglesias como regalos o donaciones de nobles o de la familia real”. Esta especialista en artes suntuarias islámicas refirió que desde al-Ándalus esta clase de objetos llegaron a los reinos cristianos por varias vías: “El comercio, tributos, botín de guerra o por acuerdos diplomáticos”.
Así, antes de su uso como relicarios, “habían tenido una primera vida en el mundo musulmán, en el ámbito palatino, ya que eran piezas del soberano o su familia”. Como las píxides, cajas de forma circular y con tapa en forma de cúpula para guardar perfumes o joyas. Silva sostuvo que la forma de la tapa obedecía a un motivo erótico, como explica la inscripción de la que se conserva en la Hispanic Society de Nueva York, realizada en 968: “Mi aspecto […] seno de joven que conserva toda su turgencia”. Otra pieza preciosa es el estuche en marfil de colmillo de elefante que al abrirlo se transformaba en un pequeño juego de mesa. Una delicatessen que perteneció a la hija de Abderramán III y acabó en Santo Domingo de Silos como relicario.
El furor por las reliquias decayó a partir del Concilio de Trento (1545), cuando la Contrarreforma católica quiso frenar desmanes y corruptelas. Sin embargo, esa costumbre se ha mantenido. “Se colocan reliquias cuando se consagra una iglesia, pero ya no tienen que ser de mártires”, aclara Vivancos. Las reliquias no mueren. El buque ruso Moskva, hundido el 13 de abril en la guerra de Ucrania, habitualmente llevaba un pequeño trozo de madero de una cruz. Una ayuda sagrada que no evitó, fuera por un misil o por un incendio, que se fuera a pique.
El tamaño importaba
El sacerdote Miguel C. Vivancos señaló en su conferencia que, en cuestión de reliquias, el tamaño importaba. “Mejor un brazo que la mano o un dedo. Las llamadas insignes eran el cuerpo entero, la cabeza, el corazón, la lengua…”. El curso contó también con las intervenciones de Margarita Torres Sevilla, profesora de Historia Medieval en la Universidad de León, que disertó sobre las embajadas y traslados de reliquias en el reino leonés en los siglos XI y XII; y Francisco de Asís García, del departamento de Historia y Teoría del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid, que habló de cómo las reliquias formaron influyeron también en la ornamentación de los templos, con imágenes de los santos de los que se acogían sus restos.