Harald Falckenberg: “La corrección política es el fin de la libertad”

Charla en Hamburgo con el empresario alemán, que empezó su colección, una de las más respetadas del mundo, cuando ya había cumplido los 50

Harald Falkenberg, junto a su esposa, Larissa Hilbig.Greg Gorman

La colección de Harald Falckenberg está construida a golpe de pasión (la que siente por ciertos creadores) y conocimiento intelectual (que le sobra en lo que se refiere a la historia del arte). Esa suma aparentemente contradictoria aporta riqueza y complejidad a su universo intelectual y estético, y confiere a sus gustos un carácter fuerte, particularísimo y, sobre todo, auténtico.

Nacido en Alemania en 1943, Falckenberg es empresario industrial, doctor en Derecho y uno de los coleccionistas más respetados e influyentes del mundo, a pesar de que su perfil poco ortodoxo y escasamente com...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

La colección de Harald Falckenberg está construida a golpe de pasión (la que siente por ciertos creadores) y conocimiento intelectual (que le sobra en lo que se refiere a la historia del arte). Esa suma aparentemente contradictoria aporta riqueza y complejidad a su universo intelectual y estético, y confiere a sus gustos un carácter fuerte, particularísimo y, sobre todo, auténtico.

Nacido en Alemania en 1943, Falckenberg es empresario industrial, doctor en Derecho y uno de los coleccionistas más respetados e influyentes del mundo, a pesar de que su perfil poco ortodoxo y escasamente comercial. Ganador de múltiples premios por su labor de patronazgo, preside de la Kunstverein de Hamburgo y se ha desempeñado como profesor de Teoría del Arte en la Academia de Bellas Artes de esa ciudad, a la que su alma pertenece pudorosa pero indivisiblemente, y con cuyo ya tricentenario espíritu, autónomo e inconformista, tanto se identifica.

Imagen de la obra de Bill Beckley 'Running from Spots' (1982), de la colección de Falkenberg.

En su colección, según explica a EL PAÍS Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, se funden “historia y emotividad, lo personal y lo colectivo”. “Es caso raro en una época en la que a menudo parece que se coleccionan marcas más que obras”, añade sobre un coleccionista que ha colaborado con el museo que dirige en algunas muestras notables. Y entre las más de 2.400 obras que atesora, destacan nombres como los de Albert Oehlen, Sigmar Polke, Dieter Roth, Georg Herold, Paul Thek y Mike Kelley.

Pero además de exponerse en el Centro de Arte Deichtorhallen, de Hamburgo, desde hace más de una década, esa colección tiene otra particularidad: pese a agrupar trabajos de períodos distintos, toda está atravesada por un tono crítico, contemporáneo y social que hace pensar que quien la creó es, más que un coleccionista o un comisario, un artista. Este habitual de los ránkings de coleccionismo de élite desde que en 1999 ARTnews lo incluyera como uno de los top 200 del mundo es en cierto modo un creador, como demostró desde el comienzo de nuestro encuentro, que arrancó con un tour por su querida ciudad. Después vino una charla de más de dos horas al día siguiente en su piso de Hamburgo, donde el tiempo se detuvo y el alemán, acompañado por su esposa, Larissa Hilbig, pasó con la naturalidad de un hechicero desde la más urgente labor del arte contemporáneo hasta la vigencia de Richard Wagner y su conexión Vladímir Putin.

Rodeados de esa aura, de infinitud de libros, de obras de calidad museística y de una energía extrañamente poderosa en un hombre que ronda los 80 años de edad, Falkenberg demostró, a pesar de su éxito como empresario y como coleccionista, un gusto muy definido, apartado de los convencionalismos y, en no pocas ocasiones, contracorriente.

“En mayo de 1994 compré mi primera obra, Running from Spots de Bill Beckley, artista conceptual estadounidense. Entonces, yo tenía 51 años y estaba en una crisis de mediana edad que, sin embargo, resultó positiva. Y comencé a reflexionar en torno a qué hacer por el resto de mi vida, después de haber tenido una carrera exitosa y convencional. Me jubilé como gerente una compañía importante a los 65 años, y cada vez tuve más claro que coleccionar arte era una necesidad, un proceso que en realidad fue progresivo y creció exponencialmente también porque recibí muy buenas influencias, por ejemplo, del galerista Hans Mayer, de Düsseldorf, quien al comienzo de ese proceso fue lo suficientemente generoso para prestarme decenas de obras, para que conviviera con ellas durante meses y pudiera decidir bien con cuál quedarme”, declara, hondo y riguroso, para después compartir recuerdos íntimas, como cuando su primera esposa lo echó de casa al descubrirlo en plena infidelidad, o el relato de cómo más tarde se hizo con 70 obras “de una sola vez” para asentar de una vez por todas su colección.

Así de transparente es Falckenberg, cuya pronunciación, intrincada y musical, seguramente habría fascinado a Borges. “No colecciones arte mainstream. Todo el mundo lo tiene y no te conviene. Nunca deberías comprar basándote en el estatus que tienen los nombres o en la reputación que poseen los artistas”, recuerda el alemán que le aconsejó un sabio. Y él, que estudió el arte babilónico, historia del arte y el contexto en que sus creadores contemporáneos predilectos generaron sus obras —muy especialmente la entreguerra― siguió ese consejo.

“No busco tanto la belleza, la autenticidad o el seguimiento estricto de ciertos estándares cuando colecciono, sino algo distinto. Yo fui profesor de Derecho en la universidad antes de dedicarme a los negocios, y quizás eso explique también mi búsqueda, alimentada por artistas potentes, verdaderos, rebeldes y libres, con cuyas piezas me sentí identificado”, explica mientras evoca el espíritu de Willem de Kooning y diferencia lo que él entiende como cultura, que en general tiene largo aliento, de lo que concibe estrictamente como una de sus pasiones vitales: el arte, “que no puede encontrar soluciones políticas y en cierto modo se parece siempre a un ensayo”.

Tampoco puede ser casual, pues, la concepción científica que este ensayista tiene sobre un género literario que, recalca, debe ser siempre abierto en sus conclusiones para el lector. “Como el arte”, redondea. “No lo concibo como un típico historiador sino como parte fundamental de la sociedad, porque además no me gusta quedar atrapado en ninguna tradición”.

La charla transcurre entre su interés por la contracultura y la sorprendente libertad que ganó a través del coleccionismo, un destino inesperado al que este individuo de pasado ortodoxo se entregó con una devoción no divorciada de lógica. “Si la libertad es la esencia del arte, entonces la corrección política es el fin de la libertad”, continúa, mientras salta de temas: de los misterios de la literatura de no ficción a de la psique humana, arriesgando otra opinión franca y poco simpática: que Sigmund Freud era sensiblemente mejor como escritor que como psicoanalista.

Desde Henry David Thoreau hasta las raíces del surrealismo, desde el reemplazo de la primacía del pensamiento filosófico en favor del sociológico en este siglo XXI, y desde el materialismo hasta la política en sentido amplio como presencia habitual en el arte contemporáneo, los temas parecen surgir con la misma versatilidad y rigor, más como una invitación a pensar que como un abanico de respuestas digeridas de antemano. De nuevo: como si el suyo fuera un ensayo perpetuo.

Antes de terminar una charla tan apasionante como circular, y en la que el tiempo parece haberse suspendido nuevamente, Falckenberg tiene algo más para decir: “Me interesa comunicarme con la gente que realmente se expresa de un modo personal a través de su arte, y que siempre, lo consiga o no, procure la libertad, no solo como De Kooking sino también como Mark Rothko”. La forma artística que encuentra ese modo tan intenso que tiene de sentir encuentra una expresión más acabada en el expresionismo y en el arte figurativo que en el abstracto, aunque no pueda subrayar “nada negativo respecto de Donald Judd y de Lucio Fontana, que tienen otra visión”.

Ya sobre el final, Harald, quien ofrece no uno sino dos espacios enteramente gratuitos donde cualquiera puede conocer su colección permanente, aparte de exposiciones especiales –uno que le pertenece y otro que ha desarrollado en contacto estrecho con el municipio de ciudad- hará una confesión coherente con sus ensayos y con su generosidad para compartir el arte de excelencia: “Todo lo que he coleccionado –asegura- tiene que ver con mi deseo de comunicarme con los demás. Por eso nunca concebiría una colección que no fuera pública, que no generara discusiones y que no saliera de mis paredes privadas. Me complace saber que es una colección que se actualiza y sigue viva, que es rebelde y política en sentido amplio -es decir estético, pero no explícito-; y también me complace saber que los verdaderos artistas no quieren ser usados ni ser miembros acríticos de la sociedad, y que aprecian el modo en que pongo en valor, desde el discurso crítico, pasando por la forma en que los colecciono, sin pedir descuentos ni pagar tarde, hasta el modo en que presento su trabajo en muestras y no a través de catálogos, sino de libros de primera categoría. Pero no me siento dueño de lo que tengo, sino una especie de mecenas, de guardián temporario de un legado que llegó a tiempo a descubrirlos y que ha sido consecuente en su trabajo, sin distraerse en los mayores sinsentidos del mercado del arte”.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.


Más información

Archivado En