Qué sería la vida sin esos ratitos con Van Morrison
El regreso a Madrid del mítico artista de Belfast ofreció emoción en modo solo intermitente. Pero los fugaces minutos de gloria superan todo lo que pueda esperarse de un concierto
Hay genios que nunca renunciarán a ser figuras. Van Morrison transita por los 76 otoños, una edad más bien importante, pero no parece dispuesto ni a modificar sus costumbres más sacrosantas ni a que se le dulcifique el carácter. En su esperadísima visita al WiZink madrileño, demorada año y medio entre pandemias e indisposiciones varias, los músicos comparecen a las 20.29 para dar la bienvenida a su jefe de filas a las 20.30, con la precisión de un reloj atómico. A partir de ese momento, la mag...
Hay genios que nunca renunciarán a ser figuras. Van Morrison transita por los 76 otoños, una edad más bien importante, pero no parece dispuesto ni a modificar sus costumbres más sacrosantas ni a que se le dulcifique el carácter. En su esperadísima visita al WiZink madrileño, demorada año y medio entre pandemias e indisposiciones varias, los músicos comparecen a las 20.29 para dar la bienvenida a su jefe de filas a las 20.30, con la precisión de un reloj atómico. A partir de ese momento, la magia asomará de manera solo intermitente, pero absolutamente deslumbrante cuando ocurre. Y, ay, qué sería de nosotros y de la vida sin esos ratitos, sin esos fogonazos de plenitud en las que, como sabemos por Days Like This, “las piezas del rompecabezas parece como si empezasen a encajar”.
El escepticismo es muy lícito, que conste. Y el norirlandés no ha dejado de ofrecer últimamente motivos para ello. Los siete discos que viene encadenando desde 2016, todos larguísimos y hasta uno doble, no pasan de ser muy agradables catálogos de soul y blues tan impecables como escasos de relieve. La misantropía —cuando no antipatía— que destilan algunas letras de Latest Record Project, su álbum de 2021, son plato de difícil ingesta. Y aún más repelús produce su orgulloso negacionismo pandémico, con el que ya no cabe considerarlo un señor gruñón, sino un botarate. Y dicho todo lo cual, solo con escuchar las memorables versiones de And It Stoned Me o Cleaning Windows que nos dejó el martes ya habría merecido la pena nuestro tránsito por este valle de sonrisas y lágrimas.
Es curioso que un hombre tan áspero, hierático y distante haya convertido el conjunto de su obra en un puro bálsamo. El juego de la curación, como el título de uno de sus álbumes más adorables, abarcó clásicos a los que ya contemplan cincuenta y tantos años de vida (Baby Please Don’t Go), lecturas superlativas de la vieja escuela (Got My Mojo Working, ese I Can Tell de Bo Diddley), favoritas del nuevo siglo (Magic Time, Precious Time) y hasta dúos catárticos con su vocalista, la notable y poco divulgada Elle Cato, a la que consiente una buena cuota de protagonismo para las maravillosas Someone Like You y Carrying a Torch.
Pero Morrison, lo sabemos desde siempre, no es amigo de poner las cosas fáciles. Abre con cuatro temas recientes y apenas conocidos (aunque Double Agent tenga toda la chicha de su escritura sustancial), limita considerablemente el torrente de decibelios y, por supuesto, renuncia a cualquier pantalla gigante que facilite a los 5.400 asistentes la contemplación de cuanto sucede en la tarima. La escenografía es igual a cero y la iluminación, estática (con ese, no con equis). Ah, tampoco busquen grandes aristócratas entre sus siete acompañantes, sino artistas esforzados y con oficio. No es que se vean ya remotos los tiempos de Georgie Fame y Pee Wee Ellis; es que ni siquiera podemos consolarnos con un Joey DeFrancesco.
Y pese a todo, señoras y señores, la cosa funciona. El primer gran éxito de la noche, Days Like This, irrumpe en lectura reinventada y hasta rearmonizada, pero no irreconocible, como le sucedería ese señor de Duluth en el que está usted pensando. Someone Like You, nocturna y aterciopelada cuando la conocimos en 1988, se acelera a golpe de swing. Y la gloria (o G-L-O-R-I-A) la terminamos acariciando cuando arranca And It Stoned Me, el tema inaugural de Moondance (1970), que nuestro querido George Ivan llevaba siglos sin incluir en el repertorio.
Durante esos minutos, palabra, el espíritu de la Caledonia Soul Orchestra, acaso la mejor banda acompañante que han conocido los tiempos, gravita por entre los cimientos del pabellón. No es una sensación duradera, porque el de Belfast se encarga de dinamitar puentes con el público, tenaz en su negativa al saludo, al escueto “hola”, a un minúsculo gesto de complicidad. Con él, nuestras expectativas resultan siempre tan elevadas como el arraigo de su racanería. Porque se cuentan por docenas las canciones que habríamos matado por escuchar y ni estaban ni se las esperaba. Porque sabemos de antemano que hará mutis a las veintidós cero cero, con la exactitud de un cronómetro olímpico. Y porque nos negamos a computar los 10 minutos adicionales que sus músicos nos concedieron a modo de amenización final, en lo que parecía casi una fórmula para promover la evacuación escalonada.
Cuentan quienes le trataron que el autor de Astral Weeks ha ganado en cordialidad, al menos dentro de sus parámetros. Se ha quitado 15 kilos de encima y el martes, tras resolver la prueba de sonido en un suspiro, echó la tarde apaciblemente repantingado en un camerino del WiZink. Claro que ya no es aquel felino que rugía en la imperecedera Listen To The Lion, hace ahora medio siglo, pero casi cualquier cantante del planeta se desviviría por una voz como la de Van Morrison en 2022. Y sí, todavía nos estremece cuando sopla ese saxo tosco y asmático que desafía a cualquier academia. Por eso no sabemos si agradecerle eternamente los momentos de éxtasis o removernos, incómodos, cuando activa sin demasiado disimulo el piloto automático.
Para colmo de males, la canción número 19 de la noche, Down To Joy, nos hizo recordar que esa preciosidad para la película Belfast había sucumbido en los Oscar frente a la candidatura de Billie Eilish, haciendo buenas las clásicas comparaciones entre dioses y cuñados. Aquello sí que fue un chiste malo, y no el del bofetón. Queda el consuelo de sospechar que el propio interesado habrá sido al que menos afecte el veredicto, a tenor de su desapego hacia las circunstancias mundanas.
No le vamos a cambiar a estas alturas: bastante que transija a finalizar con sus dos títulos más icónicos, Brown Eyed Girl y Gloria, con afección moderada y hasta iluminando fugacísimamente la pista para corroborar el alborozo de la parroquia. El viejo órgano Hammond de Richard Dunn crepitaba para marcarle el camino al guitarrista Dave Keary, antaño director musical de Lord Of The Dance. Y los pobres mortales, qué caramba, sonreíamos. Ay, amigo Van: si no fuera por estos ratitos.