Mercedes Morán: “No me preocupa hacerme vieja, sino convertirme en una vieja de mierda”
La gran dama argentina de la interpretación y acérrima militante feminista recibe el reconocimiento a toda su carrera en el festival de Málaga. “Antes el maltrato formada parte del carácter de los directores”, asegura
Cuando Mercedes Morán (Córdoba, Argentina, 66 años) viene desde el Buenos Aires en el que reside al Madrid que lleva en su corazón, siempre llama a Inma Cuesta y Barbara Lennie, dos jóvenes amigas cuya sensibilidad admira. No hay nada que le guste más a esta grandísima dama argentina de la interpretación ―a quien en España vimos por última vez en El reino y que anoche recibió en el festival de Málaga el galardón en reconocimiento a toda...
Cuando Mercedes Morán (Córdoba, Argentina, 66 años) viene desde el Buenos Aires en el que reside al Madrid que lleva en su corazón, siempre llama a Inma Cuesta y Barbara Lennie, dos jóvenes amigas cuya sensibilidad admira. No hay nada que le guste más a esta grandísima dama argentina de la interpretación ―a quien en España vimos por última vez en El reino y que anoche recibió en el festival de Málaga el galardón en reconocimiento a toda su carrera― que apoyar a otras actrices. No en vano, la mitad de las más de veinte películas en las que ha trabajado las han dirigido mujeres. Por eso le ha emocionado tanto este premio: “Por fin no estoy compitiendo en alguna terna contra una compañera, admirada o querida”.
Pregunta. Ha dicho que alguna vez ha renunciado a la fama masiva que le daban las series porque no quería estar siempre escuchando lo que quería oír…
Respuesta. Siempre he dicho que si estás siempre rodeada por un séquito de gente que está para atenderte, para mimarte, corres el riesgo de ponerte tonta. Permanecer en esa burbuja que responde a ese deseo frívolo de que se te dé la razón en todo te aleja de la vida real, que es lo que te nutre como actriz. Después de un programa de televisión de mucho éxito, intento hacer una película de autor con poco presupuesto. Me cuido mucho de la parafernalia y del star system.
P. ¿Cuándo fue la última vez que le dijeron algo que a lo mejor no quería escuchar pero fue constructivo?
R. Pues una vez estaba recibiendo un premio y me había acompañado mi hija mayor, que también es actriz. Y había un desfile de gente que pasaba y me decía cosas bonitas y yo cada vez respondía: ¡qué amoroso!, ¡qué lindo!, ¡qué encantador! Y ella me dijo: “Bueno, mamá, basta, estás muy tonta, todos te parecen geniales”.
P. ¿Y cuándo fue la última vez que sintió rabia porque premiarla a usted suponía dejar de premiar a otra?
R. Tengo una gran fortuna, que es que estas actrices que me anteceden, que han sido referentes míos, como Norma Aleandro, Nacha Guevara, Graciela Borges, son actrices con las que tengo un vínculo muy amoroso, que me han prohijado y pasado sus experiencias. Creo que sería muy amargo recibir un reconocimiento y sentir que tus compañeras no te quieren.
P. ¿Hay algún aspecto de la palabra diva en el que sí se reconozca?
R. Intento irme de ese lugar todo el tiempo, me resulta muy incómodo y trabajoso. Lo único que quizá me da es ese pequeño poder para poder elegir, debatir con los directores y participar de manera creativa en los proyectos, eso sí lo aprovecho.
P. Su manera de hablar de las actrices coincide mucho con la definición de ese término que ha cobrado mucha vigencia, la famosa sororidad. Ha contado que descubrió el feminismo como tal gracias a Lucrecia Martel, ¿antes era machista?
R. Yo nunca fui convencional. Cuando empecé a trabajar se buscaba mucho la convención, en un mundo tan patriarcal como el del cine había una exigencia de un determinado tipo físico y ya cuando era muy jovencita y acababa de empezar me rebelaba contra eso. Cuando ya tuve un poco más de espacio y poder, he protegido a otras actrices, más inexpertas o más jóvenes. He sido muy sensible a cualquier tipo de maltrato porque yo vengo de una época donde aquello estaba muy naturalizado. El maltrato se consideraba parte del carácter de los directores o incluso de algunos maestros de la actuación. Yo siempre me opuse a eso, incluso en los momentos en los que podía implicar la pérdida de trabajos o de contactos. Durante mucho tiempo me costó decir públicamente que era feminista porque los precios que se podían pagar eran altos hasta que de pronto, hace como quince años, ya sintiéndome más madura e importándome menos lo que pudiera pasar, decidí que era más barato pagar esos costes que que no manifestarme.
P. ¿Pasó algo en particular que le hiciese cambiar?
R. Claramente el hecho de trabajar con directoras mujeres alimentó mucho esa parte, me hizo ser muy consciente los derechos que nos faltaban.
P. ¿Podría señalar exactamente en qué es diferente trabajar con un director que con una directora?
R. Un director hace una película para narrar una experiencia. Si es una directora, en general tiene que ver con la vida de una mujer. Hay directores, hombres, que observan de forma súper sensible e interesante el universo femenino. Y, paradójicamente, hay mujeres que no. O sea que creo que el tema del feminismo no es una cuestión de género, sino más bien de ideología. Lo que sí está claro es que algunos roles en la industria históricamente han sido otorgados a hombres y otros a mujeres y eso está cambiando, cosa que me alegra muchísimo porque me importa mucho que se respeten los cupos. Luego, cuando una mujer con ideología feminista cuenta una historia de una mujer, claramente hay una perspectiva de género incorporada que a mí me hace sentir mucho más representada. Pero a veces sucede que el personaje no es precisamente una heroína feminista, como pasaba en La Ciénaga, por ejemplo.
P. Usted ha dicho que nunca juzga a sus personajes. ¿En qué momento empieza a juzgar el guion?
R. ¡Desde el primero momento! Pongo toda la atención a qué están contado, cuál es subtexto, el mensaje. A los personajes por supuesto no los juzgo porque si no no podría actuar. A mí me gusta interpretar a personajes que hacen cosas muy diferentes a las que yo haría. Eso me lleva a revelaciones y me provoca algo que para mí es precioso: destruir prejuicios.
P. Dígame un personaje que le hiciese derribar un prejuicio…
R. La mujer que interpretaba en Araña. Yo pensaba que una mujer que actuaba como ella carecía de afecto, pero cuando me puse en su piel vi que yo tenía mucho de eso y me apiadé de ella, cosa que no hago muy habitualmente…
P. O sea, que no suele ser compasiva. ¿Es muy dura con sus hijas?
R. Yo he sido muy exigente conmigo misma y tardé en darme cuenta de que esa misma vara la pongo con los que me rodean. Entonces he aprendido a ser más piadosa conmigo y con los demás….
P. Ha contado que en su primer parto habló tres idiomas que no conocía: inglés, francés y esperanto. ¿Es verdad o exageraba?
R. Fue hace mucho, imagínate que mi hija ya tiene cerca de 40… pero parece ser que sí, me quedé inconsciente por unos minutos y cuando empecé a volver en mí y me hacían las típicas preguntas para evaluar mi grado de consciencia, empecé a contestar en esos idiomas. Unos días después se formó una especie de congreso médico en torno a mí y preguntaron: “¿Usted ve muchas películas de ciencia ficción?” [risas].
P. La sororidad con amigas es una cuestión de voluntad, pero quizá con los hijos es más complicada. ¿Ha competido alguna vez con sus propias hijas?
R. No, porque cuando ellas decidieron hacer este trabajo de actrices, directoras, escritoras, yo ya había meditado mucho sobre este tema de la competencia con las actrices, que padecí mucho en mi juventud. De hecho, puse en marcha una obra de teatro, Amor, dolor, y qué me pongo, en la que elegí trabajar con una actriz que había sido una referencia para mí; otra con la que había competido durante mucho tiempo porque era de mi edad; mi propia hija, y una directora a cuyas órdenes había estado y a la que usé como un laboratorio para ponerme en el lugar de las otras. Me retó y me liberé y nunca más volví a sentir ese sentimiento porque me di cuenta de que hay algo muy amoroso que me une a ellas.
P. ¿Es usted una persona que le tenga miedo a la vejez?
R. No le tengo miedo a la vejez, sino a cómo administrar la mía. No me preocupa ser vieja, sino convertirme en una vieja de mierda. He tenido mucho contacto con ancianos y he visto que los hay de todos los estilos: los hay con un mundo interior que los hace estar felices aún con sus limitaciones y también los hay que están amargados por el paso del tiempo y las limitaciones que trae. Esto es lo que considero yo ser una vieja de mierda [risas].