Picasso, de inmigrante vigilado a gloria de Francia
Un libro y una exposición en París explican cómo el artista del ‘Guernica’ fue considerado durante décadas un extranjero sospechoso en el país que acabaría adoptándolo
Podría parecer un caso flagrante de apropiación cultural cuando esa expresión no era de uso corriente: la historia de cómo el artista español Pablo Ruiz Picasso (1881-1973) acabó convirtiéndose en una de las mayores glorias artísticas de Francia.
En realidad, todo fue más complicado. Durante décadas, desde que el genio malagueño llegó por primera vez a París al inicio del siglo XX, las autoridades le trataron como un inmigrante peligroso, se le sometió a vi...
Podría parecer un caso flagrante de apropiación cultural cuando esa expresión no era de uso corriente: la historia de cómo el artista español Pablo Ruiz Picasso (1881-1973) acabó convirtiéndose en una de las mayores glorias artísticas de Francia.
En realidad, todo fue más complicado. Durante décadas, desde que el genio malagueño llegó por primera vez a París al inicio del siglo XX, las autoridades le trataron como un inmigrante peligroso, se le sometió a vigilancia policial, se le abrió un fichero de sospechosos y nunca, hasta su muerte, dejó de ser español. La única vez que solicitó la nacionalidad francesa fue en 1940, en vísperas de la ocupación nazi de Francia. Se le denegó. Después de la Segunda Guerra Mundial, Francia multiplicó los esfuerzos para reconciliarse con el creador de Las señoritas de Aviñón y del Guernica, pero al viejo pintor ya no le interesaba por entonces ser francés.
“Francia recuperó a Picasso en el último minuto”, resume la historiadora Annie Cohen-Solal, autora del monumental Un étranger nommé Picasso (Un extranjero llamado Picasso, publicado en francés por la editorial Fayard) y comisaria de la exposición Picasso, étranger (Picasso, extranjero), que este jueves se inauguró en el Museo de la Historia de la Inmigración. “Se creó en 1985 el Museo Picasso en pleno París, un museo que borra todo lo que había sucedido antes”.
Lo sucedido antes es el núcleo del libro y de la exposición: la peripecia de Picasso como extranjero e inmigrante en Francia. Documentos administrativos y obras plásticas explican y contextualizan su relación con el país en el que residió durante toda su vida adulta, pero que, como demuestra Cohen-Solal, solo al final lo aceptó y quiso adoptarlo plenamente.
La exposición y el libro, aunque en apariencia traten del pasado, hablan indirectamente de la Francia actual, desgarrada por debates sobre la identidad y en la que la extrema derecha cuenta con un apoyo electoral sólido. El discurso contra los inmigrantes olvida a menudo que Francia no sería lo que es sin ellos y que algunas de sus máximas figuras artísticas, científicas o literarias, hoy motivo de orgullo patriótico, nacieron en el extranjero. “Francia es un país de inmigración, tanto como Estados Unidos, pero la inmigración no está presente en el relato nacional francés como lo está en el estadounidense”, reflexiona el historiador Pap Ndiaye, director del Museo la Historia de la Inmigración.
Tres fechas marcan la historia de Picasso y Francia. La primera es el 18 de junio de 1901. Picasso, que tiene su base en Barcelona, todavía no se ha instalado definitivamente en París, aunque ha pasado temporadas en la ciudad. La galería Vollard le dedica una exposición. Una noticia en el diario Le Journal sobre la exposición alerta al comisario Rouquier, que en la fecha citada le abre su primer expediente: una carpeta roja con un informe que, vistas sus amistades con catalanes afincados en Montmartre que le habían acogido, y los temas truculentos de sus cuadros, concluye: “Hay motivos para considerarlo como anarquista”.
Cohen-Solal comenta: “Los anarquistas y los catalanes dieron a Picasso las llaves de París, pero le metieron en una trampa: este informe le perseguirá toda su vida y se alimentará de nuevos informes cada vez que su nombre aparezca en la prensa”. La historiadora añade: “Hay tres motivos por los que era sospechoso: uno, es extranjero; dos, se le considera anarquista; y tres, es vanguardista en una Francia a la que horroriza la vanguardia porque en Francia manda la Academia de las Bellas Artes, la más tradicional de Europa”.
La segunda fecha clave para Picasso en Francia en el 3 de abril de 1940. Ese día, Picasso firma, con su caligrafía característica, una demanda para nacionalizarse francés. Ya es una celebridad, el gran artista del siglo XX, consagrado en París y en Nueva York, un multimillonario comprometido con la República española y el antifascismo, un clásico vivo. Y cuenta con el aval de influyentes personalidades francesas. En vano. En un informe de cuatro páginas, Émile Chevalier, inspector general adjunto de la Prefectura de la Policía, recoge la falsa acusación de anarquismo del informe de 1901, la adereza con otros rumores y maledicencias, y concluye: “Este extranjero no tiene ningún título para obtener la naturalización; por otra parte, y después de lo dicho, se le debe considerar como sospechoso desde el punto de vista nacional”.
¿Por qué Picasso quiere ser francés? “Lo que le interesaba”, responde Cohen-Solal, “no era ser francés, sino tener derechos en un momento preciso: el del arte degenerado en Alemania, Franco en España y los nazis que llegaba a Francia. Temía acabar como García Lorca, una víctima expiatoria. A él le daban igual las nacionalidades: antes que nadie había entendido que su patria era el mundo, pertenecía a la esfera del Mediterráneo, dialogaba con los artes de todos los tiempos”.
Unas semanas después de ver denegada la nacionalidad francesa, la Alemania nazi conquistó París. Durante cuatro años Francia estuvo ocupada, el inspector Chevalier ocupó cargos de responsabilidad en la administración colaboracionista de Vichy y Picasso... siguió pintando. En octubre de 1944, tras la liberación, encontró una patria: el Partido Comunista. Y en 1947 donó diez cuadros a los museos franceses, que hasta entonces le habían ignorado. “Hoy cesa el divorcio entre Francia y el genio”, celebró Georges Salles, director de los Museos de Francia. En 1948, el Gobierno le concedió una tarjeta de residente privilegiado “en razón de la personalidad del interesado”.
El paria de 1901 sometido a vigilancia se había convertido “en un VIP”, se lee en el catálogo. Cohen-Solal recuerda que en 1958 Francia le ofreció la nacionalidad: la rechazó. Diez años después, la Legión de honor: también la rechazó. No asistió a la gran exposición que le dedicó el Grand Palais de París en 1966. Ni a la exposición que le dedicó el Louvre en 1971 ―era el primer artista vivo en disfrutar de este honor― y que ahora se conmemora con una muestra en la sede del Louvre en Lens, en el norte de Francia.
Era una operación de seducción en toda regla orquestada ente otros por el escritor André Malraux, autor de La condición humana y entonces ministro de Cultura. Fue Malraux quien promovió en 1968 la ley que permitía sufragar los derechos sucesorios con el donativo de obras artísticas al Estado. “Se hizo para Picasso, y su donación fue su obra”, recuerda Cohen-Solal. “Y gracias a esto, Francia consiguió la herencia de Picasso”.
Picasso, aunque ya tenía su museo en Barcelona, era por fin un artista de Francia. “Para mí era una especie de patrimonio francés, muy franco-francés”, confiesa en el catálogo Benjamin Stora, exdirector del Museo de la Inmigración e impulsor de la exposición. “Al informarme más tarde, me dije: ‘¡No es posible! ¡El más célebre de los pintores franceses no es francés!”.