El rockero impasible
Charlie Watts, que ha muerto a los 80 años, se convirtió en un dandi del rock, en el anciano apacible que venía del abismo
Todos los que hemos amado a los Rolling Stones estamos de luto. Ya presentíamos que algo iba mal, pues Charlie Watts (que ha muerto este martes a los 80 años) quedó fuera de la actual gira del grupo, y eso era muy raro. Watts estuvo allí desde el principio, estuvo allí desde 1963, eso es importante. Porque ahora ya solo nos quedan dos: Mick Jagger y Keith Richards. Se nos han ido muriendo todos. Unos demasiado pronto, como Keith Moon, Jim Morrison, ...
Todos los que hemos amado a los Rolling Stones estamos de luto. Ya presentíamos que algo iba mal, pues Charlie Watts (que ha muerto este martes a los 80 años) quedó fuera de la actual gira del grupo, y eso era muy raro. Watts estuvo allí desde el principio, estuvo allí desde 1963, eso es importante. Porque ahora ya solo nos quedan dos: Mick Jagger y Keith Richards. Se nos han ido muriendo todos. Unos demasiado pronto, como Keith Moon, Jim Morrison, Janes Joplin o Brian Jones. Otros, antes de la ancianidad, como Lou Reed o David Bowie. Y ahora en la edad octogenaria se va Charlie.
Pensábamos que le tocaba primero a Keith Richards, pero la naturaleza es caprichosa. Charlie Watts era el baterista impasible, era el centro gravitatorio de la puesta en escena de los Stones. Cada uno escogió una forma rockera de envejecer. Mick Jagger eligió la no aceptación del paso del tiempo, la negación de la edad. Y se convirtió en un atleta septuagenario. Keith Richards optó por el envejecimiento histriónico del hippy, el gesto irreductible del rebelde profesional, con un sentido del humor legendario. Richards, pues, se convirtió en el viejo golfo, enloquecido y pasado de todo. He de confesar que yo a Ronnie Wood nunca me lo he creído del todo. Siempre me pareció un apaño de Jagger para disimular la misteriosa ausencia y muerte de Brian Jones.
Y la manera de aceptar el tiempo que sedujo a Charlie Watts fue la moderación, la elegancia, la serenidad, la discreción. Eligió no teñirse el pelo. Admitió las canas, y eso es mucho admitir para un héroe del rock. ¿Qué haríamos con un Jagger canoso? Se convirtió, al fin, en el baterista impasible. Creó su propio estilo, su marca, su diferencia con respecto a los dos saltarines contumaces. Lo veíamos y pensábamos esto: ha vivido tanto, ha visto tantas cosas que se ha convertido en un monumento en vida, en un faro inalterable y mudo, en una estatua. No necesitaba saltar ni agitarse ni turbarse ni exhibir la entrada del rock en su cuerpo. Y con esa actitud daba verosimilitud a los acaloramientos y a las fantasías teatrales de Jagger y Richards. Esos tres hombres llevan 60 años de amistad. ¿Siguen siendo amigos? ¿Qué habrán sentido Mick Jagger y Keith Richards al saber de la muerte de Watts?
Se va hundiendo una época. Se va desintegrando una filosofía. Porque el rock que nació en los años sesenta del siglo pasado no era solo música, era una forma de estar en el mundo, que ya no está vigente. Lo más grande del rock era su ausencia de miedo. Los rockeros nunca tenían miedo. Los Stones eran el triunfo de una juventud sin miedo a perder el trabajo, sin miedo a quedarse sin nada, sin miedo al fracaso, sin miedo a la vida sin límite, sin miedo a las drogas, sin miedo al sexo, sin miedo a la policía, sin miedo a la autoridad, sin miedo a la destrucción. Y Watts, que venía de allí, de ese lugar maravilloso de la cultura popular en donde no había miedo, sino unas ganas despiadadas de comerse la vida, se convirtió en un dandi del rock, en el anciano apacible que venía del abismo.