Muelle, la firma que cambió la historia del grafiti en España, sale a subasta
El legado del madrileño Juan Carlos Argüello, uno de los pioneros del arte urbano en los ochenta, vive un proceso de reivindicación artística. Este miércoles salen a la venta una quincena de sus obras
Artista urbano, grafitero o escritor. Roquero. Madrileño del popular barrio de Campamento. Adolescente y joven en plena Movida madrileña. Muelle, es decir, Juan Carlos Argüello (1965-1995), dejó su firma por todo Madrid en los ochenta y principios de los noventa. Solo necesitó 10 años y unos cuantos muros de la ciudad para formar parte de la historia de lo que ahora se conoce como arte urbano y que en aquel momento era un incipiente y prometedor movimiento liderado por chavales con rotuladores ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Artista urbano, grafitero o escritor. Roquero. Madrileño del popular barrio de Campamento. Adolescente y joven en plena Movida madrileña. Muelle, es decir, Juan Carlos Argüello (1965-1995), dejó su firma por todo Madrid en los ochenta y principios de los noventa. Solo necesitó 10 años y unos cuantos muros de la ciudad para formar parte de la historia de lo que ahora se conoce como arte urbano y que en aquel momento era un incipiente y prometedor movimiento liderado por chavales con rotuladores y esprays. Con 29 años murió de cáncer. Apenas se conserva una parte de su legado que, sin embargo, perdura en la memoria de los que intentaron ponerle color, vanguardia y rebeldía a una España que despertaba del blanco y negro de la dictadura. Parte de su recuerdo revive ahora en la subasta de su obra que la casa Durán celebra este miércoles. En 2014 hubo una subasta de piezas de artistas como Suso33, pero en este caso la entrada de un grafitero en una casa de ventas tradicional se convierte en un evento singular.
Muelle empezó con un rotulador. Pintaba el nombre de su grupo de música, Salida de emergencia, del que era baterista. Luego siguió por su firma, el apodo que le habían puesto en el barrio después de que tuneara su bici con un muelle gigante de amortiguador. Practicaba en casa, boceto tras boceto. A sus padres no les hacía mucha gracia que su hijo mayor se dedicara al arte, recuerda su hermano Fernando, que custodia su legado. Del cuarto pasó a los muros de Campamento. Y cuando el barrio se le quedó pequeño, siguió por el resto de la ciudad. Probaba y mejoraba el pulso porque entonces los esprays eran mucho más rudimentarios que ahora. “No estudió nada relacionado con el arte ni se fijaba en nadie”, explica su hermano.
Eran los inicios de los años ochenta. Muelle y otros jóvenes, como Rafita, Fer, Tifón (firma del actor Daniel Guzmán) o Bleck, la Rata, comenzaron un camino que los convirtió en “pioneros del writing o getting up de las firmas en España. Nada de arte urbano como se entendía a inicios de 2000 o actualmente”, dice Fernando Figueroa, doctor en Historia del Arte y uno de los defensores de que la obra de Muelle se proteja como bien de interés cultural.
Daniel Guzmán llevaba dos pintando cuando, con 16, conoció a Muelle en persona: “Cuando había una pieza suya nueva, se corría la voz y ahí iba a verla y admirarla”. El actor y cineasta fue a su casa para que le hiciera una camiseta, como tantos otros que esperaban en su portal a que saliera y les firmara algo. “Era todo un misterio, nadie o muy poca gente le había visto pintar. Era el referente, el precursor de todo”, explica Guzmán sobre un artista que mostró su rostro en muy pocas ocasiones.
Las calles eran su marketing, decía Muelle. “El verdadero valor de su obra radicaba en la proyección de sus firmas y piezas sobre el territorio, consideradas en clave de grafiti no en clave de pintura o diseño contemporáneo”, explica Figueroa. “Muchas veces no es una cuestión de cantidad, sino de ubicarlas bien, que luzcan donde las vea el mayor número posible de gente”, aseguró el artista. Pintaba en lugares abandonados, vallas publicitarias, obras… No necesitó marcar trenes ni propiedades privadas para convertirse en símbolo. Tenía una ética que sirvió de manual para otros jóvenes. “Porque sí. Es una forma de comunicar, de decir. Es mi filosofía”, dejó dicho. Guzmán destaca esa filosofía en “su diseño, su trazo, los grosores y los volúmenes, el acabado, el lugar elegido, la cantidad de obras. Era todo una liturgia y un acontecimiento” que empezaba cuando le veían pasar con su vespino y su maleta llena de esprays. El cineasta recuerda con especial cariño el documental Mi firma en las paredes, emitido en TVE en 1990. “Fue todo un acontecimiento, los periódicos hablando de nuestras piezas cargadas de símbolos, mensajes contestatarios”.
Firma protegida
Su firma quedó protegida en 1985 en el Registro de Patentes y Marcas para evitar plagios. Pasó a ser la palabra “muelle” subrayada con el símbolo del muelle terminado en flecha y una R de registro. El artista no solo quería evitar las copias, tampoco quería que su trabajo se explotara comercialmente. O por lo menos, no sin su consentimiento. El Ayuntamiento de Madrid la incluyó en un cartel publicitario, y Muelle denunció. Recibió una oferta de una marca de colchones (cinco millones de pesetas de entonces, suficientes para comprar una casa en Campamento, como le dijo su madre) y la rechazó. “Mamá, lo que hago no tiene precio”, le contestó.
Posteriormente, participó en ARCO con la galería Estiarte y una de sus obras se colgó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. “No prosperó porque su aportación no cumplía los estándares mínimos de una obra artística. El valor cultural de su trabajo sobre lienzo o papel radica fundamentalmente en que es un testimonio de su proceso de investigación gráfica o crecimiento personal o como objeto histórico”, opina Figueroa. Su estilo callejero se conocía como estilo logotipo o flechero y para entonces ya se usaba en las calles de Nueva York, aunque su familia siempre ha defendido que él desconocía este movimiento. “Sus primeros pinitos pueden considerarse independientes, pero no ignoraba que algo estaba pasando en Nueva York, aunque fuera fragmentariamente”, afirma, por el contrario, Figueroa.
Ahora, cuando Durán va a subastar 15 de sus obras, algunas firmas y otras piezas más grandes, con un precio de salida de entre los 1.500 y 6.000 euros, surge la duda de si Muelle estaría de acuerdo. Su hermano Fernando cree que puede ser el paso previo para que se organice una exposición o para que el trabajo de Juan Carlos acabe en un museo. Figueroa muestra más reticencias: “Es una pena que la familia haya llegado a este extremo cuando veló celosamente durante tantos años por evitar la disgregación o mercantilización de su legado. Posiblemente, haya una necesidad imperiosa que justifique este cambio de actitud o haya sucumbido a los cantos de sirena de gente con visión comercial que promete una promoción de la figura de Muelle a cambio de pequeños sacrificios”.
Muelle solía decir: “La que es famosa es mi marca, no mi persona”. Así se lo espetó al fiscal después de ser detenido en 1987 —no fue la única vez que lo arrestaron— por pintar en la peana del Oso y el Madroño, en Madrid. Su pretensión, dijo, era hacer “una multinacional del grafiti. Se puede enfocar culturalmente, aunque en realidad es una marca, y esto puede convertirse en lo que yo llamo una historia carismática”. Figueroa considera que Muelle aspiraba a “crear una especie de Factory a lo Warhol o de Pop Shop a lo Haring en torno a su firma, pero sin venderse a terceros”.
En 1992 dejó de pintar. Consideró que su trabajo estaba agotado y volvió a la música. Para ese momento, sus firmas, de las que se conservan unas pocas en Madrid, aunque salieran de la capital y llegaran hasta París, ya eran un símbolo que aún hoy pervive en la calle Montera, de 1988, en el Café Populart, en el bar La Mancha, en el Círculo de Bellas Artes, en una zapatería del Mercado Barceló y en locales de ensayo de la calle Tablada. Murió tres años después. “Da mucha rabia que alguien como él, con tanto talento y con su personalidad, se fuera tan joven”, concluye Guzmán.
Los inicios del grafiti en España: historias de la periferia
Johann Wolfgang von Goethe tiene algo en común con los grafiteros. El autor estaba enamorado de su nombre ―según confesó en Poesía y verdad― y reconoció que, como suelen hacer los jóvenes, lo escribía en todas partes. Las pintadas han evolucionado desde aquel lejano siglo XVIII, y las ciudades han quedado impregnadas de diversos motes y alias. Por eso, la filósofa Gabriela Berti quiso remontarse a los inicios de este arte urbano, en los años ochenta, en su libro Pioneros del grafiti en España, publicado en 2009 por la Universidad Politécnica de Valencia. En estos comienzos, aunque Madrid era relevante, formaba parte del “triángulo de oro”, constituido también por Barcelona y Alicante, según redactó la autora en su blog. De ahí surgen Kapi, Fase, Musa, en Cataluña; o Loco13 y Tom Rock, en la Comunidad Valenciana. A partir de ahí se generó un gran impulso al desarrollo del grafiti en otras ciudades: Freeze Rockers en Sevilla, Zippo en Zaragoza, Nase y Ova en Palma de Mallorca o Crudel en Lleida.
Al grafitero Kapi le pusieron el mote en 1984, cuando comenzó a bailar break dance. Después llegó un libro, Subway Art, gracias al que comprendió que el grafiti iba “más allá de las películas”. En 1986 comenzó a crear su identidad como único mensaje: “Lo que pinto ‘soy yo’. No tengo que decirlo, simplemente lo soy”.
En un documental dirigido también por Berti, Spanish grafiti. Old School, Kapi cuenta que los grafitis seguirán mientras haya gente que quiera expresarse y que se aburra viendo la tele. También da su testimonio Loco13, que reconoce que el género bebe mucho del hip hop y rememora que por aquel entonces no había mucha información y que los artistas de Alicante ahorraban para desplazarse a Madrid y Barcelona para difundir sus creaciones.
Por CLAUDIA VILA