Mi amigo, mi hermano, adiós Paco
Era tan exigente que pensaba que en el oficio de poeta, aunque se quiera, nunca se llega a cumplir del todo con el deber
Paco Brines fue para mí un amigo, un hermano. Y cuando lo llamaron para decirle que le habían otorgado el Premio Cervantes por toda su obra recordaría la satisfacción con que su padre recibió un día ya lejano la noticia de aquel premio Adonais primero, que le confirmaba, desd...
Paco Brines fue para mí un amigo, un hermano. Y cuando lo llamaron para decirle que le habían otorgado el Premio Cervantes por toda su obra recordaría la satisfacción con que su padre recibió un día ya lejano la noticia de aquel premio Adonais primero, que le confirmaba, desde su desconocimiento de la poesía, que su hijo no perdía el tiempo en versos.
Hoy se nos ha ido tristemente, dolorosamente.
Le fue dado al padre seguir discretamente los pasos del hijo poeta hasta ser una figura determinante de su generación del 50. Sin embargo, le faltó tiempo para asistir al reconocimiento público de su vástago como uno de los grandes poetas españoles.
Francisco Brines era tan exigente que pensaba que en el oficio de poeta, aunque se quiera, nunca se llega a cumplir del todo con el deber. Los felices seremos sus amigos, y eso, a lo mejor, sí habría conseguido hacerlo feliz.
Él consiguió, no obstante, abundar en los ejemplos de sobriedad y modestia que rigieron su vida. No perseguía otra cosa, sin embargo, que la necesidad de que su padre contara con un certificado que no se expende en las universidades: el que acredita el don de la poesía.
Apenas se habla en todo caso sobre esa utilidad —íntima, doméstica— de los premios y no será el pudoroso Brines el que cuente ahora que, al ser reconocida su obra completa, algo de este premio pertenece a la memoria de José Brines y a María Bañó, su madre, o que los premios traen con su halago cierta melancolía: en este caso, el recuerdo de aquellos que con él compartieron la felicidad de una casa a la que siempre volvió.
Pero en medio de una hermosa extensión de naranjos, en la cercanía del mar, bajo un cielo generalmente límpido, allí donde Gregorio Mayans viera también la luz primera, en el municipio de Oliva, hay un lugar que se llama Elca y una antigua casona que se remoza ahora para llenarse de libros y que el poeta retorne a su lugar en el mundo, donde descubrió la sensualidad, donde la vida se le mostró en todo su esplendor.
Cuánto te he querido, Paco, desde el Madrid en el que vivimos tantos años y en la tierra valenciana en la que me has acogido y en la que hemos vivido. Adiós, querido.