Encuentro en la cumbre en el Auditorio Nacional

El Cuarteto Belcea y el violista Amihai Grosz unen fuerzas en un extraordinario concierto

El Cuarteto Belcea con el violista Amihai Grosz (en el centro).Elvira Megías / CNDM

Los cuartetos de cuerda esconden un mecanismo de precisión extremadamente complejo, lo que se traduce en que el más mínimo cambio en su estructura cuatripartita tiene las consecuencias de un auténtico terremoto. El Cuarteto Belcea ha sobrevivido ya a tres seísmos, a pesar de lo cual no ha perdido nunca su posición de privilegio en la aristocracia de la considerada unánimemente —por repertorio y por tradición interpretativa— la formación camerística por antonomasia. Fundado en 1994 por cuatro est...

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Los cuartetos de cuerda esconden un mecanismo de precisión extremadamente complejo, lo que se traduce en que el más mínimo cambio en su estructura cuatripartita tiene las consecuencias de un auténtico terremoto. El Cuarteto Belcea ha sobrevivido ya a tres seísmos, a pesar de lo cual no ha perdido nunca su posición de privilegio en la aristocracia de la considerada unánimemente —por repertorio y por tradición interpretativa— la formación camerística por antonomasia. Fundado en 1994 por cuatro estudiantes del Royal College of Music londinense, de la formación inicial quedan tan solo Corina Belcea, primer violín, y el violista Krzysztof Chorzelski. El segundo violín, Axel Schacher, llegó en 2010 y cuatro años antes se había incorporado el violonchelista francés Antoine Lederlin, ambos miembros a su vez de la Orquesta Sinfónica de Basilea (y los ingresos externos, aunque pueda parecer paradójico, sirven para prolongar y dar tranquilidad a la vida de un cuarteto). Esta última década de estabilidad ha llevado al grupo a lo más alto, ha internacionalizado su personalidad y cuesta pensar que exista en la actualidad un cuarteto más completo, en cualesquiera repertorios, o que sea capaz de atesorar un arsenal de recursos técnicos y musicales como el que luce el Belcea en todos y cada uno sus conciertos: nadie recordará haberles oído un solo concierto en el que no tocaran al más alto nivel.

Liceo de Cámara XXI

Mendelssohn: Quinteto op. 87. Phibbs: Cuarteto núm. 3. Brahms: Quinteto op. 111. Cuarteto Belcea. Amihai Grosz (viola). Auditorio Nacional, 22 de abril.

Que la violinista rumana haya permanecido siempre al frente del grupo, prestándole su apellido, en la mejor tradición centroeuropea, ha sido también garantía de uniformidad. Belcea es el primer violín soñado para cualquier cuarteto de cuerda: segurísima, de afinación impecable, dejando tocar a su alrededor a la vez que impone su inmensa autoridad, comedida en sus maneras al tiempo que imaginativa en lo conceptual, es ella, junto con la viola sobria y firme de Krzysztof Chorzelski, quien empuña, no siempre de manera claramente perceptible, el timón del cuarteto. Lederlin, la pareja de Belcea en la vida real, es un instrumentista de enorme clase, en la mejor tradición violonchelística francesa, y Axel Schacher pertenece a esa estirpe de segundos violines (Gerhard Schulz, Kikuei Ikeda, Károly Schranz, Heime Müller o Daniel Sepec son algunos de sus mejores representantes) que, con un alarde de discreción, han sido otro baluarte invisible de sus distintos grupos, prolongación y complemento de sus respectivos primeros violines.

Muy proclives a tocar con otros colegas (acaban de grabar en Viena los dos Sextetos de Brahms con Tabea Zimmermann y Jean-Guihen Queyras, nada menos), en su última visita a Madrid han venido acompañados por Amihai Grosz, solista de viola de los Berliner Philharmoniker y miembro fundador en su día del Cuarteto de Jerusalén. Quien observara atentamente sus evoluciones en la Sala de Cámara del Auditorio Nacional el pasado jueves repararía no sólo en la técnica tan extraordinariamente diferente con que tocan él y Chorzelski, sino también en el tamaño tan dispar de sus instrumentos: la viola construida por Gasparo da Salò que toca el israelí parece casi la hermana mayor del no menos extraordinario instrumento de Nicola Amati que toca el polaco, que tuvo el detalle de cederle la parte de primera viola en el Quinteto op. 111 de Johannes Brahms, la auténtica joya del programa.

El concierto se abrió con otro Quinteto, el op. 87 de Mendelssohn, una obra tardía, de 1845, con tendencia a la escritura de una densidad casi orquestal, y en la que destaca claramente por su originalidad armónica y estructural el Adagio e lento, que muestra al final claras reminiscencias del último Schubert, ya que el resto de los movimientos, y especialmente el último, pecan de un exceso de formalismo, con más oficio y dominio de los procedimientos clásicos que auténtica inspiración. Los grandes intérpretes saben extraer todo el potencial de cada obra, aunque no sean perfectas, y esto es exactamente lo que hizo el Belcea, con un equilibrio siempre perfecto entre las voces, una plasmación armónica impecable de melodía y acompañamiento, una planificación constante de los diferentes bloques instrumentales (la incorporación de la segunda viola multiplica las posibles combinaciones a izquierda y a derecha, por así decirlo) y una afinación en la que es imposible encontrar un solo momento dubitativo.

El Cuarteto Belcea durante la interpretación del Cuarteto núm. 3 de Joseph Phibbs.Elvira Megías / CNDM

Ya en solitario, los cuatro integrantes del Belcea tocaron el Cuarteto núm. 3 de Joseph Phibbs, una primicia en nuestro país que ellos mismos estrenaron en el Zankel Hall de Nueva York en 2018 y al comienzo de cuya partitura aparece como dedicatario. Discípulo de Steven Stucky y Harrison Birtwistle, su música es mucho más deudora de la estética muy asequible del estadounidense que de las enormes complejidades del británico. Tras una breve introducción, el primer movimiento, Illuminations, está dedicado, de hecho, a la memoria de Stucky. Música de fácil digestión, que acusa múltiples influencias (Debussy y Bartók son las más persistentes), la obra de Phibbs bebe de muchos procedimientos clásicos de la escritura cuartetística (unísonos, tremolandi, pasajes fugados, melodía sobre un fondo de pizzicati) y muestra a veces dejos de banda sonora, con indicaciones tan peculiares en la partitura como “with wild abandon (quasi improvisando)” (compás 264), deja muy escasa huella en la memoria, y apenas sería nula de no ser por la interpretación convencida y convincente que escuchamos, con momentos realmente logrados, como la pseudocadencia de Corina Belcea al final del tercer movimiento, los resonantes armónicos en pizzicato de viola y violonchelo al comienzo del cuarto, o el magnífico solo de Chorzelski en el arranque del breve e insulso quinto, en este caso sobre los armónicos del primer violín.

El Quinteto op. 111 de Brahms fue, sin duda, el plato fuerte del programa. Para quien guste de la sonoridad de los instrumentos de cuerda, el comienzo del Allegro non troppo inicial es un verdadero banquete sonoro, con un violonchelo que, aun estando en franca minoría, eleva su canto sobre el tropel de semicorcheas de violines y violas. Las texturas van modificándose en el curso de los movimientos y en el posterior Adagio, cargado de nostalgia, es la primera viola (extraordinario y contenido Amihai Grosz) quien entona su mórbido tema levemente arropada por sus compañeros. El tercer movimiento, en modo menor, nos presenta al Brahms esencial, despojado de cuanto han criticado sus detractores y cargado de sus mejores armas: una magistral escritura instrumental y un despliegue de esa inventiva rítmica que causó, con razón, el asombro de Schönberg. El modo en que Brahms trata el dejo húngaro del Vivace final revela bien a las claras que la extraversión de sus tiempos juveniles ya había quedado definitivamente atrás. La obra fue estrenada en Viena el 11 de noviembre de 1890 por el Cuarteto Rosé, la misma agrupación que ofrecería años después la primera audición de obras como el Cuarteto núm. 2 de Schönberg o los Cinco Movimientos op. 5 de Webern: uno de los muchos engarces anecdóticos, pero significativos, que colocan a Brahms en el umbral de la música de nuestro siglo.

El Cuarteto Belcea y Amihai Grosz tras tocar el último acorde de Sol mayor del Quinteto op. 111 de Johannes Brahms.Elvira Megías / CNDM

El Belcea y su ilustre invitado plasmaron el Quinteto op. 111 como lo que realmente es: un constante estudio de texturas, verdaderamente orquestales en el grandioso comienzo de la obra y de una delicada densidad en los dos movimientos centrales en modo menor. Debió de ser la larga duración del concierto (las tres obras se tocaron sin intermedio), lo que animó al Belcea, siempre muy respetuoso en ese sentido, a prescindir de la repetición de la exposición del primer movimiento, tocado realmente de un solo trazo y manteniendo el impulso inicial de principio a fin. El planteamiento dinámico del movimiento lento, y su sentido arquitectónico, fueron de nuevo modélicos, aunque sí asomó una mayor originalidad en el tempo elegido para el tercero, Un poco Allegretto, bastante más lento de lo que suele ser habitual. El movimiento húngaro final, de nuevo con dislocaciones rítmicas marca de la casa, fue el cierre ideal de un concierto extenso, exigentísimo para los instrumentistas y disfrutado por el público siempre atento y cultivado de la serie camerística del Centro Nacional de Difusión Musical. Solo un molesto zumbido que parecía proceder de lo alto de la sala, claramente perceptible en los momentos de mayor silencio, perturbó el que fue uno de los mejores conciertos que se han escuchado en Madrid en los últimos meses. Sin uno solo de los divismos, los caprichos y las excentricidades que habían protagonizado el día antes en la Sala Sinfónica Teodor Currentzis y su orquesta musicAeterna.

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