Y Hollywood todavía se arriesgaba
Un nuevo libro profundiza en el rodaje de ‘Chinatown’, la obra maestra de Roman Polanski
Seguramente conocen esa teoría que caracteriza el llamado Nuevo Hollywood de los setenta como la última etapa dorada del cine made in USA. Ahí podría encajar El gran adiós, de Sam Wasson (Es Pop Ediciones), crónica de lo que hubo antes, durante y después del rodaje de Chinatown (1974), de Roman Polanski; el tópico...
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Seguramente conocen esa teoría que caracteriza el llamado Nuevo Hollywood de los setenta como la última etapa dorada del cine made in USA. Ahí podría encajar El gran adiós, de Sam Wasson (Es Pop Ediciones), crónica de lo que hubo antes, durante y después del rodaje de Chinatown (1974), de Roman Polanski; el tópico insiste en que está basada en “el mejor guion de la historia del cine”.
El origen: la ira del guionista, Robert Towne, al descubrir los chanchullos del suministro de agua a Los Ángeles, una región extraordinariamente seca. Aunque parezca un asunto meramente histórico, tiene vigencia: el actual boom agrícola del sur de California se basa en el escamoteo de recursos hidrográficos ajenos y el vaciado de acuíferos profundos.
Sin embargo, Polanski deseaba enfatizar el tumor oculto: el incesto redondeaba el perfil del villano en la sombra, Noah Cross. Un malo tan perfecto que sería presencia recurrente en Sospechosos (Random House Mondadori), aquel colosal ejercicio de David Thomson que desarrollaba las biografías de grandes personajes de Hollywood más allá del celuloide: en ese universo alternativo, Cross fue amante de la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses y protector de la Vivian de El sueño eterno.
Cross fue encarnado por un magnético John Huston, aquí retratado como alguien insensible, capaz de humillar a su hija Anjelica en su afán por desarrollar vínculos de machote con su novio, Jack Nicholson. El gancho en taquilla y el sentido de la lealtad de Nicholson explican que se hiciera Chinatown, con la complicidad del productor Robert Evans. De hecho, ese espíritu de club masculino parece haberse contagiado al rodaje: los testigos describen a Faye Dunaway como una arpía, una diva arrogante… y así queda. La excusa de Wasson: para contar su versión de lo ocurrido, Dunaway quería cobrar.
Sí cuelan las coartadas de otros implicados. Y no se califica la horrible actuación de Evans con Philip Lambro, encargado por Polanski de la banda sonora, donde se usa el lenguaje de la música contemporánea. El productor engatusa a Lambro para que añada nuevas partituras a la vez que encarga secretamente al veterano Jerry Goldsmith una más convencional, que es la que finalmente se usa. Polanski ya está a otras cosas y no defiende a su colaborador.
El compás moral de los implicados no parece funcionar. Nicholson envidia la libertad de sus vecinos rockeros de Laurel Canyon y tolera implícitamente que Polanski use su mansión para seducir menores; cuando una de ellas, de 13 años, denuncia el estupro, es Anjelica Huston quien termina en comisaría, por posesión de marihuana y cocaína.
El gran adiós sigue minuciosamente la trayectoria judicial del caso, envenenado por un juez veleta y un Polanski olímpicamente desdeñoso de la opinión pública en Estados Unidos. El director decide huir a Europa: no está disponible cuando, en la década siguiente, se reúne el equipo de Chinatown para filmar su secuela, Los dos Jakes, con Nicholson funcionando como protagonista, realizador y coguionista. El resultado, ya saben, es una de las películas más ininteligibles de Hollywood.