Perspectiva de sótano
No hay otras ciudades, decía Mandiargues en ‘La marge’, donde las estatuas estén colocadas como en Barcelona a tanta altura, como si temieran dejarlas al alcance de los hombres
Por la mañana, a primera hora, me acerqué a la ventana y, repetición de las repeticiones, vi pasar por mi calle al joven de tantas veces, al que habla solo, barba cerrada y gorro frigio. Parecía un presagio de que aquel día que empezaba sería puro bucle, pero luego resultó lo contrario. Dos horas después, circulaba en taxi por Barcelona, rumbo al sur, rumbo al puerto. Aquel día podía ser excepcional porque por primera vez en meses salía del barrio. Iba camino del Museu Marítim de Barcelona, d...
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Por la mañana, a primera hora, me acerqué a la ventana y, repetición de las repeticiones, vi pasar por mi calle al joven de tantas veces, al que habla solo, barba cerrada y gorro frigio. Parecía un presagio de que aquel día que empezaba sería puro bucle, pero luego resultó lo contrario. Dos horas después, circulaba en taxi por Barcelona, rumbo al sur, rumbo al puerto. Aquel día podía ser excepcional porque por primera vez en meses salía del barrio. Iba camino del Museu Marítim de Barcelona, donde, en la ceremonia del premio Biblioteca Breve, iba a rendir homenaje al amigo Juan Marsé, que con Últimas tardes con Teresa lo ganara en 1965.
Llevaba un año sin hablar en público, por lo que en el taxi iba no exactamente aterrado, pero sí muy tímido mirando con extrañeza por la ventanilla la desolada –diría que arrasada– zona sur de la ciudad, un espacio que iba descubriendo con creciente estupor, como si nunca antes lo hubiera visto. De golpe, vi que lloviznaba y me pareció que el relato de mi viaje empezaba a tener de fondo el sonido de unos neumáticos mojados por la lluvia.
Aunque los parajes por los que cruzaba me eran familiares, seguía sin acabar de reconocerlos. Viajaba algo perdido, quizás porque sólo alcanzaba a percibir, desde mi perspectiva de sótano, la primera planta de todos los edificios, sin que lograra identificarlos del todo, aunque dejé de preocuparme por esto cuando comencé a divertirme especulando sobre la altura de los inmuebles. Viajaba en cierta forma muy expectante después de tantos meses de no moverme del barrio. Y de pronto, cuando con mayor curiosidad estaba mirando por la ventanilla, comprendí que lo que alcanzaba a ver correspondía en realidad con toda exactitud a la que era mi perspectiva ideal, como si me hubiera siempre desplazado por Barcelona a ras de suelo. Fue en ese momento cuando comenzó a llover más fuerte y, un segundo después, reconocí con inesperada emoción, a través del cristal empañado, la base del monumento a Colón, al final de las Ramblas. No hay otras ciudades, decía Mandiargues en La marge, donde las estatuas estén colocadas como en Barcelona a tanta altura, como si temieran dejarlas al alcance de los hombres. No sabiendo qué hacer con tan repentina visión, me comporté como un turista en mi propia ciudad y, recurriendo al móvil, fotografié el pie del monumento invisible.
Después, ya en el Museu Marítim, un periodista preguntaba al vencedor del premio qué era para él una novela perfecta y el galardonado, el almeriense Juan Manuel Gil, contestaba que solía ser aquella novela que sabía seducir, arrebatar plenamente al lector. Y mientras se extendía en su respuesta, yo iba en silencio completándola: para mí una historia perfecta tenía siempre un punto ciego, no sólo porque contaba un secreto, sino porque tenía algo oculto que un único lector iba a descubrir en el futuro. Ahora bien, de la mía, de la historia de mi viaje al sur, ¿qué era lo que con el tiempo podría un solo lector acabar descubriendo? Extranjero extraviado en mi propia ciudad, aquella pregunta hasta me separó de mí.