Sentir la música
Christian Gerhaher y Gerold Huber ofrecen en el Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela un extraordinario recital en el que la interpretación se impuso sobre la propia música
En su tradicional visita anual al Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela, Christian Gerhaher y Gerold Huber han decidido unir dos nombres que raramente suelen ir de la mano: los de Robert Schumann y Claude Debussy. Sin embargo, ni es una idea descabellada ni carece de importantes precedentes históricos, el más significativo de los cuales es probablemente el concierto ofrecido el 10 de mayo de 1904 en el Théâtre des Mathurins de París a instancias de Louis Laloy, un crítico de la Nouvelle revue française que publicaría cinco años después una de las primeras biografías de Debussy, aún en...
En su tradicional visita anual al Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela, Christian Gerhaher y Gerold Huber han decidido unir dos nombres que raramente suelen ir de la mano: los de Robert Schumann y Claude Debussy. Sin embargo, ni es una idea descabellada ni carece de importantes precedentes históricos, el más significativo de los cuales es probablemente el concierto ofrecido el 10 de mayo de 1904 en el Théâtre des Mathurins de París a instancias de Louis Laloy, un crítico de la Nouvelle revue française que publicaría cinco años después una de las primeras biografías de Debussy, aún en vida del compositor.
XXVII Ciclo de Lied
Schumann: Lieder opp. 83, 89, 96 y 107. Debussy: 'Trois Chansons de France'. 'Trois Poèmes de Stéphane Mallarmé'. Christian Gerhaher (barítono) y Gerold Huber (piano). Teatro de la Zarzuela, 8 de febrero.
Lo protagonizaron la cantante Camille Fourrier y la pianista Blanche Selva (tan ligada a la Iberia de Albéniz) y fue precedido por una charla del propio Laloy “en un lenguaje elegante y preciso”, tal como la califica Albert Diot en su crítica aparecida el día 15 de mayo en Le Courrier musical. En su alocución, “corta pero sustancial”, Laloy afirmó que “era posible establecer una relación entre el autor de Amor de poeta y el músico sutil de las Ariettes oubliées”. Ambos compositores son —y Diot sigue citando literalmente las palabras de su colega— “intuitivos, pues no quieren la música que escriben, sino que simplemente la sienten”. No obstante, su sentimiento musical es muy diferente: “preciso y determinado en el caso de Schumann, pasa a ser infinitamente más amplio, más general en el caso de Debussy, cuyo lirismo inconsciente suscita emociones intensas, porque no son ni previstas ni razonadas”.
Laloy siguió estableciendo paralelismos: “El ritmo de Schumann se impone, de una manera continua; el de Debussy se insinúa, es realmente un ritmo de danza”. Y concluyó haciendo referencia a la inspiración literaria de uno y otro: “Debe señalarse, en fin, la predilección de Schumann y Debussy por dos poetas que han sabido, por encima de todo, sentir y sentir vivamente: Henri Heine y Verlaine”. En el concierto sonaron piezas para piano y canciones de ambos compositores, “que interpretaron de manera perfecta Mme C. Fourrier y Mlle Selva”, en opinión de Diot, ante un público “que parecía haber comprendido lo que se le había explicado con tanta claridad”.
El nombre de Schumann, por otra parte, aparece con frecuencia en la propia biografía de Debussy, que adoraba tocar, por ejemplo, la Arabeske del alemán, más que probable inspiración de sus dos juveniles piezas homónimas, coetáneas del arreglo para dos pianos que realizó el compositor francés en 1891 de los Seis estudios en forma de canon op. 56 de Schumann, escritos originalmente para piano con pedales, una suerte de pequeño órgano doméstico. El hecho de que, después de concluir Images, Debussy escribiera a Jacques Durand, su editor, que “sin falsa vanidad, creo que estas tres piezas se defienden bien y que se harán un hueco en la literatura para piano (como diría Chevillard) a la izquierda de Schumann o a la derecha de Chopin... as you like it”. Sabiendo de la veneración que sentía Debussy por el músico polaco (a cuya memoria dedicó sus Études dos años antes de su muerte), su emparejamiento con Schumann da una idea del lugar de privilegio que ocupaba en su panteón. Aunque tampoco faltó la crítica. Cuando contestó a una encuesta de Fernand Divoire en marzo de 1911, Debussy afirmó sin ambages que “Schumann no comprendió jamás a Henri Heine. Al menos esa es mi impresión. Puede hablarse de su gran genio, pero no pudo aprehender todo lo que había en Heine de fina ironía”, esa que el propio poeta definió en una ocasión como “dolor sumergido en miel”. Se trata de un juicio severo y, cuando menos, arriesgado por parte de un lector de poesía y un músico extremadamente avezado. Pero Monsieur Croche, el sobrenombre de Debussy como crítico, también aprendió del Schumann escritor a decir exactamente lo que pensaba, sin dolerle prendas por ello.
Heinrich Heine no asomó, sin embargo, en el recital de Christian Gerhaher y Gerold Huber hasta el final mismo, en la primera de las dos propinas. Ambos están grabando la integral de los Lieder de Schumann y en esta ocasión no han interpretado ninguna de sus obras maestras, sino que se han decantado por varias colecciones de sus últimos años, del período de Dresde en concreto, en los que la enfermedad del compositor (una sífilis que acabaría perturbando seriamente sus facultades mentales y que provocó incluso un intento de suicidio, arrojándose al Rin, que tanto él como Heine adoraban por igual) alteró seriamente su capacidad creativa. Y si algo nos ha enseñado este concierto es en qué gran medida declinó el genio schumanniano, convertido por momentos en ese compositor de música previsible y anodina que retrató Franz Schubert en El zanfonista, la última de las canciones de Viaje de invierno. Lo que más temía Schubert que le sucediera a él mismo –pero que logró esquivar hasta el final– acabó ensañándose con su heredero natural en el ámbito de la composición de Lieder. Y otro tanto haría décadas después, con mayor crueldad si cabe, con Hugo Wolf.
En el recuerdo quedan, más que el concierto como un bloque, destellos aislados en los que Gerhaher y Huber tocaron el cielo
Hay aún en el último Schumann canciones que remedan la genialidad del torrente de obras maestras que brotaron de su pluma en 1840, cuando él mismo confesaba a su aún prometida Clara: “Ah, no puedo hacer otra cosa, me gustaría cantar hasta morir como un ruiseñor”. Sus canciones sobre poemas de Lenau y el Requiem, o sobre poemas del Wilhelm Meister de Goethe, o sobre cinco poemas atribuidos a la reina María Estuardo, pueden codearse con cualesquiera de las grandes creaciones de la década anterior. Pero en las colecciones que han traído Gerhaher y Huber (opp. 83, 89, 96 y 107) cuesta mucho reconocer al autor de Myrthen, Dichterliebe, los dos Liederkreis o Frauenliebe und -leben. Hay, por supuesto, destellos de genio: una armonía aquí, una melodía allá, una modulación, una frase. Casualmente o no, la mejor canción del programa fue la que cerraba el concierto, Der Einsiedler (El ermitaño), como resalta perspicazmente en sus notas al programa Isabel García Adánez, reciente y justísima ganadora del Premio Nacional de Traducción. A partir de un breve poema de uno de sus poetas de cabecera, Joseph von Eichendorff, Schumann se vale en ella de ideas esbozadas en 1840, lo que hizo que Eric Sams la definiera metafóricamente como “una flor guardada entre las páginas de un álbum que raramente se abre”. Su sencilla forma estrófica, como sucede a veces en Schubert, no debe llamar a engaño.
Ni siquiera en Nachtlied (a partir del mismo poema de Goethe al que había puesto música Schubert en el segundo de sus Wandrer Nachtlieder: “Über allen Gipfeln ist Ruh’”), encontramos al mejor Schumann, aunque la canción sí es la más conseguida de su op. 96. A la vez que hay que lamentar esta ausencia de obras maestras en el programa, es de justicia agradecer la honestidad de Christian Gerhaher al presentar una selección congruente de canciones coetáneas y en colecciones completas, entreveradas con dos trípticos de Claude Debussy: las Trois Chansons de France (que estrenaría justamente la citada Camille Fourrier en 1905) y los prodigiosos Trois Poèmes de Stéphane Mallarmé, dedicados a la memoria del poeta y “en respetuoso homenaje” a su hija Geneviève, como se lee al comienzo de la partitura. Curiosamente, Debussy puso música a los tres poemas (Soupir, Placet futile, Éventail) sin saber que Maurice Ravel había hecho lo propio con dos de ellos, espoleados ambos por la reciente publicación de las poesías completas de Mallarmé en 1913. “Es extraño que Ravel haya elegido justamente los mismos poemas que yo. Se trata de un fenómeno de autosugestión digno de una comunicación a la Academia de Medicina”, escribió un desconcertado Debussy a Durand el 8 de agosto.
Laloy calificaba a Schumann y Debussy de compositores “intuitivos”. No es este un adjetivo que cuadre con las virtudes de Christian Gerhaher como intérprete. Él es, por encima de todo, un ser reflexivo y, armado con un arsenal de recursos técnicos forjados a fuego lento en la perenne compañía, desde hace tres décadas, de Gerold Huber, se presenta ante el público sabiendo exactamente cómo y por qué interpreta cada nota, cada frase, cada estrofa, cada canción de la manera en que lo hace. No es tampoco uno de esos músicos que se crezca en escena. Al contrario, los focos, el frac, el público indiferenciado en la oscuridad, el ritual de los saludos: todo parece incomodarle y siempre tarda un buen rato en tomar tierra. Necesita no solo calentar la voz, como todos sus colegas, sino también aclimatarse, habituarse a las sisas de la chaqueta (una vez más, no cesó de agitar repetidamente los hombros mientras se le aplaudía largamente, como el viejo amigo que es, en su primera salida al escenario). Por eso su recital fue siempre a más y alcanzó su cima en Der Einsiedler, el final del viaje.
En las canciones de Debussy, Gerhaher, que ha sido un extraordinario Pelléas, demostró que también puede brillar, y mucho, en el repertorio francés, aunque le pasa algo no muy diferente de lo que le sucedía a Dietrich Fischer-Dieskau, uno de sus grandes referentes: por un lado, el intelecto –poderosísimo– sigue imponiéndose a los sentidos, lo que resta siempre parte de la necesaria sensualidad; por otro, abandonado el alemán, su Heimat lingüístico, Gerhaher, a pesar de su extraordinaria dicción francesa, se sitúa en desventaja con respecto a los cantantes nativos, ya que la lengua de Mallarmé, de Verlaine, de Debussy, lleva su propia música incorporada. Y el virtuosismo fonético de Gerhaher para modular vocales e introducir infinitos matices en las consonantes cuando canta versos de Goethe, Heine o Rückert no halla un equivalente a la misma altura –porque no es humanamente posible– en su dicción francesa. En las Chansons y los Poèmes estuvo también ostensiblemente más pendiente de la partitura, lo que suele indicar menor familiaridad, o mayor inseguridad.
En el recuerdo quedan, más que el concierto como un bloque, destellos aislados en los que Gerhaher y Huber tocaron el cielo: las exclamaciones “Ophelia! Ophelia!” en Herzeleid, a poco de comenzar; el marcado tono confesional, mantenido en todo momento, de Abendlied; la frase final de la segunda de las Trois Chansons de France (“les songes de l’eau qui sommeille”); las preguntas en pp en los últimos compases de Schneeglöckchen (“Wo komm’ ich her? Wo geh’ ich hin? Wo ist mein Vaterland?”), pintiparadas para alguien tan dubitativo e inquisitivo como lo es, según confesión propia, Christian Gerhaher; una frase mediado el Herbstlied, surcada de silencios, “Ja, erstorben ist die Sonne”; y la totalidad de las dos últimas canciones, Die Blume der Ergebung (a partir de un poema de Rückert, uno de los escritores de cabecera de Schumann) y la citada Der Einsiedler, la que va a quedar instalada ya para siempre en la memoria. Fuera de programa, y sin hacerse de rogar, Gerhaher y Huber cantaron –por fin– dos obras maestras incontestables de Robert Schumann: primero, el tríptico Tragödie, un pequeño y originalísimo milagro de 1841 inspirado en Heine, que hacía por fin su triunfal aparición cuando más se le necesitaba; después, como punto final, An den Mond, que pone música a una traducción alemana de Sun of the Sleepless, de Lord Byron: música grande en una interpretación grande. Ambos músicos, un ejemplo excepcional de simbiosis artística que no deja de asombrarnos año tras año, ofrecerán idéntico programa en Bilbao (el miércoles) y Valencia (el viernes). Nadie que pueda debería perdérselo.