Crítica

Otro invierno (sin viajar)

Florian Boesch y Justus Zeyen interpretan la música por antonomasia para estos días: ‘Winterreise’ de Franz Schubert

Justus Zeyen y Florian Boesch durante su interpretación de 'Winterreise'.Rafa Martín / CNDM

Mucho han cambiado las cosas desde que Florian Boesch inició el pasado 28 de septiembre su residencia artística en la presente temporada del Centro Nacional de Difusión Musical. Entonces cantó a la hora habitual de los recitales en el Teatro de la Zarzuela, las ocho de la tarde. Menos de cuatro meses después, casi todo ha vuelto a verse trastocado: el Brexit es una realidad y las restricciones de viaje asociadas a él y al recrudecimiento de los contagios han vuelto a impedir que el pianista anunciado, el británico Malcolm Martineau, haya podido trasladarse a Madrid, por lo que ha tenido que se...

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Mucho han cambiado las cosas desde que Florian Boesch inició el pasado 28 de septiembre su residencia artística en la presente temporada del Centro Nacional de Difusión Musical. Entonces cantó a la hora habitual de los recitales en el Teatro de la Zarzuela, las ocho de la tarde. Menos de cuatro meses después, casi todo ha vuelto a verse trastocado: el Brexit es una realidad y las restricciones de viaje asociadas a él y al recrudecimiento de los contagios han vuelto a impedir que el pianista anunciado, el británico Malcolm Martineau, haya podido trasladarse a Madrid, por lo que ha tenido que ser sustituido, al igual que en septiembre, por Justus Zeyen; y el adelanto del toque de queda y el cierre de locales en la Comunidad de Madrid justamente a partir del día del recital han obligado a modificar la hora de comienzo y fijarla a las siete. Pero Florian Boesch, que no parece alguien que se amilane fácilmente ante la adversidad, sí ha viajado a Madrid (con todo lo que ello comporta en estos días: antes, durante y después) y la obra que ha cantado ha sido, por suerte para todos, la inicialmente prevista: Winterreise, una de las cimas del repertorio liederístico.

XXVII Ciclo de Lied

Franz Schubert: 'Winterreise'. Florian Boesch (barítono) y Justus Zeyen (piano). Teatro de la Zarzuela, 25 de enero.

Viaje de invierno de Schubert es, siempre y en todo lugar, una obra pertinente. Lo es más aún, si cabe, en estas fechas –pleno invierno– y con todas nuestras vidas afectadas, en mayor o menor medida, por la enfermedad y, en muchos casos, la muerte. El protagonista de Winterreise también está enfermo, quizá no física, pero sí social y, desde luego, espiritualmente. El propio ciclo nació cargado de premoniciones de muerte para sus dos creadores. Wilhelm Müller publicó inicialmente tan solo doce poemas, lo que suscitó que el ciclo de Franz Schubert tuviera asimismo en un principio otras tantas canciones: el Fine de la partitura manuscrita después de Einsamkeit (Soledad), el decimosegundo Lied, así lo corrobora de forma inequívoca. Mientras el compositor acababa de poner música al segundo bloque de doce poemas, que descubrió posteriormente, Müller moría el 30 de septiembre de 1827, sin llegar a ver publicada lo que ahora consideramos la primera parte de Winterreise, que vio la luz el 14 de enero de 1828. El poeta tenía tan solo 32 años. Meses después, postrado en la cama, moribundo, Schubert corrigió in extremis las pruebas de imprenta de la segunda parte, que el mismo editor, Tobias Haslinger, dio a conocer el 30 de diciembre. Fue una nueva publicación póstuma, en consonancia con la anterior, porque Schubert había fallecido poco antes, el 19 de noviembre. Aunque la magnitud de su legado pudiera hacer pensar otra cosa, el compositor tenía únicamente 31 años.

Nada sabemos del caminante que protagoniza Winterreise, pero es fácil imaginarlo de la misma edad que sus creadores, alegre y sufriente como ellos. Si damos por buenos los posteriores recuerdos de su amigo Joseph von Spaun, el propio Schubert calificó estas canciones de “espeluznantes” (schauerlich). A poco que empaticemos con el lento vía crucis que va experimentando el Wanderer a lo largo de veinticuatro estaciones, también nosotros podemos sentir escalofríos, especialmente ahora, cuando nuestra situación actual y lo vivido en los últimos meses puede ayudarnos a entender aún mejor los poemas. Apenas podemos viajar, pero ni siquiera la solitaria caminata que nos cuenta Müller tiene por qué ser tomada en su sentido literal: podría tratarse de un peregrinaje alegórico, mental, imaginado, en el que se alternan, como de hecho sucede en los propios versos, la vigilia y el sueño, la realidad y la ilusión.

Aunque su travesía se desarrolla en plena naturaleza, y son animales o seres inanimados (una corneja, un arroyo, la luna, la nieve, un cementerio, su corazón, sus propias lágrimas) sus únicos interlocutores posibles, el protagonista de Viaje de invierno se halla también de alguna manera confinado: no en un pequeño espacio físico, sino en una naturaleza inhóspita, fría, agreste, despoblada por completo de otros seres humanos, al menos hasta la espectral aparición del zanfonista en la última canción, que representa justo aquello en lo que Schubert más temía convertirse: un compositor de música elemental, diatónica, repetitiva, simple, obsesiva, con un bordón inmutable, la única al alcance de quien ha perdido irremediablemente la razón y su anterior potencia creadora. No era una fantasía: otros sifilíticos, también compositores de Lieder, como Robert Schumann y Hugo Wolf, acabarían sus días enajenados, incapaces de alumbrar los prodigios musicales que brotaban de forma natural antes de la última fase de la enfermedad y sus terribles efectos secundarios. Schubert, sin embargo, logró esquivar la locura y se mantuvo cuerdo hasta el final. Pero Der Leiermann es la turbadora plasmación de sus miedos.

Florian Boesch se apoya durante su interpretación de una mínima gestualidad.Rafa Martín / CNDM

Florian Boesch lleva años cantando Winterreise, un ciclo sobre el que, al igual que sucede con toda la música que interpreta, tiene unas ideas muy definidas y personales. Quienes le escucharan la obra en el Oratorio de San Felipe de Cádiz en junio de 2012 (con Roger Vignoles) al piano no lo habrán olvidado a buen seguro: el propio barítono considera que aquella fue una de sus grandes interpretaciones de la obra. Las canciones se quedaron entonces pegadas literalmente a la memoria y luego no dejaron de asomar, desordenadamente, en días posteriores, también en la vigilia o en el sueño. Ian Bostridge, con gran perspicacia, subtitula su exhaustivo estudio del ciclo de Schubert Anatomía de una obsesión. Y casi podría decirse que el objetivo de toda interpretación de la obra tendría que ser trasladar las obsesiones del protagonista a quienes las escuchan, con cantante y pianista convertidos de alguna manera en médiums.

En este caso, el propósito se ha alcanzado solo a medias, quizás porque el entendimiento entre Boesch y Justus Zeyen no es tan perfecto como el que se ha constatado en otras ocasiones con Roger Vignoles o Malcolm Martineau, con quien lo ha grabado y con quien debería haberlo interpretado en Madrid. Mientras que Boesch es, casi siempre, extremadamente personal, Zeyen se agazapa demasiado en el anonimato. Su oficio es innegable (fue durante años el fiel compañero de recitales de Thomas Quasthoff), pero Winterreise exige un equilibrio perfecto entre voz e instrumento, por un lado, y un pianista capaz de ser el álter ego del protagonista al mismo tiempo que acentúa su soledad y desamparo. Cuando sí se produjo ese equilibrio, como en Wasserfluth, Frühlingstraum o, sobre todo, Das Wirtshaus (lo mejor de la tarde), no había nada que añorar y sí mucho que sentir (o que sufrir). Pero Zeyen pasó de puntillas por muchos momentos cruciales, ya desde la primera canción, con esa inesperada modulación de Si bemol menor a Si bemol mayor (Re mayor en la versión original para tenor) en la última estrofa. O contradijo flagrantemente la partitura, como en los cuatro compases finales de Wasserfluth, tocados forte aunque marcados por Schubert pianissimo, lo que tiene pleno sentido musical tras el fugaz y temprano arranque de rabia del cantante. Tampoco ritmo o articulación tuvieron siempre la nitidez o la presencia deseables.

Con una de las mejores dicciones que pueden oírse sobre un escenario, Boesch lo fía prácticamente todo a la palabra. Se trata de una pronunciación natural, espontánea, que no fuerza la sonoridad de las consonantes finales ni exagera la apertura de las vocales y se halla al servicio de lo que, por momentos, parece más una recitación que una canción. Las decisiones interpretativas del alemán parecen siempre nacidas más de la semántica que de la propia música. Aunque se produzcan cambios de color, todos sus registros poseen personalidad: unos graves densos, redondos, a veces casi impropios de un barítono; un registro central dúctil, siempre maleable, con una media voz llena de recursos expresivos; y un falsete fácil, que en esta obra decide revestir a menudo de tintes espectrales o sobrenaturales, como si se tratara de una voz blanca, incorpórea, aunque con un dejo irónico: “Hier find’st du deine Ruh’” o “Du fändest Ruhe dort!” (lo llaman descanso cuando quieren decir muerte), le susurra el tilo mientras duerme. O, seis canciones después, cuando la vida parece tan solo un juego del fuego fatuo (“Alles eines Irrlichts Spiel!”). La sola dicción de las rimas es también a menudo en sus labios (“verlassen” / “zu fassen” en Die Krähe) música de altísimos vuelos.

Florian Boesch y Justus Zeyen agradecen los aplausos del público tras su interpretación de 'Winterreise'.Rafa Martín / CNDM

Boesch regula asimismo la dinámica con extremo cuidado y reserva la plena voz para momentos muy contados: “Des ganzen Winters Eis”, al final de Gefrorne Tränen, que suena como una maldición del hielo que lo rodea y atenaza; o la mención de la tumba (“Treue bis zum Grabe!”) en el último verso de Die Krähe. En el extremo opuesto, regula con cuidado el lento apagarse del protagonista, cada vez más tendente a refugiarse en los monotonos en una canción como Der Wegweiser. O prescinde casi por completo del vibrato, como hizo en el pianissimo apenas perceptible de Das Wirtshaus. El alemán va construyendo, poco a poco, un personaje neurótico, obsesivo, porque entiende que Winterreise no es, en el fondo, más que un larguísimo soliloquio, un monólogo enloquecido, un ejemplo temprano de “flujo de conciencia” en el que emisor y receptor son la misma persona. No es extraño que el ciclo fuera una obsesión recurrente de Samuel Beckett, otro maestro del monólogo que confesó en una carta a su primo John que podía pasarse días enteros escuchando, solo, “entre escalofríos, el lúgubre viaje”. Al final mismo de su última obra de teatro, What Where (1983), Beckett incluyó también una alusión inequívoca a Winterreise: “Estoy solo. / En el presente como si aún estuviera. / Es invierno. / Sin viaje. / El tiempo pasa. / Eso es todo. / Quien pueda comprender que comprenda. / Desconecto”.

Ahora también es invierno. Apenas viajamos. Y el tiempo sigue pasando implacablemente. Pero no desconectemos todavía, porque Florian Boesch volverá en junio en la tercera y última entrega de su residencia artística en el CNDM para interpretar una moderna secuela de Winterreise y una verdadera rareza aún entre nosotros: el extraordinario ciclo de Ernst Krenek Diario de viaje de los Alpes austríacos. Una música y unos textos, como se verá, extremadamente pertinentes, proféticos incluso, un siglo después.

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