La vida íntima del más legendario comandante de Panzer
Una nueva biografía acerca, pero no mucho, al famoso as de los tanques Tiger alemán Michael Wittmann
De con qué espíritu afronto estas crispadas Navidades da fe el que los dos últimos libros que he leído sean sendas novedades sobre los Panzer alemanes de la Segunda Guerra Mundial. El primero, Los Panzer de Hitler, de Dennis E. Showalter (La Esfera de los Libros, 2020), es un estudio muy completo e inesperadamente entretenidísimo, visto el tema, sobre los carros de combate del III Reich, su aportación (si se la puede denominar así) al desarrollo de la guerra mecanizada, su influencia en la cultura y la sociedad alemanas y su papel en la manera en que se libró la contienda, tanto desde e...
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De con qué espíritu afronto estas crispadas Navidades da fe el que los dos últimos libros que he leído sean sendas novedades sobre los Panzer alemanes de la Segunda Guerra Mundial. El primero, Los Panzer de Hitler, de Dennis E. Showalter (La Esfera de los Libros, 2020), es un estudio muy completo e inesperadamente entretenidísimo, visto el tema, sobre los carros de combate del III Reich, su aportación (si se la puede denominar así) al desarrollo de la guerra mecanizada, su influencia en la cultura y la sociedad alemanas y su papel en la manera en que se libró la contienda, tanto desde el punto de vista militar como ético. El libro del historiador estadounidense, al que debemos un anterior estudio de la batalla de Kursk publicado por la misma editorial, está lleno de detalles interesantes, como que nunca se ha podido atestiguar que un tanque o un cañón contracarro pudieran penetrar el blindaje frontal, de más de 177 mm, del König Tiger, el formidable Tiger II, aunque el monstruo de acero bañado en la laguna Estigia de las fábricas de Henschel tenía su talón de Aquiles en un peso colosal que lastraba su rendimiento y sobrecargaba el sistema de transmisión, por no hablar de que no había taller que te lo pusiera a punto sin cita previa.
Sin embargo, lo mejor de Los Panzer de Hitler son su dimensión moral y un sentido del humor que no es corriente en la historia militar si exceptuamos a algunos de los grandes como Antony Beevor y Max Hastings. Es un ejemplo de ambas cosas el que, al desmontar la falsedad de que el Ejército regular alemán librara una guerra limpia (en supuesta contraposición a las Waffen SS), Showalter cuestione su mística de la camaradería que ha seducido a tantos y recuerde lo que en ese sentido el analista político John Mearsheimer denominó con mucha gracia “la envidia del pene de la Wehrmacht”. Ese sentimiento puede percibirse en filmes estadounidenses como La Cruz de Hierro, de Peckinpah, con su elegía al pelotón de Steiner, o La batalla de las Ardenas, con la escena de los pintureros y henchidos de sprit de corps jóvenes tanquistas cantando el Panzerlied ante el coronel Hessler. El autor también le quita brillo a los chulos uniformes de los carristas al documentar que los veteranos recuerdan especialmente que el negro Panzer era un activo social definitivo en los bares y cafeterías.
Del Tiger I, el tanque de referencia alemán de la contienda (contra el que había que enviar cuatro Sherman y perder tres) escribe que “era todo músculo, una bestia angulosa tan sofisticada como un rodillazo en la ingle -y no menos efectiva-”, aunque, pese a sus 56 toneladas, lo podías hacer girar con solo dos dedos sobre el volante. No hay nada, ya se sabe, como un vehículo alemán.
El segundo libro del que les hablaba es muy distinto. Michael Wittmann, as de Tigres, de Gary L. Simpson (Ediciones Salamina, 2020), se presenta como “historia operativa de un comandante Panzer”, lo que ya te hace pensar que no va a salir su primera comunión, aunque yo ingenuamente me lo compré creyendo que me permitiría sumergirme en la vida íntima del personaje, el más célebre tanquista de todos los tiempos y que me perdone el ficticio sargento Don Warddaddy Collier de Brad Pitt en Fury-Corazones de acero. Curiosamente hubo que esperar a las guerras de Israel con los árabes para encontrar a carristas -como Avigdor Kahalani- que por su pericia y audacia pudieran competir con Wittmann (nada que ver, por cierto, con Walt Withman). Lo que hubiera pensado Hitler de que los judíos se convirtieran en los grandes combatientes en Panzer y a los alemanes los mandara una cancillera…
A Wittman, al que descubrí por Beevor y por una foto tremenda, la del descabezado tanque Tiger I prestado (el suyo estaba de reparaciones) que comandaba al morir el 8 de agosto de 1944 en Francia, con la gigantesca torreta lanzada a una veintena de metros como si fuera un juguete roto, lo rondo desde hace años. Siempre con la aprensión de sentir interés por un tipo que era un héroe de la élite de las Waffen SS, condecorado personalmente por Hitler (Cruz de Caballero con hojas de roble y espadas) y al que le rinden culto numerosas páginas pardas de Internet, además de que se le han dedicado un muñeco articulado escala 1:12 con su ropita y accesorios, y diversas camisetas conmemorativas como si en vez de un hauptsturmführer de la Leibstandarte fuera una estrella del rock.
Wittmann, con un score de 123 tanques y 132 cañones contracarros enemigos destruidos, no es el mayor as de la especialidad (le superan figuras como el afortunado Otto Carius, autor de Tigres en el barro, y que murió en la cama a los 92 años en 2005, y el rebelde as de ases Kurt Knispel, con casi 200 tanques en su cuenta y un T-34 destruido a ¡3 kilómetros! de distancia), pero es sin duda el más legendario. Ello se debe principalmente a sus espectaculares cinco minutos de gloria tanquista el 13 de junio de 1944 en Villers Bocage, en Normandía, donde se paseó en solitario con su Tiger por las calles de esa población cargándose como un pistolero del Far West hasta dos docenas de blindados británicos que estaban imprudentemente alineados como para un desfile en apenas 12 minutos. Eso sí que es acabar con el tráfico y no lo de la alcaldesa Ada Colau en Barcelona.
En la biografía “operacional” de Wittmann, pelín hagiográfica y acrítica, ya les advierto, se reconstruye minuciosamente esa acción, la más famosa de tanques de la Segunda Guerra Mundial, ampliamente debatida y recreada, como también la que le costó la vida al as dos meses más tarde al recibir el pepinazo de un Sherman Firefly. Los cuerpos destrozados del tanquista y su tripulación fueron enterrados en una fosa que no se descubrió hasta 1982. Los restos de Wittmann se reconocieron por un par de incisivos postizos que coincidían con su registro dental, un entorchado de oficial, una hebilla y porque según su costumbre calzaba zapatos negros.
En As de tigres seguimos la exitosa carrera del personaje a través de su relación con los tanques y sus combates, entre chirridos de cadenas y estrépito de explosiones. Así que te enteras de todo lo referente a los blindados que comandó Wittmann (especialmente el cañón de asalto Sturmgeschütz III, y perdonen por el salivazo, y el Tiger I) y de sus hazañas en el frente ruso, pero los rasgos personales aparecen con cuentagotas. Averiguamos que el carrista era un chico de granja nacido en 1914 cerca de Vogelthal, una comunidad agrícola del Alto Palatinado, que tenía dos hermanas y un hermano, que en su familia eran muy católicos, y que el joven era abierto, cortés, cálido y empático (una descripción que difícilmente suscribirían las tripulaciones de los T-34 que desparramó por toda la URSS). Le gustaba la caza y era un hacha como mecánico con la maquinaria agrícola. En 1934 se alistó en el ejército alemán y poco después conoció el Panzer I (en cambio no sabemos nada de sus novias). En 1936 el simpático muchacho decidió ingresar en las SS y fue aceptado, aunque medía menos que yo, 1,76, en la crème de la organización: el regimiento Leibstandarte Adolf Hitler, la guardia personal del Führer. El 1 de septiembre de 1939 le pilló invadiendo Polonia como sargento a bordo de un vehículo acorazado Sd. Kf 222 Spahwagen y ya no se bajó de los blindados durante cinco años, combatiendo ininterrumpidamente, hasta que lo desmontaron a la fuerza aquel mediodía en Francia. Entremedio, tercera batalla de Járkov, Kursk, Brusilov, y el encuentro con el Tiger, que fue amor a primera vista.
Los episodios que narra Simpson, que ha sido a su vez tanquista en la Guardia Nacional de Idaho, resultan tremendos y en ellos, aunque ponga el énfasis en los asuntos técnicos, se respira la tensión, la brutalidad de los combates y el hedor de los cuerpos asados en los blindados. Los T-34 decapitados (los alemanes llamaban “descubrirse” cuando les volaban las torretas), atraviesan en llamas las páginas, cargados de muertos en una última carrera ciega. En una ocasión, en Kursk, Wittmann cobró dos T-34 con un solo disparo que atravesó a uno e impactó en el de al lado. En otra, defendió su Tiger desde la torreta a tiros de pistola contra soldados rusos que escalaron el carro. Algún pasaje es pelín sospechoso como cuando se relata la preocupación de Wittmann por tres carristas soviéticos heridos, compartida por ¡Sepp Dietrich!, ese acreditado humanista.
Aquí y allá hay algunos detalles privados sobre Wittmann, que su familia estaba muy orgullosa, que el tanquista se volvió pesimista en el frente del Este, y que era muy tímido y no le gustaban las entrevistas ni salir en los noticieros, donde se lo saludaba como el gran Panzer Held, “héroe Panzer”, de Alemania. Vivió como un trance, con lo que había pasado en Kursk, tener que pronunciar un discurso -encaramado sobre un Tiger convertido en estrado como la proa de ballenero/ púlpito del padre Mapple- ante los trabajadores de la factoría de Henschel en Kassel. Le ofrecieron retirarse del frente como instructor, pero prefirió seguir en la brecha. El 1 de marzo de 1944 se casó con Hildegard Burmester, de la que solo sabemos que quedó viuda pronto y que sobrevivió a la guerra (Simpson la entrevistó para su libro y recibió de ella varias fotos inéditas de Wittmann).
Tras la friolera de 430 páginas he salido del libro sobre el tanquista tan informado que podría conducir un Tiger (hay que frenar muy suavemente) y con la convicción de que a mí no me pillarán en uno, pero sin tener ni idea de cómo era en realidad Wittmann, o si valía la pena saberlo. Quizá avizorar la intimidad de un comandante Panzer de las SS sea algo tan imposible como auscultar el pecho de acero de un Tiger, tratando de escuchar los latidos de un corazón.