Depravados en la nación pirata de los Rolling Stones
La proyección en Madrid de ‘Cocksucker Blues’ recuerda los vicios y las virtudes de la mejor etapa de la banda de Mick Jagger y Keith Richards
“Nos habíamos convertido en una nación pirata, viajando a lo grande en nuestro propio avión bajo nuestra propia bandera, con abogados, adláteres, groupies, bufones…”. Hay muchas cosas de las que Keith Richards no se acuerda, pero de esta sí, como relata en su libro de memorias, Vida. Difícil de olvidar lo que ocurrió en aquella gira por Estados Unidos de 1972 que incluía a un médico. Mick Jagger vivía asustado por lo que pasó en Altamont. De la muerte a cuchilladas de Meredith Hu...
“Nos habíamos convertido en una nación pirata, viajando a lo grande en nuestro propio avión bajo nuestra propia bandera, con abogados, adláteres, groupies, bufones…”. Hay muchas cosas de las que Keith Richards no se acuerda, pero de esta sí, como relata en su libro de memorias, Vida. Difícil de olvidar lo que ocurrió en aquella gira por Estados Unidos de 1972 que incluía a un médico. Mick Jagger vivía asustado por lo que pasó en Altamont. De la muerte a cuchilladas de Meredith Hunter, de 18 años, se responsabilizó a los Ángeles del Infierno, que estaban contratados como personal de seguridad de aquel desastroso festival de 1969.
Los moteros se la tenían jurada al cantante, que había mirado para otro lado (una actitud muy Jagger) en lugar de defenderlos. Aterrorizado, quería tener a un médico al lado para intervenir rápidamente en caso de atentado. También llevaba un par de guardaespaldas y dos revólveres. El médico, en vista de que no llegaba el temido atentado, hizo un pacto con Richards: barra libre en mi maletín si me dejas que entregue una tarjeta de visita a las chicas que os rondan. Trato hecho.
Así era el ambiente de aquella gira, filmada por Robert Frank para el documental Cocksucker Blues (El blues del chupapollas), que se proyecta hoy sábado 12 en Madrid dentro de la programación de Documenta Madrid. Vista hoy, Cocksucker Blues resulta estéticamente cutre y desagradable por algunas escenas: esa en la que los acompañantes de los Stones forcejean con chicas para desnudarlas. Hay una escena penosa de Richards, quedándose dormido, encorvándose a cámara lenta, seguramente debido a los efectos de alguna droga dura.
Se echa en falta la música, y seguramente era la mejor etapa del grupo, a pesar de las indisposiciones del guitarrista. Habían encadenado dos obras supremas, Sticky Fingers (1971) y Exile on Main Street (1972), así que el material para los directos era brutal: Brown Sugar, Tumbling Dice, Sweet Virginia, Happy, Rocks Off, Bitch… Jagger y Richards (ambos con 29 años en 1972) se reunían a cantar en el mismo micrófono, casi juntando sus labios, en una imagen que apenas se repitió cuando se distanciaron. A partir de entonces levantaron un muro entre ellos: cada uno en su micrófono y lo más alejados posible. Sonaban sucios en 1972, pero con las virguerías blues de Mick Taylor. El rock and roll en su mejor versión. De telonero llevaron en algunos conciertos a Stevie Wonder, un joven de 22 años que se convirtió en una estrella a mediados de la década. Los Stones siempre tuvieron olfato para elegir buenos acompañantes de gira.
Jagger era el comandante de la gira. Se controlaba con los vicios. Estaba fuerte y recibía a la prensa en calzoncillos, para que admirasen su elasticidad. Tomaba el escenario con unos diseños de Ossie Clark (que murió asesinado por su amante en 1996), monos aterciopelados de colores púrpura o rosa. Se dejaba agasajar en los camerinos por Truman Capote, Andy Warhol, el mismo Robert Frank, la princesa Radziwill y personajes de la nobleza. Algún día se subió al avión de la gira su esposa, Bianca Jagger, pero el cantante se desembarazaba de ella con excusas para disfrutar de otras mujeres. En Cocksucker Blues se filma alguna visita de Bianca y su cara no es nada amistosa.
Jagger era controlador, pero fue lo suficientemente inteligente como para no imponer normas a la manada de los depravados, guiada por Richards. Jagger apretaba, pero no ahogaba: el objetivo era que cada uno estuviese en su puesto a la hora del concierto más o menos en condiciones. Eso garantizaba un buen recital; la imposición, sin embargo, podría dejar alguna baja por el camino.
Richards siempre tenía cerca al saxofonista Bobby Keys (los dos se deleitaban con las mismas sustancias) y un personaje fascinante llamado Freddie Sessler, un judío polaco diez años mayor que ellos que había presenciado cómo los nazis habían matado a su abuelo. Amigo de Frank Sinatra y Marilyn Monroe, había establecido una férrea amistad con Richards, blindada gracias al buen material que pasaba al guitarrista. Jagger odiaba a Sessler.
Quizá el peor parado de todo aquel exceso fue Mick Taylor, un muchacho de 22 años, virtuoso de la guitarra, que se dejó arrastrar por la vidriosa vida de estrella del rock. El guitarrista tuvo una luz de sensatez y poco más de un año después salió de allí antes de convertirse en un pirata desahuciado. Sobrevivió, pero nunca más se sintió una estrella tan grande. Esa batalla solo la ganan portentos como Keith Richards.