Todos los viajes de Kandinsky en el Guggenheim Bilbao
El museo plantea a través de 62 obras una suerte de canon de los aspectos más reconocibles del creador, junto con piezas más raras y no menos sugestivas
Para cuando en 1930 el magnate Solomon R. Guggenheim visitó a Vasili Kandinsky (Rusia, 1866- Francia, 1944) en la escuela de diseño de la Bauhaus, ya llevaba un año adquiriendo obra suya. Coleccionista y artista mantendrían el contacto durante década y media, hasta la muerte del segundo. Y desde la compra de Composición 8 (1923) la colección de kandinskys del primero no dejaría de crecer a buen ritmo, para llegar a los aproximadamente 150 que hoy posee la Solomon R. Guggenheim Foundation. De ellos, una sele...
Para cuando en 1930 el magnate Solomon R. Guggenheim visitó a Vasili Kandinsky (Rusia, 1866- Francia, 1944) en la escuela de diseño de la Bauhaus, ya llevaba un año adquiriendo obra suya. Coleccionista y artista mantendrían el contacto durante década y media, hasta la muerte del segundo. Y desde la compra de Composición 8 (1923) la colección de kandinskys del primero no dejaría de crecer a buen ritmo, para llegar a los aproximadamente 150 que hoy posee la Solomon R. Guggenheim Foundation. De ellos, una selección de 62 compone la exposición Kandinsky, que abre al público este viernes en el museo Guggenheim Bilbao, patrocinada por la Fundación BBVA.
Entre los cuadros que han viajado de Nueva York a Bilbao figura por supuesto Composición 8, que por su cromatismo, su ritmo perfectamente musical y la variedad de elementos geométricos desplegados viene a plantear una suerte de canon del Kandinsky más reconocible, pero también obras mucho más raras y no menos sugestivas. De hecho el recorrido se abre con unos paisajes figurativos en pequeño formato pintados durante sus viajes por Europa a principio del siglo XX, y se cierra con un Alrededor del círculo de regusto surrealista fechado en 1940.
La figura circular se convierte en un elemento conductor que atraviesa toda la exposición y las distintas épocas, influencias y ubicaciones geográficas del artista, como parte esencial de su sello de fábrica. No la única parte, por supuesto: si algo lo caracteriza es que, a lo largo de su carrera, logró imponer un estilo perfectamente reconocible aún sin renunciar a préstamos e influencias. Desde la artesanía y el arte popular ruso hasta las últimas oleadas vanguardistas que llegó a conocer.
En cierto modo, puede contemplarse toda la exposición como una especie de viaje, o de manera más precisa como una superposición de viajes. Está en primer lugar la travesía que lleva desde la figuración hasta la abstracción, en la que Kandinsky se embarcó tempranamente junto a otros precursores como Mondrian, Klee, Malévich o Sonia y Robert Delaunay. Ellos entendieron que, agotadas las variantes de la representación de eso que llamamos mundo real sobre las que giraba el trabajo de impresionistas y posimpresionistas, tocaba pasar a otra cosa. Y comenzaron a utilizar las formas abstractas como una aproximación posible a una realidad más subjetiva y trascendente.
La mujer que inició a Guggenheim en la abstracción
En Lo espiritual en el arte, texto que publicó en 1911 y se convirtió en uno de los escritos teóricos más influyentes entre los creadores del pasado siglo, desarrollaba nociones como la de que los colores evocan, además de sensaciones físicas, efectos más profundos que nos acercan al terreno religioso. Una exploración del mundo espiritual conforma, por tanto, otro de los viajes que emprende la exposición: el mismo que realizaría la baronesa alsaciana Hilla von Rebay (1890-1967), también artista abstracta, que inició al magnate Guggenheim en el gusto por la abstracción en general y por el propio Kandinsky en particular. Bajo su influencia se crearía el Museo Guggenheim de Nueva York, un templo dedicado a ese arte esotérico, a esa religión a la vez vanguardista y ancestral que era el arte de nueva hornada. Ella se convirtió además en su primera directora.
Y está, por supuesto, el viaje como desplazamiento físico, que la exposición sintetiza en tres grandes bloques. Partimos de unos inicios que en su mayor parte se desarrollan en Múnich: allí recibió su tardía formación artística el vástago de una familia de la burguesía rusa que renunciaba así a un futuro encaminado hacia la enseñanza del Derecho; allí adoptó un fauvismo basado en el uso antinaturalista del color y allí fundó junto a Franz Marc el grupo El Jinete Azul.
Un segundo periodo se inaugura con la Primera Guerra Mundial, que forzó su breve regreso a Rusia, donde su obra se dejaría permear por la radicalidad de constructivismo y el suprematismo, sin realmente identificarse del todo con sus principios. “Se marchó de allí en cuanto le ofrecieron ser profesor en la Bauhaus”, apunta Lekha Hileman Waitoller, comisaria que ha coordinado el montaje bilbaíno (la curator Megan Fontanella no ha podido abandonar los Estados Unidos debido a la covid-19, así que la comunicación entre ambas se ha producido a razón de dos videoconferencias diarias durante toda la preparación de la muestra).
Por fin, en París, donde tras el derribo de la Bauhaus por el ariete nazi pasó los 11 últimos años de su vida, su obra quedó determinada por el interés en lo científico, por la carestía de la Segunda Guerra Mundial que le obligó a trabajar en formatos más pequeños, y también por la influencia de la nueva generación surrealista: no es difícil ver en esta etapa ecos de un Miró o un Tanguy, aunque es justo admitir que estos elementos biomorfos y la paleta más luminosa ya aparecen apuntadas en algunas piezas tardías del periodo Bauhaus.
El vínculo con Krasner
Curiosamente, esta sensación de trayecto se ve reforzada por lo que en principio suponía una limitación. Con el fin de favorecer el tráfico de visitantes en época de pandemia, el montaje propone un recorrido lineal por la sucesión de piezas colgadas en el muro en lugar de una división estanco por salas (tres para los tres bloques: habría resultado perfecto, quizá hasta demasiado).
Después el viaje continúa gracias al diálogo que se establece con otra exposición que lleva desde septiembre en el piso inferior del museo, la dedicada a la expresionista abstracta Lee Krasner (1908-1984), representante de la Escuela de Nueva York. Resulta improbable que ambos artistas llegaran a conocerse en persona, pues Kandinsky nunca estuvo en Estados Unidos, y para cuando Krasner visitó Europa el ruso ya había fallecido. Pero sus vínculos alcanzan más allá de encuentros materiales o herencias intergeneracionales. Hay tendido entre ellos un hilo que une dos aproximaciones al arte como umbral hacia una realidad interior. Ese hilo delicado pero consistente es, quizá, el mejor de todos los viajes a los que ahora nos invita el Guggenheim Bilbao.