La vida excesiva del hijo del capitán Frontera
Niño de la calle antes de que hubiera niños de la calle, poeta y revolucionario, el autor de ‘Sagrada familia’ condensa en su figura lo más terrible del siglo XX argentino
Hay vidas excesivas. Vidas que deberían repartirse entre varias personas para resultar creíbles y soportables. La de Luis Frontera es una de esas vidas: tragedia, locura, violencia y cultura en dosis casi insostenibles, como si lo más terrible del siglo XX argentino se hubiera encarnado en un hombre. A sus 76 años, Frontera cuenta en la novela Sagrada familia su asombrosa biografía.
"Mi padre fue un traidor a la patria. Un día metió su uniforme de capitán del Ejército argentino en una bolsa de arpillera y lo dejó en la mesa de entradas del Ministerio de Defensa, ante la boca abie...
Hay vidas excesivas. Vidas que deberían repartirse entre varias personas para resultar creíbles y soportables. La de Luis Frontera es una de esas vidas: tragedia, locura, violencia y cultura en dosis casi insostenibles, como si lo más terrible del siglo XX argentino se hubiera encarnado en un hombre. A sus 76 años, Frontera cuenta en la novela Sagrada familia su asombrosa biografía.
"Mi padre fue un traidor a la patria. Un día metió su uniforme de capitán del Ejército argentino en una bolsa de arpillera y lo dejó en la mesa de entradas del Ministerio de Defensa, ante la boca abierta de un suboficial.
- Me voy a la guerra -dijo.
“Y se fue”.
Así comienza la novela, publicada en Argentina por Seix Barral. Era el año 1936 y el capitán José María Frontera marchaba a combatir contra el fascismo en la guerra civil española. Aquel viaje desencadenó una cadena de desgracias. En cierta forma, aún duran.
El capitán Frontera luchó en España, conoció a personajes como Buenaventura Durruti y Valentín González El Campesino y fue derrotado. Llegado el momento, tuvo que elegir entre seguir combatiendo en Francia y volver a su país. Decidió volver. Tenía una esposa y ocho hijos. En cuanto pisó Buenos Aires fue detenido por comunista y enviado a un penal patagónico. Pasó por cárceles y psiquiátricos. Ningún soldado argentino había combatido en un conflicto del siglo XX y el Ejército tenía interés en conocer los efectos psicológicos de la guerra moderna. En una prisión militar de La Plata se le concedió permiso para una visita de su esposa. De esa visita nació, en 1944, su último hijo, Luis Frontera.
La familia era muy pobre porque al capitán Frontera le habían suprimido la pensión. Eso lo arregló unos años más tarde, personalmente, Evita Perón. Pero Luis creció sin ir apenas a la escuela. A los 10 años, fumador y descuidado, trabajaba en una lavandería. “Fui un chico de la calle cuando no existían aún los chicos de la calle”, dice, sentado en la terraza del café La Biela. En este mismo café conoció al escritor Ernesto Sábato, el hombre que logró sacarle del psiquiátrico. Pero aún no hemos llegado ahí.
Cuando el padre fue liberado volvió a casa. Era otro. “Solamente quería estar en silencio, leer, tomar alcohol y lastimar las manos que intentaban acariciarlo”. Sus hijas (salvo la séptima, Esther) le odiaban. El capitán Frontera acabó yéndose. No hay espacio aquí para recoger las múltiples desventuras de hermanos y hermanas. El último hijo, Luis, se dedicó a buscarle, a investigar su estancia en España, a reclamar su cariño. En la novela, el padre muere pronto. En la vida real duró más y llegó a elogiar un libro de poemas del hijo. Siempre se trataron de usted.
Luis Frontera aprendió a leer y a escribir acudiendo cada tarde a la Biblioteca Nacional que dirigía Jorge Luis Borges. Un día, el joven Frontera habló del cometa Halley con el eximio bibliotecario y le dijo que seguramente tendría la suerte de verlo dos veces: había surcado el cielo en 1910 [Borges nació en 1899] y volvería a hacerlo en 1986 [el año en que Borges murió]. El muchacho obtuvo una respuesta borgiana: “Ese cometa no existe”.
Mientras el padre se vinculaba con la guerrilla de los Montoneros, el hijo, ya escritor de poemas, se inició en el periodismo. Viajó (a bordo de camiones de ganado y de reparto de prensa) a Isla Negra, la casa chilena de Pablo Neruda, y cenó con el poeta. Trabajaba en la revista Panorama y en el diario El Mundo, propiedad del Partido Revolucionario de los Trabajadores, brazo político del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Su tarea como reportero en El Mundo tenía momentos tan siniestros como absurdos. Cuando el ERP secuestraba a alguien, por ejemplo, no tenía que moverse de la mesa para recibir información: sus jefes le hacían llegar incluso los documentos del secuestrado. “Cuando pedían que el rescate se pagara en billetes pequeños, yo sabía que ese mes iba a cobrar en billetes pequeños”, explica Frontera.
Luis Frontera participó en el terror de la época. En la novela cuenta que disparó a un hombre en la calle y tal vez lo mató.
Juan Domingo Perón volvió a Argentina, la violencia entre el peronismo de derecha y el de izquierda (Montoneros era el eje de todas las guerrillas revolucionarias) se convirtió en guerra abierta y El Mundo sufrió un ataque: “Durante la noche del 23 de febrero de 1974”, escribe Frontera en Sagrada Familia, “un camión se detuvo frente al edificio: bajaron grupos de la Juventud Peronista de la República Argentina y ametrallaron la redacción durante 20 minutos. Algunos pudimos escapar por las terrazas, como delincuentes. Y finalmente, cuando llegó la policía, los periodistas que habían sobrevivido bajo sus escritorios fueron detenidos mientras los atacantes se retiraban cantando por Sarmiento y Suipacha”.
Luis Frontera tenía esposa e hija. Un juez le recomendó que se alejara de ellas para no ponerlas en peligro. Así desaparecieron de su vida. Una noche, saliendo de la pensión en que se alojaba, fue golpeado. En septiembre de ese año, una serie de asesinatos de niñas, posiblemente rituales, le afectó profundamente. “Fui a mi casa, que estaba abandonada, y empecé a repetir, aunque con mayor virulencia, algo que ya había hecho de adolescente: cortarme en las muñecas y en el pecho con un vidrio”. La idea, explica, era compensar el dolor psíquico con el dolor físico. Tras esa autoagresión empezó su estancia en un “manicomio peronista”. Fueron dos años entrando y saliendo. Los otros pacientes le llamaban El Interesante, porque uno de ellos había escuchado a un médico decir que Frontera constituía “un caso interesante”.
Alguien le hizo llegar a Ernesto Sábato un libro de poemas de Frontera. Sábato movió hilos y logró que le dieran el alta. Se conocieron en el café La Biela y se trataron durante un tiempo. El poemario se publicó, pero Sábato no acudió a la presentación, en la que sí estuvo Tomás Eloy Martínez. “Un día Sábato me dijo que no tenía espacio para amigos nuevos y dejamos de vernos, así de simple”, cuenta Luis Frontera.
El hijo del capitán volvió a trabajar como periodista tras la dictadura y conoció a Ofelia Perdomo, su actual compañera. Antes había tenido otro hijo, años más tarde diagnosticado como esquizofrénico. El chico lleva más de 20 internamientos.
A Luis Frontera le gustaría viajar a España, para seguir buscando rastros de su padre, y escribir un nuevo libro sobre la nueva generación: “Los nietos del capitán Frontera han sufrido incluso más que sus hijos”, dice. “Una de las nietas mató a su padre. Otra se suicidó en un psiquiátrico. Otro se mató lanzándose al paso de un autobús”.