Buenas noches, Jerry

He tenido que pasar dos días sin oír su risa para convencerme de que Gerardo Vera ha muerto. Tras un año y medio de descanso, le veía recuperadísimo

Imagen de 2016 del escenógrafo y director de teatro y cine Gerardo Vera, fallecido el pasado domingo.J.J.Guillen (EFE)

He tenido que pasar dos días sin oír su risa para convencerme de que Jerry ha muerto. Aquella risa que sonaba algunos sábados por la noche, para borrar el insomnio, para charlar con “la familia”. ¡Y vaya si charlaba, con qué brío! Jerry era y seguirá siendo Gerardo Vera. Irene Escolar le llamaba Jerry, o tío Jerry, y yo les imaginaba como una alumna del Vassar y un profesor judío del Actor’s. Luego le veía paseando en torno a la glorieta de Bilbao con Lluís Pas...

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He tenido que pasar dos días sin oír su risa para convencerme de que Jerry ha muerto. Aquella risa que sonaba algunos sábados por la noche, para borrar el insomnio, para charlar con “la familia”. ¡Y vaya si charlaba, con qué brío! Jerry era y seguirá siendo Gerardo Vera. Irene Escolar le llamaba Jerry, o tío Jerry, y yo les imaginaba como una alumna del Vassar y un profesor judío del Actor’s. Luego le veía paseando en torno a la glorieta de Bilbao con Lluís Pasqual o con Lady Espert en un atardecer de Ferrara, tardes y tardes hablando. Jerry era una mezcla de narrador nato y enciclopedia teatral andante. Siempre estaba lleno de proyectos, de obsesiones felices y de risa. Tras un año y medio de descanso, le veía recuperadísimo. Ahora lamento no haberle grabado sus horas más apasionadas sobre Quevedo, para aquel espectáculo tan difícil en la Comedia, donde brillaban Echanove, Lucía Quintana y Marta Ribera. Tantos personajes e intérpretes que volvían como un puzle. De repente, por ejemplo, Amparo Baró, enorme en Agosto, de Tracy Letts. A veces le brotaban recuerdos del futuro, una de sus pasiones favoritas. “¿Qué te parecería Carmen Machi para La Celestina?”, me dice. ”¡Qué me va a parecer! Lo que es: descomunal", le digo. “Y esto te va a sorprender todavía más: ¿sabes quién creo que estaría soberbio? Carlos Hipólito para el escocés. El asesino del sueño”. Me coge por la muñeca. “El octubre siguiente, pongamos”. Y llega uno de sus latiguillos, casi susurrado: “Pero no lo cuentes, ¿eh? Todavía no”.

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Recuperado de un infarto, quería volver a la carga con cinco funciones: así era Jerry. Me dijo, sonriente: “Cuando la vida te atiza un palo así, también te da unos estímulos que no creías tener”. Le recuerdo fidelísimo a sus amigos: “Este montaje quiere ser para mí la celebración de la entrada de Alfredo Sanzol en el CDN”. Sanzol me contaría que debutó en la sala pequeña del María Guerrero: era casi un desconocido que montó Sí, pero no lo soy porque Jerry se empeñó, “y cuando Gerardo se empeñaba…”. Otros estrenos iban a ser Para acabar con Eddy, de Édouard Louis, en La Abadía, con la Joven Compañía; y La sonata a Kreutzer, de Tolstói, con Pedro Casablanc y Marta Poveda (“¡Es que fue la primera obra adulta que vi, con Fernán Gómez!”) y luego quería hacer “una Verbena de la Paloma galdosiana”, en la Zarzuela, “con mantones convirtiendo las calles de Madrid en jardines”, se ensoñaba de colores. Y luego, ya yéndose, a la salida del Círculo de Bellas Artes: “Otra cosa te quiero contar: se llama Oceanía. La historia de un niño homosexual con un padre falangista y millonario. Al principio hice una novela sobre la infancia y la adolescencia, pero varios amigos me han dicho: ‘Esto es un monólogo para el teatro’. Y les he dado la razón, para hacerlo en marzo, antes de La Celestina”. Lo que me había reído y apasionado con este hombre. Maldito coronavirus. Jerry tenía solo 73 años. Y tantas, tantas vidas…

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