El viejo Tanguy y el mendigo ahogado

En París, a principios del siglo pasado, un pordiosero sumido en el alcohol llevaba un cuadro bajo el brazo buscando a un entendido que le diera unos francos por él

'El padre Tanguy', de Vincent van Gogh (1887).musée rodin

En París, a principios del siglo pasado, un mendigo sumido en el alcohol llevaba un cuadro bajo el brazo buscando a un entendido que le diera unos francos por él. Era un lienzo de pequeño formato que representaba la figura de un viejo de rostro risueño bajo un sombrero de fieltro marrón, con una casaca azul y las manos cruzadas en el regazo. No se sabe cómo llegó a su poder en las correrías por las tabernas de Montmartre este cuadro firmado por un tal Vincent van Gogh.

Una mañana el mendigo dio con la tienda de cu...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En París, a principios del siglo pasado, un mendigo sumido en el alcohol llevaba un cuadro bajo el brazo buscando a un entendido que le diera unos francos por él. Era un lienzo de pequeño formato que representaba la figura de un viejo de rostro risueño bajo un sombrero de fieltro marrón, con una casaca azul y las manos cruzadas en el regazo. No se sabe cómo llegó a su poder en las correrías por las tabernas de Montmartre este cuadro firmado por un tal Vincent van Gogh.

Una mañana el mendigo dio con la tienda de cuadros que el marchante Ambroise Vollard, un judío avispado y dormilón, acaba de abrir en la calle Laffitte, donde se pasaba el día dormitando rodeado de lienzos de Gauguin, de Cézanne, de Picasso, de Braque, de Matisse, en compañía de un gato de angora a la espera de que entrara alguno de aquellos millonarios norteamericanos que estaban inundando de dólares todo París.

Este marchante tenía una forma de vender muy personal. Si alguien le pedía una rebaja por un Cézanne, accedía sin más, pero si exigían una rebaja mayor por llevarse todos los cuadros que le quedaban de este pintor, entonces pedía un precio desorbitado por cada uno para romper el trato. ¿Por qué? Porque entonces tenía solo dinero, pero se quedaba sin los cuadros de Cézanne. Ambroise Vollard usaba un humor disolvente. Decía que practicaba la religión judía porque era muy friolero y la sinagoga era el único templo que permitía a los fieles asistir al culto sin quitarse el sombrero.

El mendigo le mostró el lienzo y Vollard sólo tuvo que entreabrir un ojo.

—Es falso. No vale nada—, exclamó.

—Abra los ojos y mírelo bien—, insistió el mendigo.

—Se trata de una copia—, dijo el marchante—. El original está colgado en la chimenea de un famoso banquero, un barón de todos conocido. Se lo vendí yo.

Puesto que no valía nada, el mendigo dejó el cuadro con cierta displicencia apoyado en la pared, dio media vuelta y desapareció. El golpe de la puerta de la calle acabó por despertar al marchante, quien se encontró con que aquel viejo del cuadro le miraba fijamente y le sonreía. Al parecer era una de las tres versiones que Van Gogh había pintado del viejo Tanguy, una de ellas adquirida, al parecer, por ese aristócrata de las finanzas. La figura del cuadro, el viejo Tanguy, era un personaje muy popular entre los artistas que vivían en París. Regentaba en Montmartre una tienda de materiales de pintura, lienzos, lápices, carboncillos y tubos de colores. Era de carácter paternal y bonachón; solía aceptar un cuadro como pago hasta el punto que llegó a tener una gran colección de pintores impresionistas del momento; puede que el retrato que le pintó Van Gogh lo hubiera cambiado por un bastidor

Pasaron varios días y cada vez que el marchante salía de la modorra aquel viejo del cuadro no cesaba de mirarle insistencia como si le hablara. Después de manejarse durante tanto tiempo con los misterios del arte, Vollard sabía que el viejo Tanguy le estaba diciendo con los ojos que era auténtico, que no tenía por qué dudar de su existencia. Hay expertos en arte que perciben claramente el lenguaje.

Pasaron algunos meses hasta que Vollard, al contemplar una vez más el cuadro, tuvo un presentimiento y se dispuso a examinarlo con el máximo rigor. Limpió el lienzo con un paño mojado. Luego frotó la pintura con una patata cruda y del rostro del viejo Tanguy y de su casaca comenzaron a emerger unas pinceladas nerviosas, ineludibles, neuróticas. Vollard sabía que cada una de ellas constituía una firma, de modo que llegó a la conclusión de que ese cuadro que tenía a los pies junto al gato de angora era un auténtico Van Gogh. El banquero sólo tenía una mala copia colgada en el lugar más visible del salón. El marchante, según parece, se avino a cambiarlo por el cuadro del mendigo, pero entonces el mendigo ya se había arrojado al Sena. En las tabernas de Montmartre se contaban cosas raras acerca de este suceso.

El mundo del arte está lleno de misterios. Una mujer desahuciada por un cáncer terminal se curó cuando le llevaron a la habitación del hospital un cuadro de girasoles pintado de Van Gogh. La ciencia no podía hacer nada por ella, pero fue suficiente con que la mujer besara una de aquellas pinceladas de oro para quedar curada. El arte realiza esta clase de milagros, pero también hay cuadros que arrastran en su interior una condena.

Tal vez el cuadro de viejo Tanguy, que durmió durante muchos años junto al gato de angora en la tienda del señor Vollard, con el tiempo salió al mercado. Pasó por distintas galerías y subastas, adornó salones de la alta burguesía, mansiones de artistas, de industriales, de peleteros, de reyes de la moda y, fuera autentico o falso, llevaba dentro la maldición del mendigo ahogado.


Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Sobre la firma

Más información

Archivado En