La cultura: un bien común
Las máximas instancias oficiales parecen desaparecidas en combate, como si en estos momentos la cultura fuera el excedente, lo frívolo, y no algo que, pese a no curar, quizás consuela
Hay personas en nuestro país que viven en escasos metros cuadrados y no tienen ordenador o tienen uno para teletrabajar. Hay casas sin wifi y familias que no pueden ayudar a sus hijos con grandes discursos teóricos sobre el “heteropatriarcado” o con una integral, porque su formación no se lo permite. Desde luego que cada casa no se ha convertido en un aula, como se ha dicho desde instancias oficiales “radical chic”, y no se necesitan informes de especialistas para conocer esa realidad: basta la empatía. Contestaba al confinamiento un artista norteamericano: “Confínate en casa –si...
Hay personas en nuestro país que viven en escasos metros cuadrados y no tienen ordenador o tienen uno para teletrabajar. Hay casas sin wifi y familias que no pueden ayudar a sus hijos con grandes discursos teóricos sobre el “heteropatriarcado” o con una integral, porque su formación no se lo permite. Desde luego que cada casa no se ha convertido en un aula, como se ha dicho desde instancias oficiales “radical chic”, y no se necesitan informes de especialistas para conocer esa realidad: basta la empatía. Contestaba al confinamiento un artista norteamericano: “Confínate en casa –si tienes casa.”
Luego hay hogares confortables o al menos con wifi y ordenadores para casi todos y que conocen las trampas del discurso “heteropatrical”, pero prefieren pasar tiempo con los/las niños/as haciendo tartas o trabajos manuales de toda la vida –sí, animales con los rollos del papel higiénico-, en lugar de recurrir a lo dogmático, que bastante dura es la vida ya para los niños sin poder salir. Además, hacer trabajos manuales “viejunos” es muy, pero muy radical (y hasta chic). Pensar en los niños –y no solo en los perros, que también- es empatía, aunque no tengamos niños cerca.
Es aquí donde me surgen más dudas. Estoy segura que no seré la única que se ha preguntado cómo contribuir a esta crisis sociosanitaria sin dar la tabarra dogmática que interesa solo “a las personas dentro el grupo” –cito a Martha Rosler. Porque estoy convencida de que la cultura es educación y por lo tanto útil. Y es consuelo: ayuda a pasar las penas -lo escribió Rilke a propósito de Chopin tras la muerte de una tía. Entonces, debe ser considerada un bien común y ser tenida en cuenta –muchos artistas que también viven en precario, por cierto. La cultura, además, se ha volcado con contenidos gratuitos en este momento angustioso: trata de ayudar con conciertos y óperas, unas películas, series, libros, prensa; paseos virtuales por los museos… Pese a todo, las máximas instancias oficiales parecen desaparecidas en combate, como si en estos momentos la cultura fuera el excedente, lo frívolo, y no algo que, pese a no curar, quizás consuela.
También desde el mundo de la cultura habría que subrayar eso que consuela; escuchar para poder ayudar; respetar a los que opten por hacer un animal con el rollo de papel higiénico o ver una peli de Doris Day. Ha llegado el momento de dejar lo dogmático a un lado y rescatar las emociones –premisa fundamental de todo bien común. Dejar de hablar para “nosotros” si queremos ser de “todos”. Hace treinta años la activista y feminista Lucy Lippard se lamentaba de cómo las vanguardias se enajenaban cada vez más de su público. Tal vez ha llegado el momento de recuperar desde la cultura cualidades en desuso –belleza, placer, humor… las emociones, en suma. Librarnos de los dogmas y entretener también –¿por qué no?- para consolar. Ahí radica la fuerza de la cultura y no es poca en estos momentos difíciles y los por venir –que serán más difíciles todavía.