Dos libros que merecen saltar del suelo a la librería
Como con el virus, con la selección de libros hay que ser contundente, tanto para rescatar como para desechar
La mayor asignatura pendiente en términos culturales estos días no es tanto el Ulises de Joyce, que también, sino poner orden en esos montones de libros mezclados y polvorientos, donde Harari convive con el último Planeta, Quevedo con Saviano o con regalos desubicados, apuntes de entrevistas o antologías forzadas al calor de la moda. Son días para despejar la estantería de libros que parecieron importantes y no lo son y, por el contrario, encajar libros que andaban por los suelos y que merecen estar. Días de trapo de polvo, cajas y, si nos dejan acercarnos al contenedor azul, empezar a ...
La mayor asignatura pendiente en términos culturales estos días no es tanto el Ulises de Joyce, que también, sino poner orden en esos montones de libros mezclados y polvorientos, donde Harari convive con el último Planeta, Quevedo con Saviano o con regalos desubicados, apuntes de entrevistas o antologías forzadas al calor de la moda. Son días para despejar la estantería de libros que parecieron importantes y no lo son y, por el contrario, encajar libros que andaban por los suelos y que merecen estar. Días de trapo de polvo, cajas y, si nos dejan acercarnos al contenedor azul, empezar a despejar. Como con el virus, en esto hay que ser contundente.
Y entonces viene leer, sí. O releer. Porque como bromeaba estos días el buen Manuel Gutiérrez Aragón, “a este paso terminaremos leyendo hasta Pereda”.
Quien esto escribe colecciona lagunas, océanos, en el territorio de los clásicos, claro que sí. Pero una está inmersa en intentar comprender lo que hoy se escribe, en abrazar con calor lo que merece brillar y en espantarse de lo que triunfa sin valor. Y en esa saca de novedades hay joyas que merecen saltar a la librería.
Una es La casa del padre, de Karmele Jaio (Destino), que ha sido capaz de excavar hondo en dos personajes con la mochila cargada de brumas y orejeras que no les han dejado ver lo que eran capaces de ser. El protagonista, de mediana edad, se ahoga en la sensación de no pertenecer a esta sociedad que empieza a colocar a las mujeres en otro lugar. Su esposa, que empatiza internamente con esta revolución feminista, contempla en sí misma los estragos de un machismo soterrado que la ha hecho renunciar a tantas cosas. ¿O acaso no hay violencia en que un hombre violente la hucha de su mujer porque el dinero lo ha ganado él? El descubrimiento paulatino de lo que hay detrás de arrojar las botas embarradas en el suelo para que las limpie la mujer, la difuminada línea entre no tratar bien y maltratar, florecen con un pulso enormemente literario de la mano de Jaio.
Otro es La forastera, de Olga Merino (Alfaguara), una arisca historia de pueblo sin adjetivos con una profundidad de armario que la vuelve literariamente exuberante. La protagonista se presenta como un desecho de mujer que tuvo una vida y hoy es tomada por loca. Los secretos del pueblo no pertenecen a nadie, pero la historia que se esconde tras ellos sí, y el proceso para desvelarlos bien merece el recorrido por un estilo rico, de un vocabulario recio y poderoso bien armado.
Ya ven. Libros que van a encajar por muchos años en la librería. En la limpieza, hemos dejado mucho hueco.