La novela más divertida de Mark Twain pudo dar pie a ‘El Gran Gatsby’

'El conde americano' fundamenta buena parte de la literatura dispuesta a reírse de casi todo

Mark Twain, fotografiado en su casa en plena tarea literaria.

Mulberry Sellers es un hombre singular. Es a la vez abogado, agente judicial, materializador de espíritus, hipnotizador y curandero de almas. En su tiempo libre, inventa juguetes a los que pone nombres ridículos. Su mujer cree estar casada con las mismísimas Cataratas del Niágara y su hija, Sally, prefiere su nuevo nombre, Gwendolen, porque hace que las otras chicas parezcan pajaritos que picotean alrededor de su merecidísimo despacho propio (¡un despacho propio! ¡una cría de instituto con un despacho propio!). Pero, ¿por qué ha cambiado de nombre Sally Sellers? ¿Y por qué Mulberry se empeña e...

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Mulberry Sellers es un hombre singular. Es a la vez abogado, agente judicial, materializador de espíritus, hipnotizador y curandero de almas. En su tiempo libre, inventa juguetes a los que pone nombres ridículos. Su mujer cree estar casada con las mismísimas Cataratas del Niágara y su hija, Sally, prefiere su nuevo nombre, Gwendolen, porque hace que las otras chicas parezcan pajaritos que picotean alrededor de su merecidísimo despacho propio (¡un despacho propio! ¡una cría de instituto con un despacho propio!). Pero, ¿por qué ha cambiado de nombre Sally Sellers? ¿Y por qué Mulberry se empeña en que sus criados le llaman Conde Rossmore? Muy sencillo. Porque Mulberry Sellers es el Conde de Rossmore. El último de su estirpe.

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Una serie de malentendidos (y problemas con el correo) han hecho que durante al menos un par de siglos el verdadero conde de Rossmore no sea más que un farsante. Todo empezó cuando el primogénito de los Rossmore decidió marcharse a probar suerte a América y jamás regresó. El título pasó así a su hermano pequeño, que, al final de su vida, recibió una carta, del hijo americano de su hermano, reclamándoselo. Pero una serie de infortunios (y la definitiva muerte) hicieron que no pudiera ostentarlo. Y así sucedió una y otra vez hasta alcanzar al bueno de Mulberry Sellers y su pequeña y disfuncional familia.

Cuando lo descubre, Sellers está convencido de poder materializar espíritus y ahorrar así un montón de dinero a todo el mundo. Mejor dicho, ganar él ese dinero. “Consideremos el ejército, por ejemplo. Actualmente consta de veinticinco mil hombres; gasta veintidós millones al año. Desenterraré a los romanos, haré resucitar a los griegos, proporcionaré al Gobierno, por diez millones al año, diez mil veteranos salidos de las legiones gloriosas de todas las épocas. Soldados que cazarán indios todo el año, montados en caballos materializados, sin costar un céntimo su manutención y desperfectos”. Sí, Mulberry tiene un excelente plan. ¿Que un buscadísimo delincuente (manco) por el que ofrecen una cuantiosa recompensa muere en el incendio de un hotel? Mulberry se frota las manos y dice: "Lo materializaré y lo llevaré yo mismo hasta comisaría".

El conde americano no es sólo una de las novelas más divertidas de Mark Twain, el hombre que primero fue tipógrafo (de hecho, lo fue durante casi toda su vida, iba de imprenta en imprenta, y aprovechaba para imprimir sus cuentos) y luego padre de Huckleberry Finn y Tom Sawyer (¿por qué esos dos condenados chicos han cubierto de brumosa niebla del Mississipi el resto de la obra de Twain?), sino que fundamenta buena parte de la literatura dispuesta a reírse de casi todo que tipos como Evelyn Waugh retomarían años después, pero no sólo él: en la historia hay un Gran Gadsby, y se escribió un puñado de años antes que la mítica novela de Francis Scott Fitzgerald. Lo que demuestra que, detrás de un gran genio, siempre hay otro aún mayor.

Mark Twain, fotografiado en su casa en plena tarea literaria.
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