Análisis

No estaba de humor

Eugenio alcanzaba la inmortalidad enlutado, con el rictus de quien va a comunicar un deceso

Dado que la sorpresa es uno de los componentes fundamentales de la comedia, no han sido pocos los cómicos de raza que, a lo largo de la historia, han llegado a la conclusión de que lo más sorprendente que podían aplicar a su disciplina era jugar en contra de la propia naturaleza de lo cómico.

Cuando en el cine mudo de la década de los veinte la comedia se fundamentaba en la aceleración y el dinamismo, un cómico como Harry Langdon llegó a la conclusión de que la lentitud era un territorio digno de ser explorado: en películas como El hombre cañón (1926) o ...

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Dado que la sorpresa es uno de los componentes fundamentales de la comedia, no han sido pocos los cómicos de raza que, a lo largo de la historia, han llegado a la conclusión de que lo más sorprendente que podían aplicar a su disciplina era jugar en contra de la propia naturaleza de lo cómico.

Cuando en el cine mudo de la década de los veinte la comedia se fundamentaba en la aceleración y el dinamismo, un cómico como Harry Langdon llegó a la conclusión de que la lentitud era un territorio digno de ser explorado: en películas como El hombre cañón (1926) o Sus primeros pantalones (1927), ambas dirigidas por Frank Capra, el actor dilataba el tiempo (y el gesto) hasta la exasperación, desarrollando un nuevo lenguaje basado en la, a veces, extenuante espera ante la caída o el tropezón inevitables.

No menos radical era el vaciado gestual que convirtió a Buster Keaton en el gran cara de póker de los tiempos del slapstick. Mientras Charles Chaplin conquistaba una progresiva sutileza y elocuencia del gesto, el creador de El maquinista de La General (1926) demostraba que unas facciones imperturbables coronadas por una mirada fatalista y melancólica eran el mejor punto de contraste para una coreografía de gags visuales trazados con alta precisión.

En el ámbito del contador de chistes de club nocturno o casete de gasolinera, Eugenio fue uno de los grandes descendientes de esa tradición: mientras, en su momento, otros cómicos de la especialidad —como, por ejemplo, Ramón— alcanzaban un éxito coyuntural desgranando sus chistes con la familiar vehemencia de un cuñado en una boda, Eugenio alcanzaba la inmortalidad enlutado, con el rictus de quien va a comunicar un deceso, con una puesta en escena espartana y una maestría puramente intuitiva para convertir la pausa y el silencio en los elementos expresivos que otorgaban a cada actuación la naturaleza de un grave ritual ofrendado a los dioses de la comedia.

Un cómico lo confía todo a su lenguaje: si hoy seguimos hablando de Eugenio es porque, lejos de rendirse al efecto inmediato de la pirotecnia cómica, de contar un chiste como mandan los cánones, apostó por la inversión a largo plazo de que fuera la comedia la que se ajustara a los rigores de su identidad verbal y gestual. No eran los chistes, sino la manera de servirlos: el resignado arte de un hombre que no estaba de humor para hacer humor.

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