Por los ojos de la Duncan

Beatriz Argüello y Hugo Pérez evocan el alma de la gran bailarina en una función simbolista

¿Una transubstanciación? Beatríz Argüello se mueve juncal por el escenario, como la Duncan en el éter o ante las ondas dela laguna Estigia. Su fisonomía afilada pero bella, tan diferente de la de la bailarina estadounidense, transmite idéntica exaltación interior: ambas están en pleamar, por influjo de la luna llena.

Estaciones de Isadora es un espectáculo poético, de pocas palabras pero certeras, sostenido sobre una interpretación formidable, con codirección inspirada de Hugo Pérez de la Pica, y otra presencia escénica preciosa:la de Mijail Studionov, pianista cuya mano diestr...

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¿Una transubstanciación? Beatríz Argüello se mueve juncal por el escenario, como la Duncan en el éter o ante las ondas dela laguna Estigia. Su fisonomía afilada pero bella, tan diferente de la de la bailarina estadounidense, transmite idéntica exaltación interior: ambas están en pleamar, por influjo de la luna llena.

Estaciones de Isadora

Autor: Hugo

Pérez de

la Pica. Intérpretes: Beatriz Argüello y Mijail Studionov (piano). Coreografía: Helena Berrozpe, con la colaboración de Daniel Abreu. Luz:

Miguel Pérez

Muñoz. Figurinista: Rosa García Andújar. Espacio escénico y dirección: H. Pérez y B. Argüello. Madrid. Teatro Español, hasta el 20 de noviembre.

Estaciones de Isadora es un espectáculo poético, de pocas palabras pero certeras, sostenido sobre una interpretación formidable, con codirección inspirada de Hugo Pérez de la Pica, y otra presencia escénica preciosa:la de Mijail Studionov, pianista cuya mano diestra la actriz retira del teclado, tomándola entre las suyas, sin que se quiebren el ritmo, que sigue marcando con la izquierda, ni la melodía de lo que viene tocando, cual si hubiera sido poseído por el espíritu de Paul Wittgenstein.

Algo espectral atraviesa esta función breve (45-50 minutos), que sabe a poco y deja ganas de más: todo en ella es bonito, delicado y alusivo. No esperen que se les informe sobre el personaje o se les cuente historia alguna: quién entre sin saber nada de Isadora, saldrá sin erudición añadida. Más que a un espectáculo, uno tiene la sensación de haber asistido a un ensueño de Maeterlinck o a la recreación estética de una sesión espírita, en la que la Duncan se despoja del corsé de la danza clásica, baila ahora más libre, se maravilla, se duele, desgrana un texto exquisito y escaso, como en un recital poético con más puesta en escena que versos, y se despide antes de lo que quisiéramos, encendida por una felicidad efímera.

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