CRÍTICA | MI PANADERÍA EN BROOKLYN

A la antigua usanza

En su tercer largometraje como director, Gustavo Ron apela a los modos de la comedia romántica del pasado como una especie de transgresión de espíritu

Fotograma de 'Mi panadería en Brooklyn'.

Desde los títulos de crédito, con esa paginación retro, sus dibujos y tipografías, Mi panadería en Brooklyn remite a las screwball comedies clásicas: en su centro de actuación, el establecimiento del título, inspirado en The shop around the corner, es decir, El bazar de las sorpresas; en su poco plausible, insólito y bonito encontronazo inicial de la pareja romántica protagonista; en los aderezos de entorno y vestuario, bicicletas vintage de cestita; incluso en el oficio de los secundarios, como el limpiabotas. En su tercer largometraje como directo...

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Desde los títulos de crédito, con esa paginación retro, sus dibujos y tipografías, Mi panadería en Brooklyn remite a las screwball comedies clásicas: en su centro de actuación, el establecimiento del título, inspirado en The shop around the corner, es decir, El bazar de las sorpresas; en su poco plausible, insólito y bonito encontronazo inicial de la pareja romántica protagonista; en los aderezos de entorno y vestuario, bicicletas vintage de cestita; incluso en el oficio de los secundarios, como el limpiabotas. En su tercer largometraje como director, Gustavo Ron apela, como ya hizo en Mia Sarah (2006), a los modos de la comedia romántica del pasado, casi a otras vidas, como una especie de transgresión de espíritu, de (re)creación de un mundo que con toda seguridad ya no existe. Y, aunque la apuesta es descomunal, Ernst Lubitsch y Frank Capra como modelos, y los resultados, desiguales, cierta cinefilia lo agradecerá.

MI PANADERÍA EN BROOKLYN

Dirección: Gustavo Ron.

Intérpretes: Aimee Teegarden, Linda Lavin, Ernie Sabella, Blanca Suárez, Josh Pais.

Género: comedia. España, 2016.

Duración: 100 minutos.

Con Nueva York como mejor decorado del mundo, Ron patina, sin embargo, en una de las esencias más complicadas de emular de aquellas comedias locas: la parte física, el slapstick. Y, como ya le ocurrió en Mia Sarah, los peores momentos de su película son los tartazos, las caídas. Desperfecto al que hay que sumar la acumulación de romances (tres, demasiados), sobre todo porque uno de ellos, el del personaje de Blanca Suárez, o está cortado, o mal narrado. Pero adentrarse, con los tiempos que corren, en una película con homenajes a La octava mujer de Barba Azul (la mitad de un croissant, la mitad de un pijama) y Arsénico por compasión, y poseedora además de un villano bancario al estilo de ¡Qué bello es vivir! no puede ser criticado. Al menos este crítico no.

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