CRÍTICA | LUCES DE PARÍS

Amanecer en la ciudad

La puesta en escena de Fitoussi no pasa de pedestre, de televisiva en el peor sentido, y el guion está lleno de agujeros y feos detalles

Isabelle Huppert y Jean-Pierre Darroussin, en 'Luces de París'.

El combate entre campo y ciudad es un clásico del cine ya desde el mudo. El contraste entre la pausa y el vértigo, entre la mirada distraída en el vecino y la vista fija en uno mismo, entre la templanza y el peligro, entre lo malo conocido y lo bueno por conocer. Y aunque con el tiempo se hayan estrechado las barreras desde la fundacional Amanecer (F. W. Murnau, 1927), que llevaba a un sencillo labriego a la perdición de la ciudad, con forma de adulterio, mujer desbocada y sofisticación de urbe, Luces de París demuestra que en ciertos aspectos sigue habiendo un abismo.
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El combate entre campo y ciudad es un clásico del cine ya desde el mudo. El contraste entre la pausa y el vértigo, entre la mirada distraída en el vecino y la vista fija en uno mismo, entre la templanza y el peligro, entre lo malo conocido y lo bueno por conocer. Y aunque con el tiempo se hayan estrechado las barreras desde la fundacional Amanecer (F. W. Murnau, 1927), que llevaba a un sencillo labriego a la perdición de la ciudad, con forma de adulterio, mujer desbocada y sofisticación de urbe, Luces de París demuestra que en ciertos aspectos sigue habiendo un abismo.

LUCES DE PARÍS

Dirección: Marc Fitoussi.

Intérpretes: Isabelle Huppert, Jean-Pierre Darroussin, Michael Nykvist, Pio Marmaï.

Género: drama. Francia, 2014.

Duración: 98 minutos.

Como en aquella Amanecer, Marc Fitoussi, inédito en España aunque éste sea su quinto largo, prepara una escapada a la ciudad con aspiraciones de, al menos, una cana al aire: la de una madura mujer de campiña en busca de un interesante joven 25 años menor. Sin embargo, el desarrollo de la película demuestra dos cosas: que la puesta en escena de Fitoussi no pasa de pedestre, de televisiva en el peor sentido de la palabra, y que el guion está lleno de agujeros y feos detalles. Como el del joven, personaje imposible narrado a golpe de capricho, que lo mismo lleva un libro de Italo Calvino en el bolsillo trasero del pantalón, en la parte en la que hay que mostrarlo positivo, que se dedica a romper su contraportada para hacerse un porro, en el segmento en el que hay que acabar con su brillo inicial. De modo que solo dos bellas secuencias, presididas por la irresistible mirada de Isabelle Huppert y Jean-Pierre Darroussin, salvan a la película del desastre: la del hijo y las acrobacias, y el descubrimiento final, perfecto en su metáfora pictórica. Dos instantes que, además, son los únicos que van acompañados de una banda sonora atractiva y no de unas infames musiquillas.

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