‘Una carta desde Potsdam’ (5): ‘Una advertencia sin sentido’

Virginia Yagüe, guionista de series como 'La Señora' y '14 de abril, La República', continúa su relato. En la entrega de hoy, Gerda y la señora Baumann se dicen adiós

Obra de Elena Odriozola, premio Nacional de Ilustración 2015.

Davoud había sido trasladado al hospital alemán. Recordaba sus mejillas rojas, su delgadez extrema y aquella pertinaz fiebre que le hacía desvariar y no reconocerla. Recordaba cómo los médicos le habían dicho que era el momento de esperar lo peor y cómo la buena de la señora Baumann la había tenido que zarandear para no dejarse vencer por el abatimiento y el cansancio. Aunque no se parecía a su madre, tenía la habilidad de aportarle la misma calma y más de una tarde se encontró abrazada a ella. Le tranquilizaba escuchar sus vaticinios, en los que aseguraba que ellas no serían violadas, los niñ...

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Davoud había sido trasladado al hospital alemán. Recordaba sus mejillas rojas, su delgadez extrema y aquella pertinaz fiebre que le hacía desvariar y no reconocerla. Recordaba cómo los médicos le habían dicho que era el momento de esperar lo peor y cómo la buena de la señora Baumann la había tenido que zarandear para no dejarse vencer por el abatimiento y el cansancio. Aunque no se parecía a su madre, tenía la habilidad de aportarle la misma calma y más de una tarde se encontró abrazada a ella. Le tranquilizaba escuchar sus vaticinios, en los que aseguraba que ellas no serían violadas, los niños no morirían de hambre o enfermedad y Davoud terminaría recuperándose. Le gustaban sus ojos saltones, sus manos delgadas y su carácter alegre a pesar de todo.

Gerda comprendió que la salvación solo dependía de ella y de su férrea convicción, la misma que hizo que no se moviera del hospital hasta persuadir a la enfermera de planta para no dar a Davoud por desahuciado, consiguiendo que lo limpiaran y lo atendieran con una mínima dignidad. La misma que flaqueaba de vuelta a casa, cuando no quería fijarse en los arcenes donde aún yacían alemanes verdes y malolientes, caballos muertos y tanques blindados tiroteados. Debía concentrarse en su marido y olvidarse de lo que la rodeaba así que convirtió en una obsesión alimentarlo adecuadamente para favorecer la recuperación. Al principio contó con mantequilla y huesos para el caldo pero con el tiempo todo se acabó y tuvo que recurrir al mercado negro para conseguir manteca, azúcar y tocino a cambio de su vestido azul de Hanna Dambede y tres metros de seda. Sentía terror solo de pensar en afrontar la llegada del duro invierno. Se levantaba a diario a las cinco de la mañana y acudía al bosque a por madera para luego cortarla. Después se iba corriendo al hospital y cuando los niños despertaban ya estaba de vuelta.

La angustia y la tensión convirtieron el paso del tiempo en una experiencia imprecisa tan solo marcada por el buen tiempo. La luz comenzó a brillar de nuevo, dejaron el sótano y pudieron cerrar la puerta sin miedo a que la echaran abajo. Gerda consintió que los niños jugaran fuera de casa superando el terror que le producía los restos de municiones peligrosas dispersas por todos lados. Sus juegos y risas era el único antídoto eficaz para alejarla de la angustia y del ritmo agotador de las obligaciones diarias.

El buen tiempo supuso también el contacto de la señora Baumann con su propia familia y anunció su marcha. Aquella supervivencia compartida las había unido para siempre y se abrazaron con fuerza y entre lágrimas, conscientes de que posiblemente no volverían a verse pero convencidas de que su unión ya era inquebrantable. Fue entonces cuando la señora Baumann se acercó a ella y susurró a su oído:

- Su herida cicatrizará. Pero la que él te dejará a ti nunca cerrará del todo.

Al recordar aquel momento Gerda detuvo la escritura de su carta. No entendía por qué la señora Baumann le había dicho algo así antes de marcharse. Todavía no lo sabía pero no quedaba tanto para que las piezas comenzaran a encajar.

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