Algo va mal

Plácido Domingo, en su actuación el pasado martes en el Teatro Real.JAVIER DEL REAL

Se impone un breve preámbulo. El que es quizás el último vestigio de la etapa de Gerard Mortier como director artístico del Teatro Real nació como un extraño híbrido para cerrar la presente temporada: una suerte de "antiópera", pues difícilmente puede calificarse de otra cosa a Goyescas, de Enrique Granados, y una de las tres óperas que conforman Il Trittico, de Giacomo Puccini, un perfecto puzle de tres piezas llamadas a interactuar pero que, desgajadas, pierden buena parte de su potencia dramática o, como es el caso de Gianni Schicchi –la programada por Mortier–, c...

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Se impone un breve preámbulo. El que es quizás el último vestigio de la etapa de Gerard Mortier como director artístico del Teatro Real nació como un extraño híbrido para cerrar la presente temporada: una suerte de "antiópera", pues difícilmente puede calificarse de otra cosa a Goyescas, de Enrique Granados, y una de las tres óperas que conforman Il Trittico, de Giacomo Puccini, un perfecto puzle de tres piezas llamadas a interactuar pero que, desgajadas, pierden buena parte de su potencia dramática o, como es el caso de Gianni Schicchi –la programada por Mortier–, cómica.

En el programa de mano, Juan Lucas se esfuerza con encomiable denuedo por dar sentido a esta pareja imposible, por más que sean vagamente coetáneas y se estrenaran ambas en el Metropolitan de Nueva York (con suerte muy dispar). Plácido Domingo iba a dirigir una (Goyescas) y a cantar el personaje protagonista (Gianni Schicchi) en otra. Pero nuestro tenor es un director de orquesta corriente y moliente, y no hay apenas noticias de vis cómica o papeles bufos en su trayectoria, y menos aún como barítono, la cuerda vocal en que ha hallado refugio en los últimos estertores de su gloriosa carrera. Primero se descolgó de dirigir Goyescas y hace nada ha renunciado a encarnar al avispado engañabobos toscano, con lo cual este "íncubo de lo imposible", por retomar la frase de Ortega referida a la traducción, ha estallado por los aires. Pero la cosa no ha quedado ahí. Entre Granados y Puccini, y de cara –cabe imaginar– a evitar una desbandada general del respetable, se ha embutido una selección de arias y un dúo tomados de aquí y de allá cantados por Plácido y algunos de los intérpretes de Gianni Schicchi: sinsentido sobre sinsentido. Cuando se asiste a un pastiche semejante, algo va mal. O ha ido, quién sabe.

Goyescas / Gianni Schicchi

Música de Enrique Granados y Giacomo Puccini. Con María Bayo y Nicola Alaimo, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Guillermo García Calvo y Giuliano Carella. Dirección escénica: Woody Allen.
Teatro Real, hasta el 12 de julio.

Por Goyescas, ofrecida en versión de concierto, puede pasase casi de puntillas. Granados convirtió una obra pianística genial en un pobre remedo de una ópera, con un texto simplón e inconsistente metido con calzador (algunos choques entre la prosodia y los acentos musicales son lacerantes), una orquestación torpe y unos coros de cartón piedra. En su debut en el Teatro Real, a Guillermo García Calvo le ha caído un embolado de los grandes, que ha sorteado con entusiasmo pero con un resultado global muy mediocre: el coro, muy por debajo de su nivel habitual, chilló sin piedad, María Bayo estuvo afectadísima vocal y gestualmente, y el resto de solistas cubrió los mínimos.

En el popurrí posterior, Plácido fue recibido con fervor y se metió al público en el bolsillo con las primeras frases de Nemico della patria, de Andrea Chénier. Acabó exhausto tras el dúo del segundo acto de La traviata, cantado junto a una insípida Maite Alberola, pero aún tuvo fuerzas para ofrecer de regalo Luche la fe por el triunfo, de Luisa Fernanda, que dio lugar al previsible paroxismo colectivo. El madrileño conserva en dosis asombrosas para su edad voz, técnica, emisión, instinto, entrega, generosidad, dominio escénico y todo cuanto lo ha convertido en una leyenda, pero jamás ha sido, es ni será un barítono, y el tiempo dirá qué aporta todo este epílogo a una carrera única e inalcanzable.

Gianni Schicchi es una pequeña gran ópera, perfecta en su concepción. Woody Allen la sitúa en un abigarrado escenario que debe imaginarse en blanco y negro, porque remite al cine neorrealista italiano, aunque con un barniz mafioso. Sin ser genial, sus golpes de humor funcionan y no entorpecen el frenesí colectivo que sostuvo con brío y un pulso teatral admirable desde el foso Giuliano Carella. Nicola Alaimo no estuvo a la altura de su sutil composición de Don Pasquale con Muti, pero dio vida a un Schicchi creíble. Todo el reparto rayó a buen nivel en los breves cometidos que les confía una obra que sabe dibujar como pocas la codicia humana y en la que apenas hay sitio para las individualidades. Pero hay que acabar elogiando la sobresaliente Zita de Elena Zilio: ella –en primer o en segundo plano– nos brindó los mejores momentos de gran ópera (música y teatro indisolublemente unidos) de esta estrambótica velada, dantesca no solo en su tramo final. Pero hubo que esperar mucho, demasiado, para poder disfrutarlos.

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