Opinión

Sin pecado concebidos

Henry Miller tituló uno de sus libros, cuyo protagonista era RimbaudEl tiempo de los asesinos. Cabe preguntarse a qué biografía no podría cuadrarle ese mismo rótulo. ¿Acaso alguno de nosotros, o si se quiere de nuestros padres o abuelos, ha vivido en una época en la que no predominara la ralea criminal? Señores de horca y cuchillo, asaltantes de caminos, vengadores de su honor, cruzados de la causa (de cualquier causa), paladines radicales de la tradición o de la innovación, líd...

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Henry Miller tituló uno de sus libros, cuyo protagonista era RimbaudEl tiempo de los asesinos. Cabe preguntarse a qué biografía no podría cuadrarle ese mismo rótulo. ¿Acaso alguno de nosotros, o si se quiere de nuestros padres o abuelos, ha vivido en una época en la que no predominara la ralea criminal? Señores de horca y cuchillo, asaltantes de caminos, vengadores de su honor, cruzados de la causa (de cualquier causa), paladines radicales de la tradición o de la innovación, líderes visionarios, feligreses de la obediencia debida, perseguidores de herejes, torturadores en defensa del orden o en nombre de la revolución, maridos o esposas celosos, futuros herederos demasiado impacientes… Ninguna obra humana ha sabido inventarse tantas justificaciones inapelables como la de eliminar al prójimo. Ningún gesto caritativo o altruista cuenta con tantos argumentos, o de tan contundente peso, a su favor…

La aportación más original de la modernidad es añadir una legitimación estética del crimen a los motivos éticos, políticos, religiosos o pragmáticos de todas las épocas. Thomas de Quincey incluyó el asesinato entre las bellas artes con evidente propósito humorístico, pero fue tomado demasiado en serio por bastantes de sus más distinguidos lectores. Sin ir más lejos, la propia novela policíaca tiende a convertirlo en juego literario y André Breton promulgó aquella majadería de que el acto surrealista por excelencia era salir a la calle revólver en ristre y disparar al azar contra la multitud. En cine, Hannibal Lecter es un acabado ejemplo de criminal envenenado por la estética y, aún peor, por la gastronomía. Algo de Lecter, por cierto, tiene el protagonista de la novela gráfica Yo, asesino (ed. Norma), que también suele mezclar correrías homicidas con charlas sobre arte ilustradas con diapositivas de obras maestras teñidas de sangre.

El cómic en cuestión tiene argumento bien trabajado de Antonio Altarriba, quién ya obtuvo en 2010 el Premio Nacional del Cómic por El arte de volar y dibujo de Keko Godoy. Ha obtenido el Gran Premio de la crítica ACBD, otorgado en Angulema por la asociación de críticos y periodistas franceses dedicados a la bande desinée, galardón muy prestigioso que confirma el alto aprecio internacional de que gozan los autores españoles en este género (el caso de la estupenda serie Blacksad es otro ejemplo de ello). El asesino esteta que protagoniza el hemoglobínico relato es un profesor de arte de la Universidad del País Vasco, que sostiene teóricamente la vinculación entre arte y crueldad que en privado está dispuesto a poner coherentemente en práctica. La trama tiene sus debidas peripecias del género negro y caricaturiza con la mala leche indispensable las disputas por la primacía académica que suelen darse entre especialista del mismo tema.

Pero –aunque sea lateral- tiene un valor añadido, al menos para quienes hemos padecido tales agobios políticos: un reflejo suficientemente fiel de la constante presión de los elementos nacionalistas radicales sobre la docencia y organización de los departamentos universitarios del País Vasco, secundados por los timoratos que quieren caer simpáticos para no ser hostilizados a su vez por los del partido de la porra. Es una coacción que prosigue hoy, aunque los crímenes terroristas hayan cesado, y que no suele ser considerada entre quienes se empeñan en establecer un relato que exculpe el ayer en el magma de la culpabilidad universal para mejor disimular lo que sigue pasando día tras día. Bueno es que vaya habiendo quien lo recuerde, incluso en cómic.

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