Antony en el Real: div@ entre sombras

Uno de los grandes iconos del pop llena el coliseo madrileño durante cuatro noches arropado por una orquesta sinfónica

Vídeo: TEATRO REAL

Una mañana cualquiera del verano del 86, en el ultralujoso cosy del Ritz, Boy George charlaba con los chicos de la prensa. Y en plena tertulia sobre el inminente concierto que iba a dar en la ciudad, el patrón de Culture Club, entonces en el apogeo de su creatividad musical y de su sabia explotación del apabullante Frankenstein que había inventado, miró a uno de los tribuletes, que acababa de preguntarle acerca de su ambigüedad estética y sexual. Fijamente, a los ojos, sin bromas. Se sacó del bolsillo una llave con una placa de metal y, sin dejar de mirar a los ojos turulatos de su in...

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Una mañana cualquiera del verano del 86, en el ultralujoso cosy del Ritz, Boy George charlaba con los chicos de la prensa. Y en plena tertulia sobre el inminente concierto que iba a dar en la ciudad, el patrón de Culture Club, entonces en el apogeo de su creatividad musical y de su sabia explotación del apabullante Frankenstein que había inventado, miró a uno de los tribuletes, que acababa de preguntarle acerca de su ambigüedad estética y sexual. Fijamente, a los ojos, sin bromas. Se sacó del bolsillo una llave con una placa de metal y, sin dejar de mirar a los ojos turulatos de su interlocutor, le dijo: “Estoy en la habitación 105. Y eso sí que no es ambiguo, ¿a que no?”. El periodista, glup, tragó saliva. El encuentro con la prensa terminó ahí. La invitación no fue aceptada.

Ayer, 28 años después, como un personaje irreal de arcanos relatos góticos, avanzando lento con una túnica blanca y bajo las recias molduras del Teatro Real, Antony Hegarty (Chichester, Inglaterra, 1971) —enamorado confeso de la música de aquel Boy George ochentero y de otros chalados y sus locos cacharros sintetizadores— arrancó a cantar, y con cada canción pareció tirar al patio de butacas la llave de su habitación, la habitación del hotel de Madrid en el que lleva ya varios días pertrechado, pensando en estos cuatro días de shows: Swanlights, Antony & the Johnsons pisando las viejas planchas de un templo lírico con una escenografía a base de luces láser diseñada por Carl Robertshaw.

Con ‘Swanlights’ se confirma su viaje de la marginalidad hasta la alta cultura

Hora y media de concierto, con el aperitivo de una coreografía surreal a cargo de la performer Johanna Constantine, confirmaron lo que veníamos barruntando: el viaje sin freno desde la marginalidad del underground neoyorquino hasta la instalación definitiva en el mundo de la alta cultura, los viejos teatros a la italiana y las amplias minorías seguidoras de sus himnos/canciones: Hope there’s someone, Swanlights, For today I'm a boy, Twilight, Everything is new, Cripple and the starfish, Crazy in love, Cut the World, y que cerró con You are my sister. Más que interpretadas sugeridas, más que cantadas susurradas, susurros desde una voz de tenor (“tengo una voz de tenor, no una voz aguda”, suele protestar en las entrevistas cada vez que se le habla de su timbre) que hablan de cosas como la fragilidad, la autodefensa, la alergia al ruido de nuestro mundo, el amor, la lejanía, el reto, el cambio, la vida, la muerte. Un artista especial sobre un escenario, cantando, interpretando, declamando, viene siendo ya una de las pocas circunstancias en las que saborear la cada vez menos evidente certeza de seguir viviendo en un mundo real, tangible y placentero frente a tanta virtualidad estúpida, tecnificada, interconectada y exhibicionista. El exhibicionismo, para los artistas.

A la luz del piano

Una voz comparada mil veces con la de Nina Simone, un piano capaz de ser etéreo o doloroso, y una teatralidad honesta. Esas son las claves de la discografía de Hegarty y su banda.

Antony and the Johnsons (2000). La fama no llegó desde la discográfica, sino de la escena. Lou Reed le llevó con él en su gira de 2003 y CocoRosie le paseó bajo los focos. Todo estaba a punto de empezar.

I am a bird now (2005). El desgarrado single Hope there's someone dejó sin habla a más de uno, y el disco se llevó el premio británico Mercury a mejor álbum del año: Hegarty era mucho más que el freak de la temporada.

The crying light (2009). Una digna continuación del anterior LP que le llevó del Carnegie Hall al Apollo. Mientras Another world no abandona el la sencillez del teclado, temas como Daylight and the Sun tienden ya a la intensidad sinfónica.

Swanlights (2010). El disco, que ocupa en 2012 el puesto 11 de los más vendidos en España, se distancia de los anteriores en luminosidad y arreglos. El piano pierde protagonismo bajo distintas capas de sonido.

Lo sabe el público que acude a los teatros a ver los grandes montajes y a los grandes actores o a los grandes músicos. La carnalidad escénica no se piratea así como así. Lo saben los seguidores de Antony Hegarty, que ayer miraban hipnotizados los contoneos guturales del chico de Chichester y que habían agotado el papel para las cuatro noches del Real. Saben que escuchar la voz replegada y emocionante de Antony pronunciando las palabras “all of your dreams come true” (“todos tus sueños se hacen realidad”) bien vale una misa, pagana, para más señas.

Como la transexual carcelaria, negra y maciza Laverne Cox de la serie televisiva Orange is the new black (amiga e ídolo para Antony), el personaje de la noche se había instalado en el Teatro Real no solo para cantar e interpretar (“en realidad soy un actor de teatro”, palabra de Hegarty) sino, una vez más, explicar con su voz y con su cuerpo algunas cosas de la vida. Para reivindicar, por ejemplo, la condición transgénero, eso que él considera de manera innegociable “la inmensa riqueza de no ser ni hombre ni mujer”, aunque también la lucha por evitar la destrucción del planeta Tierra —aunque él, ayer, parecía directamente extraído de otro—, el pacifismo contra las guerras y la necesidad de, son palabras suyas, “más estrógenos y menos testosterona para el mundo”.

Antony Hegarty no acudía al Real: volvía al Real. En 2012 participó en la ópera musical Vida y muerte de Marina Abramovic junto a la artista-performer serbia y el actor Willem Dafoe, bajo la dirección de Bob Wilson. Al parecer se quedó encantado, como en esta ocasión, del trato recibido no solo en el coliseo madrileño, sino en España en general, un país del que admira su música, su pasión y lo que él llama “una relación normal con la muerte”.

Swanlights, que tras su estreno de ayer se reanudará esta noche, mañana y el lunes, recorre tres lustros de la carrera musical de Antony & the Johnsons, uno de los iconos pop más poderosos de hoy. Una banda y un artista cuya capacidad lírica y sombría quedaron patentes de nuevo ayer en el Real, pero capaces también de suscitar las mayores dosis de entusiastas adhesiones y de vitriólicas críticas. Suele ser el precio a pagar por aquellos que hacen el viaje desde la marginalidad hasta la condición de dioses de la modernidad. Antony Hegarty, que en 1990 se había trasladado de Londres a Nueva York, cantaba en los bares y en el metro. Unos pocos se interesaron por su música, entre ellos Lou Reed, que acabaría catapultándolo más tarde al estrellato. Cada vez fueron más. Hoy Antony Hegarty es una estrellaza de la pos-posmodernidad. Pero canta como los ángeles. De hecho, Lou Reed lo santificó directamente así: “Es un ángel”. El espectáculo de ayer, en el que la Orquesta titular del Teatro Real arropó a la banda liderada por Hegarty, solo se había representado antes en Londres, Nueva York y Melbourne.

Agotó todas las entradas, él bien vale una misa pagana, para más señas

Antony Hegarty haciendo oscilar su cabeza y su melena fue ayer por la noche, como ya lo había sido en anteriores comparecencias del artista en España, una especie de diapasón: la manera entre meliflua y terrible que el músico británico tiene de liderar a sus músicos, que ayer eran la Orquesta Sinfónica de Madrid y su pianista habitual Gael Rakotondrabe y su director musical Rob Moose, ocultos durante todo el concierto detrás de un muro de tela blanca, excepto en las últimas tres canciones. Distinto es que el cruce de caminos sobre un mismo escenario entre un grupo de pop y una orquesta sinfónica guste o no guste.

Antony miró de frente al público como una esfinge, cantó como los ángeles con los que le hermanaba Lou Reed y dio un concierto digno, ensoñador, breve (no llegó a las dos horas, pero uno recuerda una noche fantástica con los Ramones que no sobrepasó los 50 minutos: no como ocurre a veces con buenos músicos que, como los toreros inoportunos y pesados, alargan sus faenas innecesariamente...).

Y luego está la fobia a las fotografías.

Estas crónicas tenían que haber ido acompañadas de diversas fotos de estos días sobre la presencia de Antony Hegarty en Madrid. No ha sido posible. Es tal su obsesión por controlar las imágenes que le inmortalizan que hubo que tirar de archivo. Ni en la entrevista, ni en la rueda de prensa ni en el concierto de ayer en el teatro de la Plaza de Oriente hubo posibilidad alguna para este diario de retratar al genio: no se dejó. Un genio lleno de luz, como demuestra en cada sílaba y en cada dicción, en cada timbre, al borde del precipicio, con ilimitada o casi uno diría que excesiva sensibilidad. Pero un genio rodeado de sombras también. Las sombras de aquel chico quebradizo que quería ser mujer, las sombras de un personaje que da la sensación todo el tiempo de querer pedir perdón. Y esa es su magia: mezcla de candor y genio, de terciopelo negro y lentejuelas trans. Y que anoche se despidió recordando al fallecido director artístico del Real, Gerard Mortier.

Muy probablemente el público de ayer por la noche en el Real se hubiera quedado escuchando canciones, catando la diferencia que aporta est@ div@ inclasificable, atisbando entre las sombras de una personalidad inasible que, entre aquellos destellos de los ochenta y el futuro temible de los robots, sigue dándonos de beber a todos, pobres sedientos.

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