Opinión

Un arte mayor, ambicioso, completo

Enfrentándose a la formulación romántica que había concebido la poesía lírica como el género del yo —es decir, como el lugar donde se enuncia la verdad del sujeto, frente a la ficción de la novela y el teatro—, Mallarmé declaró que el poeta debía “desaparecer” del poema para “ceder la iniciativa a las palabras”. Esta sola afirmación marca buena parte de la poesía moderna: el poeta es un instrumento del lenguaje, no al revés; a través del poema, la lengua se piensa a sí misma y afirma su capacidad no solo para nombrar al mundo, sino para iluminarlo de un conocimiento ...

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Enfrentándose a la formulación romántica que había concebido la poesía lírica como el género del yo —es decir, como el lugar donde se enuncia la verdad del sujeto, frente a la ficción de la novela y el teatro—, Mallarmé declaró que el poeta debía “desaparecer” del poema para “ceder la iniciativa a las palabras”. Esta sola afirmación marca buena parte de la poesía moderna: el poeta es un instrumento del lenguaje, no al revés; a través del poema, la lengua se piensa a sí misma y afirma su capacidad no solo para nombrar al mundo, sino para iluminarlo de un conocimiento insólito: “Ármase una palabra en la boca del lobo / y la palabra muerde”. Toda la obra de Ida Vitale, grande de principio a fin, forma parte de esa estirpe; por eso es casi imposible de parafrasear. Y por eso, también, parece afortunadamente anacrónica en una época de rebrote de la poesía confesional de talla única, como la que estamos viviendo.

El poema antes citado se titula Ecuación. Título significativo, pues hay algo algebraico en la forma en que Vitale abstrae lo anecdótico para formular lo universal. En Arder, callar, escribe: “Sin lar, sin can, sin cala, / callar como precipitarse, / mientras arde / la ansiosa fiesta del efímero otro”. El primer verso parece que hablara del exilio, pero a partir del segundo hay un giro hacia una forma más amplia de ese “efímero otro” en que todo destino nos cambia. El “yo es otro” de Rimbaud resuena aquí, y con él una forma de entender la poesía como transfiguración del mundo en palabras, no como inscripción de un atributo personal: reducción del infinito, precisamente, tal como se titulaba el libro que, tan tardíamente como en 2002, dio a conocer a Ida Vitale en España. Ese volumen incluye un recorrido antológico por su obra, seleccionado por la propia autora.

Pero si volvemos a aquel verso —“Sin lar, sin can, sin cala”— no nos resulta difícil vislumbrar allí, como en tantos otros de Vitale, una tradición que une el barroco español con el simbolismo francés (recordemos a la figura tutelar del neobarroco americano, Lezama Lima: “Tres siglos después parece como si Mallarmé hubiese escrito la mitología que debe servir de pórtico a don Luis de Góngora”), al Juan Ramón Jiménez más suntuoso, a las grandes modernistas uruguayas, incluso a cierto aroma rubendariano en la concepción del poema como un arte mayor, ambicioso y completo. Vitale es siempre precisa, económica, aguda: “… situación de silencio vegetal / porque nada me dicen o, / en su lengua muerta para mí, / estos ariscos rangos / no sé qué de nosocomio afirman, / reiterados y prúsicos”. Aquí, como en todo Vitale, el sonido crea el sentido, no al revés. Eso es lo que hace el poema cuando en verdad alcanza a ser poesía.

El pasado noviembre, Ida Vitale, autora de casi una veintena de libros de poesía, cumplió 90 años. Un lector desprevenido podría pensar que su obra pertenece al siglo XX; pero aquel que sepa en verdad qué hay que leer cuando se lee un poema sabrá que Vitale es hoy, quizá más que nunca, nuestra contemporánea: es decir, la que puede devolvernos algo nuestro que casi habíamos olvidado.

Edgardo Dobry es crítico y escritor.

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