Peridis en el cine de Dios

El dibujante muestra los secretos de siete catedrales en un libro y una serie de televisión

La fachada de la catedral de Cuenca en una imagen de 2010

Hubo un tiempo en que los obispos con una mano empuñaban la espada y con otra ponían piedras. Ambas manos trabajaban para Dios. Cada una a su manera. Pongamos que eran tiempos de religiones belicosas, fronteras mutantes, corrientes artísticas que viajaban a pie y devotos que corrían miles de kilómetros detrás de cualquier quimera. Las mezquitas se cristianizaron, el románico irrumpió desde Francia y los peregrinos invertían grandes energías en caminar hasta santuarios. Una catedral, con sus juegos de luz natural y sus narraciones en piedra, no solo era el templo de Dios. “Era el cine de la Eda...

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Hubo un tiempo en que los obispos con una mano empuñaban la espada y con otra ponían piedras. Ambas manos trabajaban para Dios. Cada una a su manera. Pongamos que eran tiempos de religiones belicosas, fronteras mutantes, corrientes artísticas que viajaban a pie y devotos que corrían miles de kilómetros detrás de cualquier quimera. Las mezquitas se cristianizaron, el románico irrumpió desde Francia y los peregrinos invertían grandes energías en caminar hasta santuarios. Una catedral, con sus juegos de luz natural y sus narraciones en piedra, no solo era el templo de Dios. “Era el cine de la Edad Media”, afirma José María Pérez González Peridis, el dibujante y arquitecto que ha hecho por salvaguardar el románico tanto como un cantero del siglo XIII. “Imaginad la impresión de un campesino de aquella época que monta a su familia en su carreta y entra a ver la catedral de Burgos por vez primera”, propone.

No es difícil fantasear con el campesino y su asombro. Las catedrales siguen despertando admiración y curiosidad muchos siglos después de su construcción.

El mismo Peridis, que acaba de publicar el libro La luz y el misterio de las catedrales (Espasa), inspirado en la serie de televisión que se emitirá en La 2 este otoño, sigue hallando sorpresas en cada visita. Esta mañana, sin ir más lejos, en la catedral de Cuenca, donde ha presentado su obra. En el arco proyectado por el francés Etienne Jamet (Esteban Jamete, en Cuenca) para conectar la catedral con el claustro ha descubierto dos minúsculas tallas de desnudos masculinos de factura vibrante. “Este hombre tuvo que estar en Roma o conocer la obra de Miguel Ángel”, afirma con vehemencia.

Portada del libro de Peridis.

Podría. Jamet tuvo una vida caravaggiesca: era violento, pendenciero y maltratador. Iba de un lugar a otro trabajando para las estrellas de su tiempo (Covarrubias, Vandelvira…). Mató a su primera mujer y las crónicas no acaban de atreverse a descartar que no lo hiciera también con la segunda. Blasfemaba en los andamios instalados en la catedral tanto que acabó ante la Inquisición. Pasó por la cárcel varias veces. Pero, en fin, era un escultor divino y un arquitecto puntilloso. El arco de Jamete, ejemplo sublime del plateresco español, es su obra maestra y, según Peridis, el perfecto acabado renacentista en un interior gótico.

Santa María de Cuenca es una de las siete catedrales que se detallan en el libro, junto a las de Santiago, Jaca, Oviedo, Burgos, Barcelona y Lérida. Fue la primera que rompió con el románico y comenzó a dar protagonismo a la luz y a los espacios. Otro ejemplo medieval de vanguardia artística, innovación tecnológica y fábrica de empleo, la piedra rosetta capaz de aunar los intereses del espíritu y la carne. “Y son también el ejemplo del trabajo bien hecho, en las catedrales no hay chapuzas”, subraya el dibujante.

Si a Peridis le cautiva Jamet, a Miguel Ángel Albares, capellán mayor y entusiasta del arte tanto como el dibujante, le fascina uno de los retablos que pintó para una de las capillas Fernando Yáñez de Almedina (Ciudad Real), uno de los dos discípulos españoles que pasó por el taller de Leonardo da Vinci. “En la Adoración de los Reyes están todas las enseñanzas de su maestro, los colores, las manos, los rostros y el tratamiento de la luz, todo excepto los pigmentos”. Albares explica que por fortuna el pintor optó por utilizar pigmentos tradicionales, más duraderos que los empleados por Leonardo.

Blasfemos o no, más o menos pecadores, los promotores de las catedrales buscaban artistas y artesanos capaces de rozar la perfección. De ahí que Jamet escandalizase pero no fuese despedido. Y, además, tampoco los promotores estaban libres de pecado: la vanidad del cabildo es tal que en el altar mayor colocan su símbolo –un jarrón de azucenas- por encima de la escultura de Dios, como advierte con socarronería el capellán mayor, que pugna por difundir los secretos de una catedral poco conocida –recibe entre 70.000 y 80.000 visitas al año- y atractiva. No solo por el pasado. En los noventa tuvieron el acierto de encargar las vidrieras que se habían destruido por la acción del tiempo y de las guerras a artistas contemporáneos como Gerardo Rueda, Gustavo Torner, Bonifacio y Henri Dechanet.

La decisión suscitó polémica. Los puristas querían vidrieras del XVI. Pero ya no había vidrieras sino huecos del XVI. Los artistas respetaron el proceso medieval de fabricación de vidrio y plomo fundido, pero introdujeron diseños y colores contemporáneos. Torner, por ejemplo, ha llenado la catedral de tonos cálidos, arenosos y anaranjados, que caldean la gelidez típica de las catedrales. Los juegos de luces naturales, que cambian cada media hora, asombran. Aunque los visitantes ya no sean campesinos en carreta.

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