Borges y la ciencia, más allá de sus clases de literatura inglesa
El poeta Samuel Taylor Coleridge andaba obsesionado con buscar una palabra que definiera a todas aquellas personas que se dedican a la investigación científica
En el año 1966, Jorge Luis Borges se acercó a la Universidad de Buenos Aires para dar un curso de literatura inglesa. Fueron 25 clases magistrales en las que Borges habló acerca de los ancestros británicos, mencionando batallas y antiguos ritos funerarios, sin olvidarse de la influencia de las sagas nórdicas.
Con un discurso preciso y sin perder jugo, Borges introduce referencias y datos históricos antes de llegar al siglo XVIII con lo que él estima una de las mejores biografías que se ...
En el año 1966, Jorge Luis Borges se acercó a la Universidad de Buenos Aires para dar un curso de literatura inglesa. Fueron 25 clases magistrales en las que Borges habló acerca de los ancestros británicos, mencionando batallas y antiguos ritos funerarios, sin olvidarse de la influencia de las sagas nórdicas.
Con un discurso preciso y sin perder jugo, Borges introduce referencias y datos históricos antes de llegar al siglo XVIII con lo que él estima una de las mejores biografías que se han escrito hasta la fecha, siendo considerada modelo del género biográfico: La vida del doctor Samuel Johnson vista por James Boswell. Con esta minuciosidad, Borges sigue la línea del tiempo hasta alcanzar a Robert Louis Stevenson y a su doctor Jekyll para la última clase.
El citado curso fue publicado al completo por la editorial Lumen, y en sus páginas nos encontramos al Borges más didáctico y también al Borges más científico. Podríamos suponer que se trata de un libro que jamás Borges pensó como libro, pero que eso no impide que se haya convertido en su libro más científico. El mismísimo Borges dijo en algún sitio que los géneros literarios dependen del modo en que estos son leídos y en las clases de Borges podemos encontrarnos con detalles científicos, pues en sus palabras hay una especie de magia que no reside en dichas palabras, sino en lo que esas mismas palabras insinúan, en lo que no muestran, pero que permite intuir lo que esconde cada una de ellas.
Como ejemplo sirva cuando Borges nos presenta a Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) con su famoso poema titulado La balada del viejo marinero, donde nos cuenta la historia de un viejo marinero que se comporta como un espectador de sus actos más que como un actor de su propia vida. En uno de los pasajes, el viejo marinero mata a un albatros que hasta ese momento había sido amigo de la tripulación, y lo hace sin saber el porqué, es decir, comete el crimen llevado por un impulso cuyo efecto ha sido su propia causa. Su acción ha sido determinada por la propia acción, que es algo que ocurre sin más, de tal manera que nada ni nadie es responsable.
Estamos en el macrocosmos, pero Coleridge nos presenta en su poema una acción que ocurre sin más, como si fuera una ilusión de las que solo pueden permitirse en el microcosmos, en el mundo de las partículas invisibles, donde la causalidad se disipa. La física cuántica y sus aspectos han sido elevados a dimensión macroscópica por Coleridge. Borges lo señala a través de los silencios que deja entre palabras.
“Hombres de ciencia” o científicos
Por seguir con el poeta inglés, no está de más recordar aquí que al final de su vida apenas salía de casa. Cuando lo hacía era para asistir a reuniones donde se trataban temas científicos. Coleridge, como poeta que era, lo era también como generador de lenguaje y andaba obsesionado con buscar una palabra que definiera a todas aquellas personas que se dedican a entrar en contacto con la naturaleza y experimentan con ella hasta alcanzar resultados materiales, es decir, el autor andaba tras una palabra que nombrase a las personas dedicadas a la investigación científica.
La denominación “hombres de ciencia” era acertada, pero limitaba el camino a las mujeres. Por eso mismo, en una de aquellas reuniones a las que Coleridge asistió, William Whewell, hombre de ciencia, sugirió el uso de la palabra científico, dando con ella dimensión profesional a todas aquellas personas que se dedicaban a la labor científica. Pero la palabra no tuvo mucha aceptación. Tendría que pasar el tiempo para que fuera aceptada en el vocabulario oficial inglés.
Sin embargo, en nuestras letras, en el siglo XV, el poeta Juan de Mena ya la usaba. En su libro Laberinto de Fortuna, publicado en 1444, utiliza el término para referirse al venerable señor Yñigo López. Con esto, volvemos a Borges, a ese cuento titulado La noche de los dones, y con él nos trasladamos a la antigua Confitería del Águila, en Florida, a la altura de Piedad, donde se debatía el problema del conocimiento y alguien invocó la tesis platónica de que ya todo lo hemos visto en un mundo anterior, y que conocer es reconocer, y que aprender no es otra cosa que recordar y que ignorar es, de hecho, haber olvidado.
Por lo pronto, se tardarían alrededor de quinientos años y dos guerras mundiales para que el término “científico” fuera reconocido por los británicos y, con ello, de forma oficial por todo el mundo. No lo ignoremos.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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