Cerátidos, los sorprendentes parásitos sexuales del abismo
Existen unos peces cuyos machos son meros apéndices sexuales de las hembras. Además de ser un caso único en la naturaleza, su estudio podría ayudarnos a salvar vidas
En 1867 nació Bjarni Saemundsson, el primer biólogo islandés que decidió dedicarse a estudiar la pesca. Lo hacía sin financiación y cuando su trabajo como profesor de instituto se lo permitía. En mayo de 1917, apareció en las redes de un barco pesquero un pez muy peculiar, así que se lo llevaron a Saemudsson para su estudio. Se trataba de una hembra de cerátido, en concreto de la especie Ceratias holboelli. En un artículo publicado en 1922, el biólogo islandés expresa su asombro tras ver el pez:
“Me s...
En 1867 nació Bjarni Saemundsson, el primer biólogo islandés que decidió dedicarse a estudiar la pesca. Lo hacía sin financiación y cuando su trabajo como profesor de instituto se lo permitía. En mayo de 1917, apareció en las redes de un barco pesquero un pez muy peculiar, así que se lo llevaron a Saemudsson para su estudio. Se trataba de una hembra de cerátido, en concreto de la especie Ceratias holboelli. En un artículo publicado en 1922, el biólogo islandés expresa su asombro tras ver el pez:
“Me sorprendió encontrar que en el lado derecho de su tripa tenía dos juveniles colgando, unidos por la nariz. A primera vista parecía que estos pequeños eran simplemente trozos de piel. No puedo hacerme una idea de cómo o cuándo las crías se han unido a la madre. Esto es un rompecabezas para que algún futuro investigador lo resuelva”.
Ese futuro investigador fue Charles Tate Regan y llegó solo tres años después. La especialidad de este científico británico era describir y clasificar peces, así que no tardó en llegar a sus manos un ejemplar de Ceratias holboelli. Regan se dio cuenta de que, debajo de las branquias, este ejemplar tenía unido un pez de una manera muy similar a lo que había descrito Saemudsson anteriormente. Sin embargo, al diseccionarlo, se dio cuenta de que los peces pequeños no eran crías, sino machos de la misma especie:
“El pez macho es simplemente un apéndice de la hembra y depende completamente de ella para su nutrición. Tan perfecta y completa es la unión del marido y la mujer, que casi se puede estar seguro de que sus genitales maduran simultáneamente. Quizás no sea demasiado fantasioso pensar que la hembra pueda controlar la descarga seminal del macho para asegurarse de que se lleva a cabo en el momento adecuado para la fertilización de sus óvulos”.
Los cerátidos son esos peces con bocas gigantes y dentadas que viven en los abismos de los mares, por debajo de los 300 metros de profundidad. Como muestra la película Buscando a Nemo, a tales profundidades no llega la luz del sol, así que estos monstruos marinos utilizan un señuelo luminoso para atraer a las presas. La bioluminiscencia es producto de una relación simbiótica, pues en la lámpara viven unas bacterias que proporcionan luz a cambio de nutrientes y protección. Sin embargo, todas estas características son propias únicamente de las hembras, ya que esta especie tiene un dimorfismo sexual extremadamente acusado.
Por ejemplo, las hembras de Ceratias holboelli pueden ser hasta 500.000 veces más pesadas que los machos. Estos carecen de bioluminiscencia, pero tienen unos ojos y una nariz muy desarrollados que les permiten localizar a su pareja lo antes posible. Buscan tanto el señuelo luminoso como una feromona que segrega la hembra en abundancia. Aun así, encontrarse en la oscuridad del abismo no es nada fácil; por eso, cuando lo consiguen, los machos dan a las hembras un beso eterno.
Este es el único caso conocido en la naturaleza de parasitismo sexual. El macho segrega una enzima que digiere tanto su propia piel como la de la hembra, de forma que sus tejidos y vasos sanguíneos quedan conectados para siempre. Poco a poco, el cuerpo del macho se va consumiendo. Su cabeza se fusiona casi por completo en el cuerpo de la hembra, perdiendo así gran parte de su cerebro, los ojos y hasta el corazón. Como solo puede sobrevivir gracias a los nutrientes que le aporta la hembra, es considerado un parásito. Dos se han vuelto uno.
Lo que sí conserva el macho son las gónadas, por lo que se convierte en un mero apéndice sexual. A su vez, la hembra pasa a ser una especie de hermafrodita con la capacidad de fecundarse a sí misma. Y solo tras la unión, macho y hembra maduran sexualmente.
Cuando los jóvenes machos terminan su fase larvaria, ya no se alimentan y dependen de las reservas de su hígado para sobrevivir hasta que encuentren una hembra. Si en unos pocos meses no se produce el ansiado encuentro, el joven individuo morirá sin haber alcanzado la madurez, dado que ni sus mandíbulas están preparadas para cazar ni su aparato digestivo se ha desarrollado por completo.
En realidad, este solo es el caso de unos pocos cerátidos, ya que hay una enorme variabilidad. Existen 168 especies y en apenas 23 de ellas los machos están obligados a unirse permanentemente a las hembras para sobrevivir. En la mayoría, los machos se unen temporalmente o no llegan a hacerlo siquiera. Lo curioso es que este parasitismo sexual no tiene un solo origen en la evolución de los cerátidos, sino que se ha dado independientemente en varias ocasiones. Entonces, si puede aparecer con facilidad y presenta claras ventajas en la reproducción, ¿por qué no existen otros animales con parasitismo sexual?
Como muy bien saben los médicos que hacen trasplantes, unir cuerpos diferentes no es nada fácil. Lo normal es que el sistema inmunológico de cualquier vertebrado rechace un tejido que no es el suyo. Pero en los cerátidos esto no ocurre. Hay hembras que pueden llegar a tener hasta ocho machos distintos fusionados y sus defensas no dicen nada al respecto. Se ha estudiado cómo puede ser esto posible y en 2020 se publicaron los resultados en la revista Science: en estos peces aparecen cuatro mutaciones distintas que producen una reducción de la respuesta inmunológica.
Podría ser que el parasitismo sexual haya impulsado los cambios en las defensas, pero los autores del estudio opinan que es más probable que fuera al revés. Es decir: el hecho de que estos peces tuvieran un sistema inmunológico diferente permitió el parasitismo sexual, lo que en otros animales es imposible. Hay especies como el Gigantactis vanhoeffeni cuyos machos no fusionan sus tejidos, pero ya presentan algunas de estas diferencias genéticas.
En las profundidades de los océanos no escasean los microorganismos. ¿Cómo pueden los cerátidos sobrevivir si están inmunodeprimidos? No se ha descartado la posibilidad de que estos peces hayan desarrollado un tipo totalmente nuevo de sistema inmunitario, aunque es más probable que se haya producido algo más parecido a una reorganización de las defensas, de forma que atacan a los patógenos y no a los individuos de su misma especie.
Ante todo, estos descubrimientos resultan prometedores para el estudio de la inmunidad y los trasplantes. Es bonito pensar que lo que comenzó en 1922 con un biólogo islandés sorprendido por un pez podría terminar salvando vidas más de 100 años después.
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