El último testigo del Proyecto Manhattan, que creó las armas que vuelven a amenazar a la humanidad
Un nuevo libro recoge el testimonio de Roy Glauber, un físico que con 18 años participó en el laboratorio que creó la bomba atómica
Cuenta Roy Glauber que en el Laboratorio de Los Álamos la mayoría de los científicos “estaban muy ocupados creando familias”. En poco más de dos años, algunas de las mejores mentes del siglo XX convirtieron los mayores éxitos intelectuales de la civilización en un arma que puede aniquilarla. La guerra nuclear se convirtió en las décadas posteriores en una amenaza existencial para familias de todo el planeta, también para las que formaron los científicos del Proyecto Manhattan, veinteañeros y treintañeros en su mayoría, mientras aplicaban su conocimiento sobre el núcleo atómico y los explosivos...
Cuenta Roy Glauber que en el Laboratorio de Los Álamos la mayoría de los científicos “estaban muy ocupados creando familias”. En poco más de dos años, algunas de las mejores mentes del siglo XX convirtieron los mayores éxitos intelectuales de la civilización en un arma que puede aniquilarla. La guerra nuclear se convirtió en las décadas posteriores en una amenaza existencial para familias de todo el planeta, también para las que formaron los científicos del Proyecto Manhattan, veinteañeros y treintañeros en su mayoría, mientras aplicaban su conocimiento sobre el núcleo atómico y los explosivos a la creación del arma definitiva.
Desde la desintegración de la Unión Soviética y hasta el inicio de la guerra de Ucrania, la hecatombe radiactiva fue sustituida por otra espada de Damocles producto del progreso científico y tecnológico; el cambio climático ha representado el apocalipsis probable durante la última generación. Ahora, las amenazas del presidente ruso, Vladimir Putin, en su ofensiva contra Ucrania, han vuelto a recordar por qué un grupo de científicos (liderados por militares y políticos) en mitad de la Segunda Guerra Mundial cambió la historia de la humanidad para siempre.
Las declaraciones de Glauber (1925-2018), entonces un chaval de 18 años, son parte de La Última Voz (Ariel), un libro publicado recientemente en el que se recogen conversaciones con uno de los científicos más jóvenes que participaron en la construcción de la bomba. Las memorias, escritas por José Ignacio Latorre y María Teresa Soto-Sanfiel, son un interesante relato de primera mano de un físico que en 2005 ganó el premio Nobel por sus aportaciones a la óptica cuántica.
La narración del científico mezcla la épica, la discusión de aspectos científicos y técnicos y la historia personal. Glauber, como muchos otros jóvenes físicos de la época, se libró de combatir en el Pacífico gracias a su talento científico. El Gobierno estadounidense justificó el uso de la bomba como un modo de acortar la guerra y salvar la vida de muchos otros jóvenes. Pese a que Glauber, como muchos otros científicos de Los Álamos, era consciente del fin de aquel proyecto gigantesco, no abundan las disquisiciones morales sobre su labor y cuenta cómo la vida seguía mientras se trabajaba en el proyecto científico y tecnológico más importante de la historia. El director del laboratorio, Robert Oppenheimer, casado, se escapó un par de días de Los Álamos para visitar a Jean Tatlock, una antigua novia afiliada al Partido Comunista. La vida sentimental seguía siendo fundamental para aquellas mentes prodigiosas embarcadas en una de las mayores epopeyas de la historia. El propio Glauber comenta que había pocas chicas en el laboratorio y que las que había estaban muy solicitadas. Además, cuando Richard Feynman andaba por ahí, casi todas estaban escuchando sus historias.
Glauber insiste en que fue un observador, que no tomó grandes decisiones, y no publicó en ninguna revista las resoluciones de algunos problemas relevantes que alcanzó durante su etapa en el Proyecto Manhattan. No quería ser recordado por ello. En eso coincide con Lise Meitner, que junto a Otto Hahn hizo posible la primera fisión del átomo en 1938, mostrando que la bomba atómica era posible. Ella rechazó incorporarse al proyecto cuando se lo propusieron. “Yo nunca tendré que ver con una bomba”, afirmó entonces.
Pese a que los físicos hicieron posible la bomba, nunca se les permitió decidir qué hacer con ella. Robert Wilson, que años después fue el arquitecto y primer director de Fermilab, el gran laboratorio de física de partículas de EE UU, estaba entre los que pidieron que se detuviese el proyecto tras la caída del régimen nazi, en mayo de 1945, dos meses antes de la prueba Trinity, la primera detonación de la bomba de plutonio. Pese a que Japón no tenía proyecto conocido para construir el arma atómica, los responsables militares decidieron seguir adelante con el proyecto y con la idea de demostrar todo su poder destructor sobre dos ciudades, en lugar de realizar una demostración del poder de la bomba en un lugar despoblado, como querían casi todos los científicos de Los Álamos. Glauber sí menciona que el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, con cientos de miles de muertos, no era muy distinto de los que sucedían a diario durante la Segunda Guerra Mundial, algo que seguramente ayudó a los participantes en el Proyecto Manhattan a sobrellevar los resultados de su trabajo. Los autores nos recuerdan un gesto del secretario de Guerra de Estados Unidos, Henry Stimson, que recuerda el peso que los responsables de los conflictos atribuyen al futuro y a la historia y a las personas que sufren la guerra en el presente. Stimson convenció al presidente Truman de que retirase Kioto de la lista de posibles objetivos para las bombas atómicas. Había visitado la ciudad dos veces y su belleza le había conmovido, debía preservarse para los japoneses del futuro.
Es probable que no haya ningún proyecto en la historia de la humanidad con unos resultados tan transformadores como el de la bomba nuclear y no fue, ni mucho menos, la única aportación de los científicos reunidos en aquel remoto lugar de Nuevo México. Hans Bethe, director del área teórica de Los Álamos, explicó cómo producen su energía las estrellas; James Chadwick descubrió algo tan impensable para casi todos los intelectuales de casi toda la historia como el neutrón; y Luis Álvarez planteó una hipótesis creíble que nos contaba que hace más de 60 millones de años un asteroide impactó en lo que hoy es la península de Yucatán y precipitó la extinción de los dinosaurios. El trabajo del propio Glauber también ha sido de utilidad para tratar de construir ordenadores cuánticos, un tipo de máquinas que revolucionarían la computación.
Ni esos hombres, que fueron de pensar mucho más allá que casi todos, ni las familias que algunos crearon durante su estancia en los Álamos, sufrieron la tragedia de ver desencadenado el poder de su logro más poderoso. Sin embargo, desentrañar los secretos de la materia no les libró de los pequeños y grandes padecimientos que debe afrontar la materia cuando toma la configuración humana. Después de liderar el Proyecto Manhattan, Oppenheimer fue cuestionado en audiencias organizadas por su Gobierno por tener relaciones con comunistas o por sus donaciones a los republicanos en la guerra civil española. Edward Teller, uno de sus colaboradores en Los Álamos, testificó en su contra. Junto a su mujer, Katherine, que, según Glauber y otros testimonios, padeció alcoholismo, tuvo un hijo, Peter, en 1941, y una hija, Toni, en 1944, cuando ya dirigía el laboratorio. Toni se suicidó en 1977, diez años después del fallecimiento de su padre.
Glauber también sufrió las envidias de sus colegas científicos, que emplearon todo tipo de triquiñuelas, detalladas ampliamente en el libro, para opacar sus aportaciones pioneras a la óptica cuántica, a mediados de los años 60. En 1975, cuenta, su mujer decidió divorciarse y le cedió la custodia de sus dos hijos, a los que crio en solitario. Este trabajo, del que Glauber se muestra orgulloso, ralentizó sus aportaciones a la física, que no volvieron a ser tan brillantes. La llamada del Nobel, en 2005, cuatro décadas después de la publicación de los trabajos que le hicieron merecerlo, le pareció una broma, porque ya casi había olvidado el poder de sus resultados. Como los habitantes del mundo, que durante dos décadas ocultaron en su memoria el potencial destructivo de lo conseguido hace casi ochenta años en un laboratorio de Nuevo México.
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