Mucho en juego para la ciencia
Quién ocupe la Casa Blanca tendrá efectos drásticos en la investigación mundial
Quizá leas esto sabiendo ya quien será el próximo presidente de Estados Unidos, en lugar de tener que limitarte a intuirlo como yo, pero en cualquier caso el resultado está destinado a condicionar la ciencia de los próximos años. En Estados Unidos, por supuesto, pero también en el resto del mundo, pues la investigación es un empeño internacional, y ahora mismo resulta casi imposible hacerla sin la colaboración y el estímulo d...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Quizá leas esto sabiendo ya quien será el próximo presidente de Estados Unidos, en lugar de tener que limitarte a intuirlo como yo, pero en cualquier caso el resultado está destinado a condicionar la ciencia de los próximos años. En Estados Unidos, por supuesto, pero también en el resto del mundo, pues la investigación es un empeño internacional, y ahora mismo resulta casi imposible hacerla sin la colaboración y el estímulo de la mayor potencia científica del mundo. Quien piense que Trump y Biden dan igual para el progreso del conocimiento no puede equivocarse más. Hay mucho, mucho en juego para la ciencia en los grises contenedores del voto por correo de un puñado de Estados norteamericanos. Hay tanto en juego que pronto ameritará una reflexión internacional sobre los fundamentos y la financiación de la maquinaria de entendimiento más poderosa que conocemos, y que conoceremos.
Donald Trump ha sido seguramente el presidente más anticientífico de la historia de su país. Aquí ya no se trata de consultar a una bruja ni de ver ectoplasmas, sino de una estrategia explícita y sistemática para erosionar la racionalidad científica. Ha puesto a un negacionista del cambio climático al frente de la agencia de protección ambiental (EPA), hasta entonces la mejor del mundo. Ha manipulado con todas las herramientas de las que dispone el líder del mundo libre, que son un montón, a sus propios Institutos Nacionales de la Salud (NIH), la mayor maquinaria de investigación biomédica del planeta, y lo ha intentado también con los centros de prevención de enfermedades (CDC) y la agencia del medicamento (FDA), sin mucho éxito de momento. Su gestión pandémica ha sido el ejemplo perfecto de lo que no hay que hacer.
Si Trump renovara su mandato, culminaría con toda seguridad esa agenda anticientífica, empezando por la prometida destitución de Anthony Fauci, en sí mismo una referencia de la virología mundial, por el espantoso delito de decir la verdad. Las grandes publicaciones científicas han roto por primera vez su compromiso no escrito de neutralidad para denunciar a Trump como un peligro para la racionalidad humana.
Me enternecen los comentarios de algunos científicos que, en vista de todo lo anterior, se muestran sorprendidos, casi escandalizados, de que Trump no haya recibido un castigo contundente en las urnas, el tipo de paliza democrática frente a la que ni él mismo se atrevería a protestar. Sin esperar a las elecciones, cualquier psicólogo les habría sacado del error con uno de sus lemas favoritos: el mundo no funciona con criterios de justicia. La razón científica sigue siendo tan minoritaria como antes de la pandemia, y no va a decidir un resultado electoral. No lo ha hecho nunca, y no se ve muy bien por qué iba a empezar ahora. No por la pandemia, desde luego, dada la insidiosa campaña de manipulación política que amplios sectores de la derecha han dedicado a negarla o a ningunearla. Pese a todo, quién ocupe la Casa Blanca va a tener efectos drásticos sobre la ciencia mundial.
Puedes seguir a MATERIA en Facebook, Twitter, Instagram o suscribirte aquí a nuestra newsletter