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Elecciones en Chile: cuando ganar es más difícil por dentro que por fuera

La eventual configuración de un gobierno de derecha dependerá tanto del desempeño que obtengan en la presidencial como de sus resultados parlamentarios

La derecha chilena enfrenta esta elección presidencial en un escenario tan inédito como paradójico. Por primera vez desde el retorno a la democracia, está a las puertas de conquistar una mayoría histórica en el Congreso, pero ha decidido dividirse en dos listas parlamentarias: por un lado, la derecha tradicional reunida en Chile Vamos; por otro, una alianza más radical entre el Partido Republicano, el Partido Nacional Libertario y el Partido Social Cristiano. En vez de consolidar una posición de fuerza, el sector optó por la dispersión, y esa decisión podría transformarse en un boomerang que debilite sus opciones de triunfo y facilite que las fuerzas de izquierda capitalicen el desorden. No se trata solo de una diferencia táctica: la fragmentación revela una disputa hegemónica abierta, en la que los grupos más duros aspiran a destronar a Chile Vamos de su rol de articulador natural de la derecha y a reordenar las correlaciones internas del bloque.

El resultado es una competencia entre tres candidaturas que apelan en buena medida al mismo electorado. Como es improbable que alguna logre una ventaja amplia en la primera vuelta, la eventual configuración de un gobierno de derecha dependerá tanto del desempeño que obtengan en la presidencial como de sus resultados parlamentarios y, sobre todo, de las conversaciones posteriores. Un triunfo del sector no despejaría automáticamente este panorama. Más bien anticiparía un ciclo complejo: la necesidad de suturar heridas de campaña, resolver tensiones ideológicas y administrar una diversidad interna que hoy parece más una amenaza que una oportunidad.

Frente a este cuadro cabe preguntarse cómo se llegó a esta tripartición del campo de la derecha. La primera explicación se encuentra en la creciente fragmentación del sistema de partidos tras la reforma electoral de 2015, que redujo las barreras de entrada y abrió espacio a nuevas organizaciones políticas. La debilitada identidad partidaria, sumada al voto obligatorio, incentivó a parte del electorado a inclinarse por proyectos emergentes o por figuras outsiders que aparecen como “lo nuevo”. No se trata necesariamente de propuestas ideológicamente innovadoras, sino de una estrategia de capitalización del malestar, donde la frescura se confunde con ruptura y la ruptura con radicalidad. Giovanni Sartori lo anticipó hace décadas: la competencia en sistemas fragmentados empuja a las élites a extremar su discurso, a mostrar rigideces doctrinarias que en muchos casos no se traducen en viabilidad programática. La política chilena, históricamente marcada por la búsqueda de consensos, se encuentra ahora tensionada por un estilo que premia la diferenciación antes que la articulación.

A ello se suma un segundo factor: el surgimiento de la derecha dura como respuesta al desgaste de la derecha moderada. La llamada “nueva derecha” impulsada durante el primer gobierno de Sebastián Piñera, que buscó distanciarse del pinochetismo y abrazar causas liberales en materia de derechos humanos, chocó pronto con resistencias internas. Medidas simbólicas como la crítica a los “cómplices pasivos”, el cierre del Penal Cordillera o la promoción del Acuerdo de Vida en Pareja reactivaron viejos recelos. Para los sectores más duros, aquello fue evidencia de una derecha que había perdido identidad, que cedía en cuestiones consideradas esenciales para preservar el orden y la tradición. La firma del Acuerdo por una Nueva Constitución terminó de consolidar esa percepción. Ese vacío ideológico fue rápidamente ocupado por actores dispuestos a ofrecer una alternativa más nítida, más rígida y más dispuesta a confrontar.

Esta confluencia de factores explica la radicalización discursiva que domina hoy la competencia interna. Aunque las candidaturas de Evelyn Matthei y José Antonio Kast comparten diagnósticos amplios —seguridad, crecimiento, orden fiscal— difieren de manera sustantiva en la intensidad de sus propuestas. Kast adopta posiciones más duras, especialmente en seguridad —donde propone medidas como el estado de sitio— y en migración, ámbito en el que, junto con iniciativas de difícil ejecución, llega a plantear el cierre de las fronteras. Desde un posicionamiento aún más extremo, Johannes Kaiser empuja los márgenes de lo decible al abogar por el “cierre del capítulo 1973-1990” y por eventuales indultos que implicarían formas de impunidad para criminales con extensas condenas. Ese movimiento hacia los bordes —esa liberación del lenguaje político— activa un efecto centrífugo: obliga a los actores moderados a responder, tensiona la agenda del sector y crea incentivos para la autenticidad radical por sobre la racionalidad programática.

La radicalización también tiene réditos electorales. Explica por qué una parte del electorado percibe en Kast una figura de coherencia, especialmente frente a un gobierno debilitado y a la creciente sensación ciudadana de que el sistema democrático no está respondiendo a los problemas más urgentes. Y también ayuda a entender la irrupción de Kaiser, cuyo programa es el único que desarrolla explícitamente una “batalla cultural” contra la “ideología de género” o el globalismo, apelando a nichos movilizados y altamente ideologizados. Las derechas duras, lejos de ser homogéneas, compiten además por definir qué significa hoy ser de derecha: Kast busca institucionalizarse y ocupar el espacio del viejo conservadurismo, mientras Kaiser empuja los límites para diferenciarse y cultivar una épica antisistémica. La centroderecha, al renunciar a parte de su legado autoritario sin construir un nuevo relato sólido sobre el orden, dejó un vacío discursivo que otros han llenado con mayor eficacia.

En ese contexto, Kaiser se convierte en el personaje clave de la elección y en la principal incógnita del proceso. Su votación no solo incidirá en el resultado de la primera vuelta, sino también en el tono de una eventual negociación posterior. El equilibrio interno de la derecha dependerá de cuánto pesan la moderación, la radicalidad y el maximalismo en las urnas. Lo que está en juego no es solo quién gobierna, sino qué derecha emerge de este ciclo: una capaz de articular diversidad para construir mayorías o una atrapada en su propia competencia centrífuga.

La conclusión es inevitable: la derecha chilena llega dividida a una elección que podría haber enfrentado unida desde una posición de fuerza. Si no logra ordenar su pluralismo interno y transformar la fragmentación en una cooperación estratégica, corre el riesgo de desperdiciar una oportunidad histórica y de confirmar que, en política, no siempre gana quien tiene más fuerza, sino quien la sabe conducir.

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