Trump, un síntoma de la democracia liberal en su laberinto
Por primera vez en ocho décadas, los ciudadanos de Occidente sienten que el futuro traerá más precariedad e incertidumbre que el vivido por sus padres y abuelos
El triunfo de Donald Trump y sus primeras medidas revelan que la democracia liberal enfrenta cuestionamientos profundos. Estas causas han estado gestándose durante décadas en la democracia de referencia global y están vinculadas con la crisis de equidad y de representación.
En el año 2008 el presidente Obama mencionaba que los EE UU, tras la debacle financiera, atravesaba un periodo de desconfianza, temor y un posible declive como superpotencia. Al cierre de su segundo mandato, en 2017, enfatizó tres fuerzas que amenazaban internamente la democracia estadounidense: la creciente desigualdad económica, la tensión racial y la polarización política.
Hoy, distintas evidencias indican que estas tendencias son estructurales, y que alterar su trayectoria, adoptando nuevas líneas de acción, enfrenta fuertes restricciones y detractores. Este fenómeno se extiende a otras democracias liberales, poniendo en riesgo su cohesión social y polarizando sus sistemas políticos.
Por primera vez en ocho décadas, los ciudadanos de Occidente sienten que el futuro traerá más precariedad e incertidumbre que el vivido por sus padres y abuelos. La desigualdad en la riqueza y en los ingresos, junto con una creciente percepción del carácter poco representativo del sistema político, se manifiesta en diversos indicadores.
En las últimas tres décadas, la brecha entre ricos y pobres ha crecido en la mayoría de los países de la OCDE. En EE UU, el 10 % más rico posee el 79 % de la riqueza, comparado con el 65 % en 1980. Esta distribución se asemeja a la de inicios del siglo XX, antes del establecimiento del Estado de bienestar. En otros países de la OCDE, este nivel de desigualdad es menor, alcanzando el 51%, aunque es bastante mayor al observado una generación atrás.
Respecto a los ingresos, el 20% más rico en EE UU concentraba el 48 % en 2023, frente al 29 % en 1970. La participación del ingreso nacional de los hogares de clase media se desplomó del 62 % al 43 %, y la proporción de la población en este nivel de ingresos se contrajo del 61 % al 51 %. En contraste, el 30% de hogares de bajos ingresos, que incluye a muchos inmigrantes y afroamericanos, solo concentra el 8% del ingreso nacional.
La desigualdad de ingresos en EE UU ha crecido, especialmente en los últimos años, dado que los ingresos altos han aumentado a un ritmo mayor que los del resto. Desde 1950 hasta 1980, el aumento en la productividad estaba fuertemente vinculado al crecimiento del salario promedio, pero desde entonces, el salario ha crecido a un ritmo 3.5 veces menor que la productividad. Factores como el aumento lento del salario mínimo, la erosión de la densidad sindical, la mayor flexibilidad con respecto a los niveles de desempleo para controlar la inflación y la reducción de impuestos a los más ricos han contribuido a esta ampliación de la brecha. Nada de esto era un destino inexorable sino decisiones de política pública.
Ello ha impactado negativamente el poder adquisitivo, la calidad de vida y el bienestar de los sectores trabajadores y de clase media, no solo en EE UU sino en Occidente en su conjunto. Estas condiciones han llevado al distanciamiento de dichos sectores de los partidos tradicionales de centro-izquierda y centro-derecha que encabezaron gobiernos durante este proceso, favoreciendo opciones populistas o autoritarias frente a ‘élites liberales globalizantes’.
Además, en EE UU hay un evidente déficit en la provisión de bienes públicos como la salud y la educación, a pesar de ser una economía con un PIB per cápita alto, muy superior al resto de democracias occidentales. Sin embargo, la esperanza de vida y la escolaridad son inferiores al promedio en el mundo desarrollado.
Estas condiciones plantean una cuestión sobre la representatividad del sistema político, un aspecto esencial de la democracia que asegura que las necesidades e intereses de los ciudadanos se reflejen en las políticas públicas. Muchos analistas observan que el sistema político estadounidense está adoptando características de una plutocracia.
Se ha producido una creciente disparidad económica entre representantes y representados en los EE UU : hoy un miembro del Congreso tiene un patrimonio neto 17 veces mayor que el de una familia promedio, y más de la mitad son millonarios. Los altos costos de campañas políticas llevan a que ambos partidos busquen candidatos que puedan movilizar donantes ricos y/o que dispongan de recursos para autofinanciarse. Esto crea una desconexión con el ciudadano promedio y reproduce una representación desproporcionada de los estratos más altos en la política.
La creciente insatisfacción con la vulneración de derechos económicos y sociales, combinada con el debilitamiento de la representación política, encierra al orden liberal en un dilema ¿Por qué el triunfo del presidente Trump debería ser una sorpresa en este escenario? Su elección es un síntoma, no la causa del problema.
Fortalecer la democracia no se limita a introducir reformas político-institucionales; el contexto exige un enfoque más amplio y de fondo para abordar esta profunda crisis de representación y equidad.
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