Una niña escribe

Cuenta Leila Guerriero que entre las preguntas que le hacen hay una recurrente: ¿qué le pasa al escuchar historias como las de Silvia Labayru? Lo importante, explica, no es lo que le pasaba a ella

Leila Guerriero en el Teatro Oriente de Santiago de Chile, el 4 de abril.Fundación Plagio

Leila Guerriero iba en el asiento trasero del auto de sus padres, cuando, mirando un letrero de la carretera, aprendió a leer de golpe. El recuerdo, como todo lo que pertenece a la infancia, era un invento, advirtió. Las 700 personas que llenábamos el Teatro Oriente seguimos escuchando, atentas. Si estábamos ahí era por esas mentiras que necesitamos los lectores. Por lo pronto, saber qué pasó con la niña una vez que descifró esa primera palabra, ¿dio un grito?¿abrió la ventan...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Leila Guerriero iba en el asiento trasero del auto de sus padres, cuando, mirando un letrero de la carretera, aprendió a leer de golpe. El recuerdo, como todo lo que pertenece a la infancia, era un invento, advirtió. Las 700 personas que llenábamos el Teatro Oriente seguimos escuchando, atentas. Si estábamos ahí era por esas mentiras que necesitamos los lectores. Por lo pronto, saber qué pasó con la niña una vez que descifró esa primera palabra, ¿dio un grito?¿abrió la ventanilla y agitó la mano, como si saludara?¿lloró?

A medida que leemos o escuchamos la lectura de otro seleccionamos imágenes. Lo hacemos por cercanía biográfica; o reconocimiento de eso que consideramos bello o terrible; en los dos casos, hay arbitrariedad. Leila Guerriero está en Santiago, invitada por el concurso de cuentos Santiago en 100 palabras para contarnos cómo se volvió escritora y por qué una vez que lo hizo, siguió escribiendo. Interesada como estoy en el tiempo de la infancia, es a partir de ese capricho que hago una selección de lo que va nombrando: un cuaderno, un lápiz bic con punta fina, una abuela alemana que le leía cuentos que no eran para niños.

Busco en el estante que hay dentro de mi cabeza un viejo cuento infantil alemán. En Struwwelpeter —traducido como Pedro Melenas— un niño al que no le gustan las verduras adelgaza hasta morir; una niña desobediente queda reducida a polvo; y otro niño, que insiste en chuparse los dedos, termina por recibir la visita del sastre con sus tijeras. ¿Era ese libro, el aterrador clásico alemán de Heinrich Hoffman, el que la abuela le leía a la niña? ¿Comprendió –solo ella, los demás se reían– que se trataba de una primera advertencia no de las causas y sus efectos, sino de las formas que toma la crueldad?

No pregunté. Y la verdad es que la escritora no mencionó título alguno cuando habló de los cuentos de su infancia: además de seleccionar imágenes, quienes leemos o escuchamos la lectura de otros –700 personas, un jueves, en un teatro– distorsionamos, mezclamos y terminamos contándonos, antes de dormir, un cuento que poco tiene que ver con el original. Hecha la advertencia volvamos a los hechos y los objetos que la escritora sí nombró: una lámpara iluminaba los cuentos que la niña escribía en su cuaderno.

Fleur Jaeggy en su ensayo biográfico sobre Thomas de Quincey, cuenta que el escritor y periodista británico del romanticismo se convirtió en visionario en 1791, a los seis años de edad. También que tras la muerte de la hermana a causa de una hidrocefalia, el niño se puso a escribir: “Dictaba sus memorias a la quietud sin brisa, a las cenizas”. Y Sylvia Plath en un ensayo sobre la infancia, recuerda: “Como desde una estrella, vi, fría y sobriamente, la separación de todo”. El listado de las vocaciones que se manifiestan de forma temprana y absoluta, es largo. De haberlo sabido, dice Leila Guerriero, a propósito de su propia revelación, habría apagado la lámpara. Pero no lo hizo. O sí, pero siguió escribiendo, en medio de la oscuridad.

El año 2021 comenzó la serie de entrevistas sobre el caso de la argentina Silvia Labayru que, en marzo de 1976, al momento del golpe militar en Argentina, integraba la inteligencia del grupo armado de extracción peronista, Montoneros. En diciembre del mismo año, con 20 años y embarazada de cinco meses, fue secuestrada por los militares y trasladada a la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) que funcionaba como centro de detención. En ese lugar fue violada reiteradamente por un oficial y obligada a realizar trabajos forzados. Solo en junio de 1978, cuando fue liberada, pudo ver a su hija que, tras nacer en cautiverio, había sido entregada, con apenas una semana, a los abuelos paternos y se fue con ella a Madrid.

Cuenta Leila Guerriero que entre las preguntas que le hacen hay una recurrente: ¿qué le pasa al escuchar estas historias? Lo importante, explica, no es lo que le pasaba a ella. Y al día siguiente, en una reunión con periodistas, insiste: pensar en sí misma, mientras hacía entrevistas, no está en su naturaleza. Confía en la distancia que permite mirar y en su capacidad de seguir escuchando la historia.

Cuando Silvia Labayru llegó a España, con su hija de un año y medio, pensó que el horror, había terminado. Pero sus antiguos compañeros, los argentinos en el exilio, agregaron un nuevo golpe: el rechazo. Entre muchas otras cosas, había sido forzada a representar el papel de hermana de un miembro de la Armada que se infiltró en la organización de las Madres de la Plaza de Mayo. El incidente costó la desaparición de cinco mujeres. No era algo que fueran a perdonar.

¿Cómo sobrevivió? La segunda pregunta recurrente, explica Guerriero, es todavía más cruel que la primera, porque encierra una tercera pregunta que no se pronuncia pero queda suspendida en el aire, como un espectro: ¿qué fue lo que hizo para sobrevivir? Trasladar la responsabilidad del victimario una vez más, como tantas veces hemos visto, a la víctima, es una de las formas que adopta la crueldad.

Cuando las entrevistas comenzaron, en 2021, se esperaba la sentencia del primer juicio por crímenes sexuales cometidos contra mujeres secuestradas durante la dictadura argentina. Dos años más tarde sobre el escritorio de la escritora había casi 2.000 páginas que contenían la transcripción de entrevistas a los amigos de Silvia Labayru, a su pareja, a sus exparejas, a sus hijos y a algunos de sus compañeros de militancia y cautiverio. El libro, publicado en enero de 2024, se titula La llamada. Mientras lo leo pienso en la oscuridad, no de las historias, sino de la realidad que las dicta. E intento ver a la escritora pero veo a la niña, iluminada por la débil luz de la lámpara, escribiendo.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS Chile y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.

Más información

Archivado En