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Cristina Iglesias, asalto al paraíso en La Pedrera

En su primera monográfica en Barcelona, la artista muestra 30 obras de las últimas décadas en el edificio, que se exponen en diálogo con la arquitectura de Gaudí

Algunas escultoras saben crear desde el lugar donde la filosofía desterró el arte y la poesía: la cueva. No desde los muros sobre los que se reflejan las sombras engañosas, sino rodeadas de plenitudes y hendiduras, viendo con la mente, el oído y el tacto. Cristina Iglesias pertenece a ese universo. La Pedrera lo exhibe a través de una obra intensa, de rigor implacable y asombrosa por su conexión y encaje en la arquitectura de Gaudí. Pozos, manantiales, colum...

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Algunas escultoras saben crear desde el lugar donde la filosofía desterró el arte y la poesía: la cueva. No desde los muros sobre los que se reflejan las sombras engañosas, sino rodeadas de plenitudes y hendiduras, viendo con la mente, el oído y el tacto. Cristina Iglesias pertenece a ese universo. La Pedrera lo exhibe a través de una obra intensa, de rigor implacable y asombrosa por su conexión y encaje en la arquitectura de Gaudí. Pozos, manantiales, columnas, laberintos, corredores y bosques de espesura inquietante destilan una sensibilidad autosuficiente bajo cuya mirada el silencio de las formas, la fidelidad al material, la penetración de la contemplación y la escala son simplemente una.

La planta noble de este señero edificio del Passeig de Gràcia barcelonés acoge la primera monográfica en la ciudad de la artista donostiarra, nacida en 1956, figura destacada de la escultura contemporánea internacional con obra en museos y plazas públicas, e incluso en las profundidades marinas (Estancias sumergidas, Mar de Cortés, México, 2010), en un faro donostiarra (Hondalea, Isla de Santa Clara, San Sebastián, 2022), un jardín botánico (Habitación vegetal, Instituto Inhotim, Brasil, 2012), una fontana (Deep Fountain, plaza Leopold de Wael, Amberes, 2006) y el umbral de una pinacoteca (Portón-Pasaje, Museo del Prado, 2007). Autora de enorme coherencia, ha sabido imponerse con su particular sintaxis de formas, tan lejos de toda esa quincalla vacía que afea el espacio público.

La monumentalidad de la escultura de Iglesias está en su capacidad para modelar y entretejer pasajes y estancias de vegetación fosilizada, donde poder entregarnos como visitantes curiosos o sobrecogidos, entre aljibes de agua que ahueca el metal y resuena como una ola dentro de nosotros. Al menos a esto invita esta exposición anunciada como “inmersiva”, palabra manoseada, ciertamente, más apropiada sería “mutable”, pues cada una de las 30 obras seleccionadas es parte de un laberinto mayor de espacios divididos e indivisos, en los que no hay un centro y donde la separación es vínculo y mudanza, una forma nueva, al fin, oculta bajo nuestra quietud. Con Iglesias, el formato escultórico no es ese idealizado medio estático. Es, por encima de todo, temporal, demanda de nosotros que experimentemos un presente, en el sentido de esas esculturas infinitas para nuestra mente, como los Laocoontes de Robert Morris, o las obras de Richard Serra o Bruce Nauman, autores obsesionados con las ideas del pasaje y el vacío, que buscamos como el agua.

Más que “inmersiva”, palabra manoseada, la muestra es mutable: cada obra se integra a un laberinto de espacios indivisos

En estos tiempos en que gran parte del arte reivindicativo se ha institucionalizado, su obra va a contracorriente. A Iglesias le gusta la repetición con sutiles variaciones, lo que no implica que su obra pierda esa capacidad de extrañeza (en realidad, creemos sentirnos familiarizados con su trabajo más de lo que en realidad estamos). Entre su repertorio, son las estancias selváticas de bronce y resinas las que evocan más respuestas en nuestro propio cuerpo y por las que sentimos mayor atracción, deseo incluso. También aprensión: podrían devorarnos. No hay que temer, es solo miedo al cambio. Provocadora de la contemplación, la artista vasca nos propone que persigamos nuestra inocencia, que asaltemos el Edén, que lo habitemos como habitamos nuestros cuerpos (inopinadamente, las esculturas se podrían, incluso, tocar).

Comisariada por James Lingwood, la muestra concentra sus dos últimas décadas de carrera en un despliegue continuo: quince esculturas, una serie de cuatro dibujos y una decena de grabados jalonan un recorrido circular, descartado todo lo que se le supone a una exposición convencional: textos largos, ordenación por material, formato o temáticas. Dentro de la estructura de los patios y salas del edificio de Gaudí, las piezas tienen sus propios accesos y espacios. También los pozos, a los que nos aproximamos cautelosamente atraídos por su apariencia externa. Uno de ellos está recubierto por lo que parece un cofre negro octogonal, colocado en medio del patio por donde pasan los visitantes antes de subir la escalera de acceso a la muestra. Recuerda a una construcción sagrada islámica que guarda una reliquia —una maraña de materia vegetal hecha con resina mezclada con bronce en polvo— por donde discurre el agua hasta desaparecer de nuestra vista.

Las paredes y el dosel de la escultura Corredor suspendido, confeccionados con piezas de celosía y alambre trenzado formando motivos geométricos, nos transportan también a la arquitectura árabe. La luz cenital proyecta sombras en el suelo, ampliando vertical y horizontalmente el pasaje para adaptarlo a la proporción y movimientos humanos. A pesar de la cercanía, existe algo impenetrable en estos dominios reticulares que se extienden lineal o elípticamente (The Pavilion of Dreams. Eliptical Galaxy): el texto, material que la artista emplea en sus corredores, está modelado con pasajes de obras de ficción de escritores que crean escenarios imaginarios, distantes de nosotros en espacio y tiempo: Stanislaw Lem, Raymond Russell o J. G. Ballard. Las palabras funcionan como símbolos abstractos. En última instancia no dependen de su capacidad para ser interpretadas sino de su fluidez, cómo el propio material, una caligrafía dibujada, se transforma en una escultura soñada abierta a una cuarta dimensión. Leemos con los ojos, pero sobre todo con las manos y los cuerpos.

La forma del laberinto es también la de la caverna, habitaciones con muros de ramificaciones frondosas que simulan bronces. Estas paredes son también una historia sobre nosotras mismas, pues también fuimos agua, flora, peces, todo lo que una vez respiró. Muy cerca, una puerta con insinuaciones de profundidad nos reclama. Imposible penetrar en ese tiempo inmemorial de las espesas selvas, así que la alternativa está en las raíces y ramas (esculturas de aluminio manchadas con cúmulos de resinas) que se escampan por las paredes de las salas, trepándolas, creando siluetas unidas por una anárquica gravitación de formas en contraste con los más ordenados paneles de cobre (Políptico VII), sobre los que la artista graba múltiples perspectivas a partir de las maquetas de sus esculturas.

Es en estos grabados donde mejor manifiesta su capacidad para unificar el paisaje pictórico mediante la arquitectura: ¿De dónde vienen esos sombreados, esos fondos medio rojizos, sino de un Masaccio o de una Anunciación de Fra Angelico? Al fondo, Eva y Adán expulsados del Edén, entran de nuevo a escena.

‘Pasajes. Cristina Iglesias’. La Pedrera. Barcelona. Hasta el 25 de enero de 2026.

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