Florence Aubenas, periodista: “Me interesa más hablar con una enfermera de urgencias que con Macron”
La autora francesa, una de las grandes firmas del periodismo europeo, publica ‘El desconocido de correos’, donde un crimen de aspecto banal revela la fractura social de una Francia nostálgica y desorientada
Sucedió en uno de esos lugares donde nunca pasa nada. El caso empezó con el cuerpo acuchillado de la encargada de una oficina de correos en un punto remoto de la Francia profunda. La mañana del 19 de diciembre de 2008, en Montréal-la-Cluse, pequeño municipio al noreste de Lyon, dos vecinos empujaron la puerta de la estafeta y encontraron a la funcionaria, Catherine Burgod, tendida en el suelo y cubierta de san...
Sucedió en uno de esos lugares donde nunca pasa nada. El caso empezó con el cuerpo acuchillado de la encargada de una oficina de correos en un punto remoto de la Francia profunda. La mañana del 19 de diciembre de 2008, en Montréal-la-Cluse, pequeño municipio al noreste de Lyon, dos vecinos empujaron la puerta de la estafeta y encontraron a la funcionaria, Catherine Burgod, tendida en el suelo y cubierta de sangre, con 28 puñaladas por todo el cuerpo. Dejó una taza de café frío y un autodefinido a medio hacer. A su alrededor, todo estaba en orden, como si la víctima hubiera dejado que su verdugo se le acercase, como si lo conociera de antes. El botín apenas alcanzaba los 3.000 euros: demasiada violencia para tan poco dinero. En una cuenca industrial encajada entre montañas y encerrada en sí misma, el pueblo se encogió mientras arrancaba una búsqueda obstinada del culpable, que duraría muchos años.
A partir de este material, Florence Aubenas (Bruselas, 1961) construye su nuevo libro, El desconocido de correos (Anagrama, con traducción de Jaime Zulaika), que ha llegado esta semana a las librerías, crónica sobre ese crimen que también es el retrato coral de toda una comunidad. “En Francia hay muchos sucesos, pero pocos como este: aquí conviven personas que no hablan el mismo lenguaje social. A cada paso, esos universos se dan de bruces. Eso era lo que quería mostrar”, resume la autora, una de las grandes firmas del periodismo europeo. Durante años, el sospechoso perfecto será Gérald Thomassin, actor descubierto por Jacques Doillon y premiado con un César en los noventa, pero caído en desgracia y convertido en vagabundo. Terminará en la cárcel durante cuatro años, pese a la falta de pruebas. Hasta que la investigación llevará el caso por otros derroteros, todos ellos equivocados...
Logramos coincidir con Aubenas en París casi por milagro —no suele permanecer mucho tiempo en el mismo sitio—, este martes en el barrio literario de Saint-Germain, a pocos días de que la autora vuelva a perderse por la geografía francesa para empezar un nuevo libro. Hace sol, por lo que prefiere sentarse en la calle. “Tal vez será la última terraza de este año”, sonríe, enfundada en una cazadora de cuero y con el teléfono colgado al cuello como un estetoscopio, por si saltara un scoop en cualquier momento. Aubenas, que habla con la misma generosidad que espera de sus entrevistados, tiene una chispa infantil en la mirada, pese a acercarse a la edad legal de la jubilación. Elige el tuteo, rareza en territorio francés, y dialoga con una naturalidad que invita a la confidencia: entenderemos, al terminar, que sus víctimas siempre acaben hablando un poco más de la cuenta.
“Mientras los franceses no acepten que la época de bonanza terminó, seguirán atrapados en un callejón sin salida”
Su biografía habla por sí sola. Reportera de guerra “por accidente”, en 1994 voló a Kigali para cubrir el genocidio de Ruanda sin experiencia previa y, desde entonces, encadenó coberturas en el Congo, Burundi, Kosovo, Argelia, Afganistán e Irak, donde fue secuestrada en 2005 durante 157 días. En Francia cubrió el proceso de Outreau, un caso de supuestos abusos infantiles que acabó con inocentes encarcelados. Tres años después de volver de Irak, se tiñó de rubio platino, se inventó un currículum falso y se inscribió en el Inem francés para trabajar como mujer de la limpieza y relatar la vida de las trabajadoras precarias. De esa inmersión nació El muelle de Ouistreham, libro que Emmanuel Carrère llevó al cine con Juliette Binoche en su papel. Tras dos décadas en el diario Libération, en 2012 fichó por Le Monde. Cubrió la guerra de Siria como enviada especial junto a la oposición armada y, desde 2022, también recorre el frente ucraniano.
Con El desconocido de correos, Aubenas vuelve a los sucesos, el terreno donde se curtió como periodista. La acción transcurre en el Valle del Plástico, cuenca industrial que prosperó gracias a los polímeros. Hoy quedan algunos rastros de aquel esplendor —palacetes de estilo Belle Époque convertidos en pisos modestos, bogavantes grabados en los cristales de un restaurante que ya no sirve marisco—, pero sobre todo signos de decadencia, como las fábricas cerradas, deslocalizadas a economías con mano de obra más barata. En ese lugar, donde los servicios públicos servían de embajadores locales de un Estado protector, la oficina de correos cerró después del crimen: un símbolo del final definitivo de los Treinta Gloriosos, como se conoce a las tres décadas de prosperidad y empleo que aún moldean el imaginario francés.
Así, este caso funciona como una radiografía de la Francia contemporánea: una comunidad atravesada por la desconfianza, los prejuicios a flor de piel y un desgaste del tejido social, donde instituciones intocables como la escuela o el hospital se hunden en la miseria. La parábola perfecta de un país en duelo por su edad de oro. “Mientras los franceses no acepten que esa época terminó, seguirán atrapados en un callejón sin salida. Es como si siguiéramos paralizados en el siglo XX, en ese momento mágico en el que se podía comprar un piso sin tener mucho dinero”, afirma Aubenas. Ella, que siguió de cerca a los chalecos amarillos en 2018, ¿ha escrito un relato policíaco sobre la llamada Francia periférica, sobre esos invisibles a los que la literatura nunca atiende? La autora frunce el ceño, porque detesta esas etiquetas. “Quien dice periférica se está colocando en el centro y quien habla de invisibles se está dando a sí mismo por visible. Francia no necesita esos lugares comunes para ser entendida”.
“El sistema busca una verdad judicial, una versión que se sostenga en el sumario, pero no la verdad absoluta”
En el libro, Aubenas retrata la justicia como una máquina de fabricar relatos, sean o no sean verdaderos. “El sistema busca una verdad judicial, una versión que se sostenga en el sumario, pero no la verdad absoluta”, sostiene. El libro sigue una década de pesquisas, cientos de interrogatorios y casi 400 perfiles genéticos, hasta que en 2017 surge una coincidencia de ADN con un joven conductor de ambulancia afrodescendiente. Aun así, persisten huellas que no encajan y testimonios endebles que generan más preguntas que respuestas. Cuando todo parecía listo para esclarecerse, Thomassin desaparece el día del careo ante el juez. Lo que empieza como novela negra al uso se acaba convirtiendo en un relato antipoliciaco, en las antípodas del Maigret de Georges Simenon. Un polar casi nihilista, sin ningún goce en la resolución final. “Quería que el lector perdiera el equilibrio a cada rato. En mi libro no hay conclusión: sales más perdido que al empezar”, confirma Aubenas.
Inspirada en los grandes del periodismo literario, en el arco temporal que va de Truman Capote a Jon Krakauer, pasando por su admirada Barbara Ehrenreich, Aubenas no escribe ficción, aunque se sirva de su andamiaje. “En mis libros trabajo con lo real. Otra cosa es que existan recursos de la ficción y una realidad que es novelesca”. Su editor la instó a escribirlo en primera persona, pero no funcionó: Aubenas tiene cierta alergia a la sobreexposición del ego periodístico. “Desconfío del yo. Para usarlo tiene que haber una razón de peso. En el periodismo, solo la hay cuando el reportero modifica la situación. Aquí yo era testigo puro, no alteraba nada. Admiro el modelo anglosajón y leo con devoción The New Yorker, donde la primera persona funciona de maravilla, pero el yo anglosajón es más cósmico, tiene cierta majestad universal. El yo francés, en cambio, me parece ombliguista e insoportable”, se carcajea. “No quería un relato con un solo punto de vista. Un gendarme aceptó hablar para mi libro, una ganga para quien cubre estos temas, y habría sido tentador dejarle el hilo narrativo, pero ese camino empujaba el libro hacia la serie de Netflix. Preferí la polifonía para que el lector armara su propio juicio a partir de todas esas verdades, incluso contradiciéndome a mí”.
“Me da miedo traicionar a quienes me han confiado su palabra. Pregunto solo lo que yo misma aceptaría responder”
Le preguntamos si, investigando sola en un valle por el que corría un asesino suelto, alguna vez sintió miedo. “Físico, no. Más bien un miedo moral”, responde. “Me da miedo traicionar a quienes me han confiado su palabra”. Aubenas trabaja con personas sin gabinetes de comunicación, a menudo primerizas ante un periodista, y teme aprovecharse de ellos sin querer. Por eso se impone una regla férrea: “Pregunto solo lo que yo misma aceptaría responder y les leo en voz alta sus declaraciones”. Aun así, ha tropezado alguna vez, como cuando cubrió el despido de las trabajadoras de una fábrica de galletas. Algunas operarias se sintieron ridiculizadas por su artículo. “Vinieron a verme a París llorando: ‘Nos ha hecho pasar por imbéciles’. Y tenían razón. No dormí durante días”. Sucedió hace más de una década, pero le brillan los ojos cuando lo relata. La implicación emocional, añade, es parte del oficio. “No me protejo del síndrome de Estocolmo. Por ejemplo, Thomassin me exasperaba y, a la vez, le tenía afecto. Con el padre de la víctima nos odiamos, pero nos acabamos respetando. Si esa gente no te importa, no les dedicas un libro”.
Antes, Aubenas ya había bajado al barro en El muelle de Ouistreham para sentir la crisis económica de 2008 en su cuerpo. “La sacudida de las subprime fue enorme. Soy periodista de terreno: no iba a explicar productos financieros; iba a hacer lo que sé hacer”, recuerda. Lo hizo con un dispositivo éticamente reprobable, inspirado en el de su ídolo cuando estudiaba Periodismo, Günter Wallraff, autor de Cabeza de turco: se inventó una vida para entrar en contacto con otras mujeres de la limpieza. ¿Se sintieron traicionadas al descubrirse en el libro? “No, porque no las expuse. El objetivo era la denuncia de sus condiciones de trabajo. Sigo siendo amiga de muchas de ellas. En agosto estuve en la boda de una de las chicas”.
Empezó a trabajar en el libro cuando aún resonaba su súplica grabada en vídeo desde Irak, allá por marzo de 2005: “Me llamo Florence Aubenas. Soy francesa. Soy periodista y trabajo para Libération. Por favor, ayúdenme”. Fue liberada tras cinco meses de cautiverio. Desde entonces se convirtió en un icono, para su desgracia. “Sin duda cambié, porque eso te cambia”, admite en el 20º aniversario de su liberación. “Pero no lo he vivido como un antes y un después. Lo que cambia de verdad es la mirada de los demás. Y cuando esa mirada cambia, supongo que tú también cambias”. ¿En qué cree que cambió? “No lo sé. No soy nada introspectiva. Quizá me volví más solitaria”. Y, en un giro que parece muy suyo, le quita épica al asunto. “Fue un accidente de trabajo. Es como conducir un coche, esperas no chocar, pero te arriesgas a ello. Trabajas en un andamio y un día te caes. Asumí un riesgo propio de mi oficio y terminó sucediendo”. Y añade que nunca fue a ver a un psicólogo al volver a París.
“No me protejo del síndrome de Estocolmo respecto a las personas sobre las que escribo. Si no te importan, no les dedicas un libro”
No tardó en regresar a varios frentes de guerra, pero desde entonces también ha privilegiado el cuerpo a cuerpo con la gente común. “Empecé a ir a esos pueblos a cubrir situaciones de precariedad porque nadie quería hacerlo”, recuerda. “Es algo que me gusta. Prefiero entrevistar a una persona de la calle que a un presidente. Me interesa más hablar con una enfermera de urgencias que con Macron”. El día de la entrevista, circuló una imagen del presidente francés caminando solo por los muelles del Sena, secuencia ideada por sus asesores de comunicación que dialogaba trágicamente con la marcha solitaria que protagonizó tras su victoria electoral en 2017 ante la pirámide del Louvre. Entonces era un hombre providencial solo ante su destino. Hoy parece un político solitario y agotado. ¿Qué ha pasado en los últimos ocho años para que la renovación prometida se convierta en crisis institucional? “No me preguntes, soy mala en esto. No soy una persona conceptual”, esquiva. Aun así, transmite lo que escucha en las calles: “La vida es mucho más dura hoy que hace unos años. Se ha ahondado el foso entre los muy ricos y los que no lo son. Tras la pandemia hubo una aceleración, un vuelco generacional. Como periodista, es un periodo apasionante: asistimos a una revolución general”.
De familia francesa, Aubenas creció en Bruselas, por lo que siempre se ha sentido “enviada especial en mi propio país”. Su madre fue crítica de cine —“me hizo ver Muerte en Venecia con seis años; no entendí nada, pero algo queda”— y su padre, un diplomático europeo que no entendía por qué se dedicaba a escribir “en un diario de mierda” sobre sucesos, siendo tan lista, y no a la crítica literaria. ¿Por qué, viniendo de un entorno burgués, ha querido hablar de los menos favorecidos? “Puede que haya algo de culpa, no lo sé. De niña me encantaba ir a los scouts. Siempre me ha gustado lo colectivo”. Hoy vive en la falda de Montmartre y admite sentir una inquietud que no se le cura: “No me angustia quedarme tranquila en mi casa, pero llega un momento en que siento que tengo que pirarme”. No disimula que, por su oficio, no ha tenido una vida privada propiamente dicha. “Prefiero irme a trabajar a Ucrania antes que de vacaciones a Córcega. He tenido relaciones, pero nunca he vivido con un hombre ni he tenido hijos. Me encantaría tener un gato, pero yo no sé hacer eso”, dice. Antes de poner fin a la conversación con una frase pronunciada sin énfasis ni remilgo: “Supongo que el periodismo ha sido mi vida. Y es lo mejor que me ha pasado”.
El desconocido de correos
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama, 2025. 248 páginas. 21,90 euros.