Lola Arias, al recibir el premio Ibsen: “Milei se empeña en destruir la educación, la salud pública, la industria, el arte y las instituciones culturales”
La dramaturga argentina, máximo exponente del teatro documental, recibió la semana pasada el galardón en Oslo. En su discurso recordó el valor de escuchar y crear territorios donde convivir en el disenso
Estoy muy feliz de estar en Oslo recibiendo este reconocimiento. Gracias al jurado del Premio Ibsen por haber puesto el foco en una mujer que viene de Argentina en este momento en que el gobierno de extrema derecha de Javier Milei se empeña en destruir la educación, la salud pública, la industria nacional, el arte y las instituciones culturales, y empuja a miles de personas a vivir debajo de la línea de pobreza. Tengo que decir que este premio me llegó en el momento en que trataba de hacer el proyecto más difícil de mi carrera, y que me dio fuerza y esperanza. Y me dejó pensando por qué me pasé la vida en esta profesión tan rara.
Yo crecí en el microcentro de Buenos Aires, en un edificio de oficinas. En ese barrio no había niñxs ni árboles para trepar. En el quinto piso de la calle San Martin, hacíamos teatro con mi hermana menor para un exclusivo público de dos: madre y padre. A los dieciséis años, una amiga con la que teníamos una banda de música me preguntó si no quería ir a estudiar teatro. Y yo fui por casualidad, siguiéndola. Ella abandonó en seguida. Yo nunca dejé.
La primera obra que escribí y dirigí se llamaba La escuálida familia y se estrenó en el teatro de la Universidad de Buenos Aires. Como los techos tenían filtraciones, comenzó a llover en el escenario y en la platea, donde estaban los espectadores. Luego, la primera crítica de mi obra dijo: “Algo extraordinario sucedió en el Centro Cultural Rojas, llovía adentro del escenario”. Esa primera crítica me enseñó que el teatro es lo que ocurre aquí y ahora, y por eso es imposible que sea impermeable al afuera, a lo real. Desde entonces, mi teatro de ficción se fue contaminando de realidad.
Después de varias obras de ficción, en 2009 escribí y dirigí Mi vida después, mi primera obra de no ficción con personas de mi generación, que reconstruían la dictadura militar argentina de 1976 a partir de un archivo personal. Desde entonces escribí y dirigí muchas otras protagonizadas por veteranos de guerra, personas criadas en la RDA, jóvenes refugiados, personas mayores y sus cuidadorxs, personas que luchan por tener o no tener hijxs, trabajadores sexuales, personas que estuvieron en la cárcel. Y en cada uno de esos proyectos fui descubriendo que el teatro era la posibilidad de entrar en vidas ajenas, de reconstruir el pasado y reformular el futuro, de encontrar formas diferentes de pensar preguntas para las que no tenía respuesta.
El teatro fue ese territorio inventado donde antiguos enemigos de guerra, personas que apoyaron o lucharon contra la RDA, hijxs de represores o víctimas de la dictadura argentina o chilena, podían confrontar sus historias y compartir el dolor o convivir en el disenso. Quizás el teatro es esa caja de resonancia donde se puede oír lo que es difícil escuchar en el mundo real. Recuerdo que en Atlas del comunismo, Salomea, que había espiado para la Stasi, y Jana, que había estado presa por componer canciones punk, se confrontaban hasta que ambas se sacaban los audífonos: una había perdido el oído de tanto escuchar conversaciones ajenas, la otra, de escuchar tanto punk.
Después de años de trabajar sobre vidas ajenas, creo que el desafío más grande es el de aprender a escuchar, tomarse tiempo para recibir las palabras que quiero oír y las que no, dejar que lleguen imágenes que nunca habría podido imaginar desde mi escritorio. Y dejar que todas esas voces hablen a través de mí, ser el canal, la médium. La escritora bielorrusa Svletana Alexievich dice que es una “escritora oreja”. Me siento muy cerca de eso.
Dirigir es mirar y escuchar. Parece simple, pero lleva mucho trabajo. Mirar de verdad y que las personas sobre el escenario se dejen mirar, se abran ante tus ojos como un libro que vas leyendo de a poco. No hay ningún método salvo pasar tiempo juntxs, porque el tiempo es la moneda de cambio de la confianza. A veces, en la sala de ensayo, tengo la sensación de que voy desapareciendo en el interior de otras personas, porque de tanto mirarlas y escucharlas me convierto en ellas. Todos los recuerdos que me contaron, incluso los que no fueron parte del texto final, están en mí. Dicen que tengo mala memoria y me olvido de las cosas. Quizá sea que cargo con muchos recuerdos ajenos.
De la ficción a la no ficción
Cuando me fui moviendo de la ficción a la no ficción, muchas veces me dijeron que lo que yo hacía no era teatro, porque no trabajaba con actores profesionales, o que yo no era dramaturga, porque simplemente editaba testimonios ajenos. Quizás fui yo misma la que creó la ilusión de que estas obras no son literatura, sino pedazos de vida. Pero lamento romper el hechizo: cada palabra ha sido escrita y reescrita durante horas; cada silencio y gesto de lxs protagonistas ha sido ensayado hasta el hartazgo.
Se dice que el teatro es un arte vivo, pero yo diría también que es un arte que muere. De cada una de estas obras quedarán más tarde algunos documentos, pero nada de lo que realmente ocurrió en la escena. Quizás por eso escribo sobre personas vivas, y el texto se va reescribiendo con los años. Me gusta pensar que estas obras no viven para la posteridad, sino que maduran, envejecen y mueren, como sus protagonistas.
A veces pienso que mis obras están llenas de fantasmas porque en ellas viven todxs lxs caídxs en la guerra, las personas que murieron en la cárcel, lxs que naufragaron cruzando el Mediterráneo, las travestis asesinadas, los padres y madres desaparecidxs... Y esos fantasmas nos dan la mano en la oscuridad y permiten que los invoquemos. Recuerdo que Marcelo Vallejo, uno de los protagonistas de Campo Minado, se ponía antes de cada función una remera con la foto de su amigo Sergio, muerto a su lado durante la guerra. A él le dedicaba cada una de las representaciones. Quizás el teatro sea también un ritual para encontrarse con nuestrxs muertxs.
Verse desde fuera
Muchas veces me preguntan: pero ¿qué pasa con lxs protagonistas de tus obras cuando la obra se termina? La vida ya no es la misma: han reescrito la historia de sus vidas y la han compartido con el mundo. Han creado una distancia que les ha permitido verse desde afuera. Pero la vida sigue. ¿Y qué vendrá? Todas mis obras reconstruyen el pasado, pero en realidad se preguntan por el futuro. Poder imaginar el futuro es un privilegio de los que no tienen el desafío de sobrevivir cada día. Quizás estas obras sean un intento de imaginar futuros posibles.
Me encantaría que esta noche estuvieran conmigo lxs 108 protagonistas de todas mis obras, porque ellxs me fueron enseñando a pensar desde perspectivas nuevas. Pero afortunadamente me acompañan lxs seis protagonistas de Los días afuera.
Y quiero terminar agradeciendo especialmente a las siete mujeres productoras, dramaturgas e investigadoras que sostienen mi trabajo desde hace muchos años, y que son las que hacen lo más duro e invisible: Sofia Medici, Luz Algranti, Lucila Piffer, Laura Nicolas, Bibiana Mendes, Mara Martinez, Gema Juárez Allen. Son ellas las que me ayudan a pensar, a crear, a hacer posible. Y por supuesto a todxs lxs artistas que acompañaron mi trabajo: escenógrafxs, musicxs, iluminadorxs y demás que componen cada obra conmigo. También agradecer a mi pareja Alan, que me apoya con su amor desde hace muchos años y me hace devoluciones de todo lo que hago (incluso de este mismo discurso que estoy leyendo) y a nuestro hijo Remo, que me enseñó a ser madre sin dejar de ser artista. Y a mi hermana Lucía, que es mi cómplice desde el inicio de esta aventura de vivir.
Ahora se puede ver que detrás de mi nombre hay muchas personas. Porque al final el teatro es una manera un poco rebuscada de expandir la familia. Y de pasar el tiempo con personas imaginando cosas en un lugar sin ventanas.