‘Una mínima infelicidad’: a la abuela le decían loca, a ella puta
Carmen Verde convierte su libro en una historia de amor; amor a la infelicidad y al borrado de una hija frente a una madre imperiosa y desconcertante
La literatura y el cine han alumbrado en los últimos años abundantes testimonios de la maternidad difícil, de las grietas y sacudidas que las nuevas madres encuentran donde acaso solo esperaban ternura. Novelas y películas brillantes como La bajamar, de Aroa Moreno, Yo, mentira, de ...
La literatura y el cine han alumbrado en los últimos años abundantes testimonios de la maternidad difícil, de las grietas y sacudidas que las nuevas madres encuentran donde acaso solo esperaban ternura. Novelas y películas brillantes como La bajamar, de Aroa Moreno, Yo, mentira, de Silvia Hidalgo, o Cinco lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa, se han unido a un sinfín de ensayos como Madres arrepentidas, de Orna Donath, para romper los mitos y combatir la idealización que genera la expectativa de tener hijos. De pronto, una generación que prolongó su adolescencia y llegó más tarde a la maternidad se asombraba de una realidad que no esperaba y tuvo la buena idea de dejar constancia literaria del experimento. Nada que objetar. Chapeau.
Menos testimonios, sin embargo, ha habido en años recientes de las relaciones madre-hija en sentido inverso. Es decir, no desde la maternidad recién estrenada ante una criatura que depende de ti y te cambia la vida, sino desde la mirada de una hija que relata las pesadumbres y nubarrones que dejó en ella su madre. La puerta que abrió a lo grande Vivian Gornick con Apegos feroces parece menos frecuentada. Y esto es lo que ha hecho de forma soberbia Carmen Verde en Una mínima infelicidad (Tránsito), finalista del premio Strega.
Se trata de un relato sobrio, hermoso, concentrado, despojado de todo adorno y abonado a una morosidad que resulta espléndida herramienta para transmitir el extrañamiento que una madre complicada, diferente, especial, causa en su hija desconcertada. Verde, de quien la editorial solo nos dice que nació en 1968 y que vive en Roma, ha dominado y pulido el lenguaje y sus combinaciones hasta quedarse en la raspa, en la esencia de una narración vibrante también gracias a sus blancos, sus silencios bien administrados. Logra así generar una inquietud y una melancolía que enhebran bien el artefacto.
Una mínima infelicidad es sobre todo una historia de amor. Un amor seco cuando se dirige de la madre a la hija, porque la primera es explosiva, atractiva, infiel, pendiente de sus compras y sus amantes más que de la niña; un amor entregado, generoso e infinito en sentido inverso, cuando la niña de huesos diminutos y corazón cerrado mendiga el amor de su madre y lucha por encontrar los espacios en que pueda volverse querida, necesaria, compañera. Y un tercer amor: el que profesa la protagonista y narradora a la toxicidad de ese lazo.
La complicada relación de la hija insegura que jamás creció y su madre elegante e imperiosa dejará fuera de la ecuación a un padre ausente, mayor, pagador de los recibos y él mismo autor y víctima de la exclusión, y al resto del mundo. Porque Annetta, la pequeña a la que acompañaremos hasta el final, no necesita ni quiere a nadie más que a su madre. En la vida y en la muerte.
Hay aprendizaje en su vida: el del arte de la ilusión que sabe impartir su madre, que la llega a convencer de que ha dado tres estirones en el mismo día. Pero también el aprendizaje forzado de aguantar a una criada que gobernará sus vidas cuando la madre descarrile demasiado o el de intentar comprender el suicidio de una abuela cuya locura impregna el rastro que llega hasta ellas. A esta la llamaban loca, a su madre solo puta. Porque las murmuraciones también las van a acompañar, como a nosotros.
La belleza de los momentos se concentrará pronto en el amor filial a una infelicidad y un borrado que la autora acerca con maestría. La madre posee una dimensión que la hija no entiende y ese agujero sostendrá la narración donde no faltarán almuerzos de princesas, caprichos, extravagancias y una ansiedad por la atención de la madre a la que, como dice la protagonista “mi fantasía transformaba, día tras día, en una diosa”. De la mano de Carmen Verde aprenderemos buena literatura. Y que la autodestrucción tiene causas que merece la pena investigar, comprender y, sobre todo, narrar.
Una mínima infelicidad
Tránsito, 2024
168 páginas, 17,90 euros
Una mínima infelicitat
Traducción de Alba Dedeu
MésLlibres, 2024
176 páginas, 18,95 euros
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